martes, 30 de diciembre de 2014

La lista Murtaugh

Como buen ochentero criado en los noventa, crecí viendo muchas películas y series de televisión traídas por la perubólica. Invertí mucho tiempo, y de hecho todavía lo hago, en seguir un poconón de historias y personajes que, tristemente, he ido olvidando con la llegada de nuevas series. En el mejor de los casos, se han ido archivando en una memoria olvidadiza, donde se han condenado a desaparecer silenciosamente.

En una de esas redadas mentales, olvidé que he visto las cuatro películas de Arma Mortal, y fue una de las series que veo actualmente, How I Met Your Mother, la que me recordó a un personaje que con el paso de los años he ido aprendiendo a entender: Roger Murtaugh, interpretado por Danny Glover. Era un policía que recién cumplía los 50 años, y siempre tenía una frase leitmotiv que lo destacaba, al punto de que Glover todavía la dice en su vocabulario regular.

Pude recordarlo cualquier fecha del año y seguramente se me olvidaría, o pasaría como un pensamiento más por la cabeza; pero por estas fechas, justo cuando se acerca con inminencia mi cumpleaños, veo con cierta extrañeza que empiezo a pensar así, que "esto muy viejo para estas pendejadas" y que tal vez es hora de entender que debo replantear hasta cuándo decidiré ser joven.

Naturalmente, para mí la vejez es una actitud mental. No sólo porque lo haya aprendido de Chespirito, sino porque creo firmemente que es uno mismo quien decide sentirse inservible o no. Yo, que ya tengo una que otra cana crespa aunque no parezca, me resisto a ser un adulto con pelo largo, arete de diamante y Converse, porque hay momentos para todo y circunstancias de las que uno debe retirarse con dignidad.

Mi lista Murtaugh, por ejemplo, arrancó hace bastante tiempo cuando me di cuenta que envejecer es perder las capacidades gastronómicas mutantes, cuando comprobé que mi estómago ya no aguanta nada que no venga bajo en grasa, deslactosado y hasta kosher, que ya es mucho decir para un pobre cristiano. Ya no como como antes, ya no recibo comidas después de cierta hora y lo peor, me convertí en ese ser que deja comida en el plato, algo realmente triste.

Ya no estoy para esos trotes de trasnochar, porque además de que al otro día quedo con guayabo neuronal, no puedo pasar la noche en vela porque tengo algún compromiso por asumir, así que mi diversión nocturna ya no pasa de las 10pm, hora en que no importa dónde esté, me quedo dormido. Es por eso que en mi lista pienso adjuntar las mil y un veces que dije "la próxima vez duermo aunque sea un poquito", o "En el camino me nivelo la dormida".

Ahora pienso seriamente si salgo de la casa o no, primero porque me la paso pensando en la plata que debo, y en que cada salida es estar más lejos de la libertad financiera, la misma que espero para independizarme y armar rancho aparte. Vivo fastidiado con el transporte público y en general con los taxis, con los que no quiero pelear por la plata que me cobran de más. Pero como no tengo carro, me toca usar estos servicios, y es entonces cuando me contradigo y sufro por la plata perdida en un plan que prácticamente podría haber evitado.

Es entonces cuando me doy cuenta que he disfrutado mucho la vida, aunque viéndolo así no pareciera. He viajado mucho y no pienso dejar de hacerlo, he fracasado en el amor y sí pienso dejar de hacerlo, pero sobre todo, me esforzaré por vivir al máximo este año que arranca, para que sean más los perdones que los permisos, más las historias divertidas que los what if, más ítems en la lista Murtaugh y así mismo más libertad para ser adulto con dignidad.

martes, 23 de diciembre de 2014

Miedo

Con el fin de los años, empiezan esos deseos inexplicables por valorar y revisar las metas. Inexplicables porque no se sabe si es herencia oficinista de andar chequeando informes de gestión en aburridoras reuniones de tráfico, o si en realidad es un deseo de mejorar, de volverse la mejor versión de uno mismo sin que a nadie más le importe. En mi caso, siempre, desde 1999 hasta la fecha, me he encargado de hacer una lista de propósitos para el año venidero, y me ha funcionado para muchas cosas.

Fue por una de esas listas que me obligué a volver a estudiar bajo, que renuncié a un trabajo para perseguir uno que otro sueño y hasta fracasé en el intento de volar. Pero esas listas, que a fin de cuentas me hacen sentir más bruto, también han sido las mercenarias de muchas promesas incumplidas, palabras postergadas, movidas fallidas que se han salido de mi plan. Allí han quedado plasmados mil y un intentos por disciplinarme haciendo ejercicio, o tratar de mejorar mis relaciones familiares, o simplemente mejorar mis relaciones, o en el peor de los casos tener relaciones, lo que implicaría ser muy familiar, pero la dinámica de la realidad es otra.

Antes le temía muchísimo a ponerme una meta que sabía que no cumpliría, y me dediqué a buscar maneras de cumplir exitosamente propósitos concretos, todo porque le tenía un profundo miedo al fracaso. Ahora no le temo al fracaso, ni a los perros, ni a quedarme otra temporada en Babilonia; mi mayor prevención es con el miedo en sí mismo. Y esto no es una frase redactada por Hassam ni por Jotamario sobrio, es mi realidad de cada día.

Le tengo pavor a que me den miedo las cosas, me produce terror profundo entrar en ese estado de acomplejamiento paralizante; me falta el aire de solo pensar que puedo convertirme en esa persona prejuiciosa que habla de lo que no conoce, y en el peor de los casos no se atreve a experimentar afuera de su pensamiento lineal y por eso juzga desde su tribuna.

Ya lo dijo Walter White: el miedo es el enemigo real. El miedo es una completa idiotez heredada de las experiencias de mis familiares, a quienes también les debo las deudas. Me acuerdo de mi papá, quien tiene en su casa, en su carro y en su oficina un kit de desastres donde guarda provisiones por si hay terremotos, tsunamis, derribos de torres y cuanto desastre se le venga a la cabeza. Y lo que no cubre el kit, seguramente está salvaguardado por alguna de las cuatro pólizas por muerte violenta, fideicomisos de usufructo y hasta plan canitas. La gente alega que hay que ser prevenido, pero francamente esas prevenciones son las que más quitan la paz, que es lo que uno debe procurar.

Es por eso que ante esa nostalgia campesina de quien quiere regresarse por donde vino, recordando con quien anduvo y hasta añorando el pasado infructuoso del terreno conocido, contraataco con amor innovador, que es para mí lo contrario al miedo rutinario. Esa nostalgia es medio peligrosa, y por eso me parece riesgoso cuando la gente termina el año frustrada por lo que no hizo, ignorando que todavía hay un presente, que a fin de cuentas es lo único que queda.

Para el año que viene, espero tener mi lista con propósitos que me dejen paniqueado de sólo pensarlos, porque tengo claro que no existen las condiciones perfectas para hacer algo. Así que espero perderle el miedo a trabajar con cristianos, meterme a un foro a leer comentarios en mi contra y hasta atreverme a fracasar de nuevo, porque siempre hay cierta pedagogía en hacer las cosas mal. En últimas, el miedo será algo que siempre enfrentaremos, pero entre más rápido salgamos de ahí serán muchas las oportunidades que se podrán aprovechar.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Caradura

Toda la vida andamos buscando reconocimiento. Es una de las necesidades básicas desde que somos niños, y como algunos todavía no maduramos del todo, seguimos tratando de encontrar manos que nos aplaudan, palabras que nos soben la espalda, sonrisas que nos retribuyan la paga por lo que se supone que hacemos. Y es una tristeza, porque uno lucha toda la vida por hacer lo que le gusta y en el camino se encuentra con la fama, que en esta sociedad significa éxito, de donde deriva la estabilidad y la seguridad para muchos.

En mi caso, he enfrentado públicos grandes desde los 5 años, cuando me escogieron como maestro de ceremonias en la clausura de mi jardín infantil, todo porque además de que era el que mejor leía del curso, generaba más ternura poner en tarima a un pequeño hobbit charlatán que a uno de estatura normal hablando a trastazos. Y así fui creciendo, creyendo que lo mío era el reconocimiento como fin y no como consecuencia.

Me tomaron 20 años para entender que hay cierto placer en el anonimato, así como lo han mantenido creativos y cantantes a lo largo de la historia. A mí me gusta citar a los tipos de Daft Punk por eso, porque se dedican a lo suyo aún a pesar de sí mismos. Pocos saben que sus nombres son Guy-Manuel de Homem-Christo y Thomas Bangalter, ya que andan detrás de sus máscaras robotizadas, dando pocas entrevistas, como tratando de decirnos que siempre será necesario trascender la humanidad por la confianza en uno mismo, en el mensaje y en la audiencia. Y es que generar esa distancia entre el yo artista y el yo hombre siempre será necesaria, aunque de eso ya he hablado mucho.

Daft Punk en principio daba la cara, pero con el tiempo fueron migrando al anonimato sutil, posando en medio de más personas, o publicando sus fotos de bebés que al crecer se robotizaron. Me gusta pensar en que cuando escribo un personaje, o actúo de algún otro, estoy generando ese distanciamiento artificial que me ayudará a separar lo público de lo privado, porque a veces esto de ser tan transparente es un arma de doble filo.

Alguna vez intenté desarrollar un proyecto a dúo en completo anonimato, algo tipo La Bobada Literaria. Y la verdad me sentí bien hasta que me di cuenta que mi socio buscaba la selfie chismosa, la primicia instagramera y todo ese discurso de inmediatez que terminó revelando, en un deseo de reconocimiento de su parte, que estábamos detrás de ciertos videos virales de rápida difusión y altísima efectividad. Luego fue una pena enfrentar a los admiradores. Es que esto de ser famoso en ciertos sectores (y lo digo con temor y temblor), resulta más riesgoso que andar enmascarado, desde donde se podría vivir más tranquilo.

Ahora ando en una etapa reflexiva, tratando de abrazar esas máscaras que me protegen de mí mismo. La fama, como decía García Márquez, se termina volviendo el oficio del famoso, y no queda más que dedicarse a eso en un intento de retribuir a las personas que lo han ponderado a uno en esos pedestales imperfectos. Yo hace mucho dejé de tomarme en serio a mí mismo y por eso sufro cuando me reconocen en la calle, porque temo desilusionarlos con mi humanidad, con que no todo el tiempo tengo un apunte rápido para alegrarles la vida o que no siempre estoy de buenas pulgas para hablar de Chespirito. Quizá algunas veces la gente se siente defraudada, pero así es como quiero hacerlo.

No quisiera convertirme en ese ser al que lo abordan en la calle para pedirle fotos y autógrafos (cosa que me parece horrorosa), porque creo que soy exactamente igual que ellos. Y en el amor pasa lo mismo, muchas veces he descrestado desde la tarima y no desde la fila para el auditorio, donde todos somos iguales. Ahora entiendo esa necesidad de escape plasmada detrás de gente como Gorillaz, Ziggy Stardust, Kiss, y hasta Slipknot, porque yo también quiero tener la cara dura para ser un caradura con mi reputación personal.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Genios

Ahora que soy freelance y no marco tarjeta, invierto mucho tiempo en ver series, videos y tutoriales de lo que sea. Bueno, en mi era oficinista también lo hacía, solo que ahora no lo veo como pecado mortal, aunque por esos días tampoco. Esa es mi forma de alimentar la cabeza, de tener cosas por contar y encontrar inspiración externa, que es la forma como trabajamos los que no somos genios.

Si fuera genio todo sería más fácil, tendría los sentidos afinados para relacionar cosas de aparente incongruencia, viviría más tranquilo y me dormiría un poco más en mis laureles, porque la gente random como yo vive sufriendo ante esa presión de andar descrestando con lo que se crea, algo que francamente desgasta mucho.

Lo que me daría mamera de ser genio es ese afán competitivo por demostrar cada día esa facultad. Yo soy de esos románticos que creen que si uno se echa al hombro toda la genialidad como algo personal, termina fundido y debilitado. Basta con mirar músicos, comediantes, artistas y demás personajes tan talentosos que resultan incomprendidos porque es tanta la responsabilidad de tener que responder con productos creativos, que si no reconocen la necesidad de recorrer ese camino de la mano de un agente externo pueden morir ahogados en ese mar de ideas por expresar.

Para mí, la genialidad radica en estar adelantado del tiempo regular. Entonces soy un genio a mi modo, por aquello de madurar biche y andar pensando en tochadas como ahorrar y soñar con tener una familia desde que tengo memoria. Ser genio también es solucionar problemas de maneras no pensadas, y en eso también destaco gracias a la pobreza, uno de los caminos a la creatividad. No es que sea pobre, pero cuando no he podido contar con todos los recursos mainstream a la mano, he tenido que desvarar carros con medias veladas, crackear cursos de inglés, entre otros experimentos para no pagarle a nadie por algo que puedo conseguir solo. 

Pero lo que más me gusta de mi genialidad callejera es descrestarme y obsesionarme con pendejadas, como pensar en la relación entre tener gatos y padecer depresión, ver a Jesús en las arepas o acostarse tarde y ser manipulador. Me la paso pensando en la correcta forma de comer alitas, y en cómo masticar toda la manzana sin dejar nada, porque para mí es en esa cotidianidad donde reposa la verdadera libertad creativa.

Quisiera no perder esa capacidad de asombro con, por ejemplo, los embarazos cristianos juveniles. Y es que terminar como paquete de Yupis no está mal, porque a rellenarnos de muñequitos es que hemos sido llamados por la naturaleza. La cosa es que he visto tantos que cuando me entero de otro más ya no me sorprende, al punto de que decidí abrir tarjeta de cliente frecuente en Baby Ganga, como para que el kilometraje de otros se convierta en millas para mí. Procrear está bien, pero resulta triste cuando el embarazo no planeado termina siendo el pan de cada día en medio de personas que, aunque no estamos exentos de hacerlo, nos terminamos acostumbrando a que nos pase.

Como para esto no hay tutorial, no queda más que usar esa genialidad regular para saber que a cualquiera le puede pasar, y que el hecho de sentirse moralmente superior por no haber caído no indica nada más que estupidez y orgullo, en parte por andar confiando tanto en uno mismo como por no entender la gracia de Dios. De genios también es ver que en la libertad también hay restricciones y límites, que las decisiones tienen consecuencias y que hay mil y un maneras creativas de vivir sin acostumbrarse a la autosuficiencia, porque queda claro que ni el ser más brillante del universo puede solo.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Consejos para enfrentar el oficinismo

Ñoñamente, el oficinismo podría ser definido como esa disciplina laboral de carácter sedentario y administrativo que se desarrolla dentro de una organización espacio temporal y en una atmósfera cultural particular. Pero a decir verdad, el oficinismo es una forma de vida que consume la existencia de un determinado ser, llamado oficinista, el mismo que para darse aires creativos decora su cubículo con fotos de familiares y de su equipo del alma, en aras de encontrar motivos para luchar o no morir en el intento.

Lo primero que a uno le aconsejan es pensar que nada es eterno, que hay que tener inventiva para pensar que al día siguiente todo puede cambiar. Es verdad, porque al día siguiente se pone peor. Si es verdad eso de que el trabajo lo hizo Dios como castigo, seguramente es porque quien lo dijo estaba inmerso en una oficina, con un carné al cuello o al cinto (grillete al fin y al cabo), esquivando a los de su misma especie: los oficinistas, seres aventajados que dedican sus horas laborales para revisar redes sociales, pedir citas médicas y cuadrar las salidas a tomar con las de recursos humanos, porque las de contabilidad son medio brusquitas de cara, el eufemismo perfecto para ‘feas’.

Generalmente, el oficinista tiene su rutina montada: se levanta cada mañana a la misma hora, se queja de las mismas vías rotas al salir de casa, se monta en la lata de sardinas a la que le llaman Transmilenio, se deja requisar la maleta a la entrada, asegura no traer armas cortopunzantes ni peligrosas, prende el mismo computador, revisa las mismas tablas de excel, contesta las mismas preguntas de las mismas personas que parecieran no tener nada nuevo qué contar.

Aquí aconsejan los expertos escuchar música, o ver alguna película que conecte con emociones positivas. Las recomendadas son Masacre en Texas, Psicópata americano y Pesadilla en la calle del infierno, por aquello de la coherencia mental y del agobio que produce ver a otros oficinistas ascendiendo, logrando plazas dentro de la compañía que podrían ser de uno, mientras uno sigue contando billetes ajenos e imprimiendo ideas de otros con la esperanza de que el derecho de piso del que hablan las empresas valga la pena en el momento en que algún vicepresidente levante la mirada para buscar nuevo talento. Pero ni así, porque esa misma rutina hace que a uno lo vean como activo fijo, como otra fotocopiadora que pareciera estar destinada a quedarse ahí para siempre.

Pero no todo es tan malo, está la hora de almuerzo, la que paga la venida. Este es el tiempo preferido para chismosear el resumen ejecutivo del fin de semana pasado, cuando una de las asesoras comerciales se dio besos con un asesor comercial, y quién sabe si la cosa paró ahí. Ese es el tiempo para saborear las lentejas cocinadas desde la noche anterior y traídas en coca, y darse cuenta de que no hay huevo y toca irse de gotereo, pidiéndole a otros oficinistas que compartan de su carne o legumbres, o en su defecto láminas repetidas del álbum del Mundial.

Recomiendan también vencer los días oficinistas difíciles practicando algún deporte intenso, pero va uno a usar la mesa de ping pong y el gerente operativo la tiene amañada toda la semana, dizque porque anda en un duelo con el jefe de sistemas, quien espera darle su merecido en el juego, porque en la mesa nunca podrá ganarle en poder ni en ingresos. Entonces toca salir a darse aires polucionados comiendo postre, pero como las filas en las heladerías y las mismas calles están repletas de oficinistas a esa hora, resta irse a buscar un prado para pastar. La frustración aumenta cuando al llegar al prado cercano hay un sector oficinista apostando la gaseosa en un cotejo micrero de alto turmequé.

Entonces no hubo siesta, ni postre, ni nada. Solo hay afán porque ya son las dos y pico y hay que volver al mismo computador a pensar en las mismas cosas que piensan los oficinistas, revisar el correo, distraerse a propósito y así, todo para evadir a oficinistas confianzudos anhelando que algo pase para salir volando de ahí, ya sea un día de integración o un simulacro de evacuación, ambas con posibilidad de escaparse para siempre.

También aconsejan escribir, o dedicarse a una afición. Lo malo es que las oficinas no ayudan, porque además de las restricciones de horario tipo colegio, donde uno marca tarjeta es después de las 5:00 p.m. así haya acabado lo del día a las 10:00 a.m., hacen que no haya tiempo sino para las redes sociales, o para el fino arte de perder el tiempo.

Y es pescando en la red que uno encuentra que a Walt Disney lo echaron de un periódico acusándolo de ser poco imaginativo y no tener ideas originales; entonces uno se siente prócer victimario, incomprendido y resuelve esperar la próxima prima para dar el paso y largarse, pero justamente llega la de recursos humanos trayendo colillas de pago y contando que aprobaron el descuento por nómina del préstamo que se pidió para estrenar carro.

Entonces resta refrescar las ventanas de correo, volver a mirar los cuadros de excel a ver qué hay de nuevo, pedir aromática, ofrecerle candela a los que fuman, meter un billete en la máquina surtidora que no da vueltas y finalmente esperar que sean las seis para irse a casa a pensar en que el fin de semana está muy lejano y que mañana hay que volver a repetir el mismo ciclo.

Lo bueno es que no hay mal que dure cien años, ni oficinista que se pensione. Por eso más que decálogo para comportarse socialmente, lo mejor es entender que es una etapa que se deben quemar, así como las neuronas y las pestañas que han de morir mientras se logra la libertad.


Publicado en la Revista Mallpocket de Noviembre de 2014

jueves, 6 de noviembre de 2014

Yo bailé con Nerú

Cuando uno se inclina por la escritura audiovisual, va desarrollando un raro sentido de atracción por acumular experiencias y conocer realidades, de las cuales en el futuro se espera extraer alguna historia particular para contar, o simplemente conocer personas que referenciarán personajes para crear. En mi caso, empecé a trabajar en televisión por un mal cálculo de la práctica profesional, y aunque buscaba una plaza como libretista senior en una productora, terminé como lector junior en un canal. Son de esos contrasentidos de donde se extraen las mejores anécdotas.

Arranqué la práctica con dos metas: tomarme una foto con el Padre Chucho, y bailar aeróbicos con Nerú. Le conté a mi jefe y a los demás oficinistas de ese anhelo, quienes después de reírse en mi cara creyeron que era verdad cuando me mantuve serio en la palabra. De ahí, me fui metiendo de a pocos en aquel Estudio 7, donde le pedí al reputado padrecito que "rezara por un primo enfermo de cáncer". El tipo me atendió hablando por celular, me dio dos segundos para la foto y se fue en su Rolls-Royce. Tomé su indiferencia como un castigo divino, pues pequé al inventar eso de mi primo, porque en realidad es prima, y las mentiras hacen llorar al niño Dios.

Me presentaron al jefe de producción del programa donde Nerú tenía la sección, que entre otras cosas se llamaba "Aeróticos MBD", dato coctelero para seguirle metiendo capas al delicioso sánduche anecdotario. Con solo mirarme, el tipo vio mi talento, o no sé bien si me lo dijo para que no reculara en mi noble intención de ridiculizarme voluntariamente en uno de los programas más vistos a nivel nacional. Fue así que con dos dedos de frente y varios rulos en la cabeza, decidí llegar un martes a las 7 de la mañana a un lugar donde nadie me había llamado a estar.

La primera vez que vi a Nerú, recuerdo que estaba en la parte alta de unas escaleras al lado del camerino. Lo vi y debo confesar que sentí cierta erisipela invadiéndome los ojos, pues su figura era la de un Frankenstein criollo: pelo de mujer, brazos de hombre. Nariz de mujer, voz de hombre. Cola de mujer, manos de hombre. Para mí, un homofóbico rehabilitado, la imagen no dejaba de ser fuerte. Simplemente le di los buenos días y seguí derecho al camerino, donde me esperaba una manga siza y una pantaloneta corta, el traje perfecto para salirme de mí mismo solo para tener algo qué contar.

La gente ve televisión y cree que muchas de esas secciones van en vivo, que de hecho era como se hacía la televisión de antaño; pero no, aquella vez y para sorpresa mía, pregrabamos varias coreografías que salieron el mes completo. Y es que una cosa es boletearse un día, pero un mes entero y ser visto por los papás, compañeros de universidad, profesores, amigos y hasta pastores es algo que francamente se sale de control.

Recuerdo que en la primera coreografía me extralimité y exageré a propósito, porque uno no tiene tres minutos de televisión todos los días. Fue tal mi éxito, que el mismo director del programa, reconocido y para muchos innombrable presentador mañanero, me dijo que me hiciera detrás de Nerú, "porque la gente con pelo de estropajo es chistosa". Le hice caso y sin importar las ovaciones de las dos presentadoras que lo acompañaban (quienes sí me elogiaron el pelaje), di lo mejor de mí en unas anticoreografías que guardé con recelo hasta hoy. Dense gusto con este coctel de putrefacción.


El crespo con los mejores tenis. Sí, ese soy yo.

Años después, me encontré con Nerú en otro camerino, pues yo andaba actuando en la Iglesia y él estaba entrando a la primera fila. Vi a un tipo distinto: pelo de hombre, brazos de hombre. Voz de hombre, manos de hombre. Me causó interés verlo ahí, riéndose del show que dimos, llorándose toda la alabanza, meditándose toda la enseñanza.

Lo entendí todo cuando salió en la noticias que había decidido cambiar de vida, cosa que me pareció muy valiente de su parte, porque si hay que admirar a un tipo de persona, es a aquella que decide convertirse en la mejor versión de sí misma. Y aquí no quiero entrar a tocar sensibilidades LGBTI sin contar primero que pasar por un colegio de curas, una Facultad de Comunicación y un trabajo temporal en un local de ropa me cambió la forma de pensar con relación a la homosexualidad. De hecho, tengo familiares, amigos, compañeros de trabajo y personas gais que quiero y respeto profundamente, porque me quieren y respetan también y porque me han mostrado que su condición en ningún momento alude a "estar enfermo", ni a merecer lástima de nadie, mucho menos la de ciertos sectores del cristianismo donde se disfraza el amor con ignorancia.

Lo que encuentro un tanto indignante es el palo que algunos le han dado al pobre tipo por sus declaraciones, por el uso del término "curar", el cual alude directamente a enfermedad. Estamos de acuerdo en que la homosexualidad no se cura, y no es la idea entrar a debatir sobre trastornos y demás experiencias personales que condicionan la elección sexual.  Cuando una persona sale del closet, lo felicitan por valiente y por coherente; pero cuando alguien decide conocer a Jesús y replantear su vida es un fanático exagerado al que no bajan del madrazo por "niegamondás". ¿Hay alguna clase de política de respeto en esto?

Como si no hubiera aprendido la lección, sigo escribiendo en televisión ridiculizando mis neuronas con situaciones donde, en el fondo, la reflexión de vida va ahí metida sin que lo noten. Eso sí, si me invitaran a hacer el oso y eso sirviera de pretexto para contar una historia y pegarla a una coyuntura pop que termina con alguien que conoce a Dios, lo volvería a hacer. Con manga sisa y pantaloneta más corta.

jueves, 30 de octubre de 2014

¿Qué pasaría si la escopetarra hablara?

En el segundo piso de un café internet que también es billar, esta aleación de escopeta con guitarra decidió hablar con MALLPOCKET, se agarró los controles y con alto volumen contó el lado B de su historia.

MALLPOCKET: Tal vez nadie le ha hecho esta pregunta, pero ¿cómo está?

ESCOPETARRA: Entre afanada y agotada, porque además de verme flaca y no tener las curvas de mis primas las guitarras, tengo partes de metal en todo el cuerpo. En eso no pensaron cuando me fabricaron, que desplazarme sería pesador y agotador. ¡Y sí que me ha tocado salir a marchas, conciertos y cuanta cosa se le ha ocurrido a Cesitar!

M: César López, su creador. Dicen que la idea la vio de manos de un soldado, después del atentado de El Nogal. ¿Era usted?

E: No, soy hija de AK-47 Winchester y Fender Stratocaster, o sea, tengo sangre azul pistolera y musical. Siempre peleé con mi origen, pero desde que a Cesitar le dieron los arrebatos pacifistas y me volvió una mezcla de Transformer con Robotina rockera, me he sentido mejor. Obvio, también es gracias a Albert Walls, o Alberto Paredes, como le dicen aquí en esta nation. Él me tocó, me dio forma y la verdad me quedó gustando.

M: Tanto que se replicaron muchas hermanas suyas.
E: ¡Ninguna como yo, la primera! Soy la Amparo Grisales de esta familia. Yo vi nacer la que le regalaron a Juanes, esa condenada que se hizo rica en Beverly Hills. ¿Vendida por 17000 USD? Ni que fuera Sofía Vergara metalizada. También la que se llevó Fito Páez, esa era la más mugrosa. La que sí se creyó de mejor familia fue la que se fue a las Naciones Unidas; ingrata esa, además de langaruta vive ahora en Nueva York, ¡dizque le pusieron pastillas de oro a la muy maldita! Menos mal todo se devuelve, como la que le iban a regalar al papá de Krillin, al Dalái Lama. Uno de esos calvitos con ropa naranja dijo que era un regalo inapropiado y la deportó. Me le reí en las cuerdas.

M: Se volvió tan cotizada que hasta la robaron, ¿qué tal fue esa experiencia?

E: ¡Daría todo por olvidar ese día! Cesitar estaba todo enérgico en el escenario y le dio dizque por pedirle a la gente que alzara los brazos y los meciera, pero no para demostrar paz, sino para que le hicieran cama de aire y se pudiera lanzar como el rockstar que no es. Era viernes, así que quería algo para relajarme. Me agarró un técnico y me llevó al camerino, donde me acuerdo que le pedí que se tomara unos tragos conmigo. El tipo me envolvió y creo que mezcló aguardiente con cerveza, porque cuando me fui a meter en el estuche me desplomé inconsciente.

M: Suena muy humana esa captura. ¿Qué más pasó?

E: Desde que me metí en esto de promover la paz, me humanicé. Es fácil, no entiendo por qué los humanos se complican tanto. El caso es que me desperté envuelta con unos pañales sucios, y vomité todo el trago, el aceite y cuanto tetero me había succionado en la vida. Estaba en una compraventa y oía risas y madrazos con acento paisa. Ahí me asusté, porque estaba más perdida que una bala, o peor, más perdida que el último disco de Cesitar.

M: La policía dice que la recuperaron en la calle.

E: Siempre he tenido algo de callejera, así que me dispuse a hacerle ojitos a una cámara de seguridad que me coqueteó desde que entré. La camarita esta, picarona y fisgona, mandó señales a la policía, lo que alertó a los rateros esos. Me agarraron a la brava y me montaron en un metro repleto de gente, de donde me lanzaron por la ventana cuando llegaron a hacer un retén. Caí al pie de una parroquia y ahí fue que me encontró la policía. Cesitar me abrazó y dijo en las noticias que dizque me iba a dejar allá como símbolo de paz. Yo le saqué pistola por bobo.

M: Usted es el símbolo de la generación de la No-violencia. ¿No fue como muy grosera su actitud?
E: Prefiero que me vean como una diva de la paz y armonía, pero de puertas para adentro una tiene que hacerse respetar, así toque darle plomo al que sea.

M: Conseguir esta entrevista requirió presentar papeles seis meses antes, fotocopia del RUT actualizado y certificado de vacunas completo. ¿Su agenda es así de apretada como dicen? ¿No es una actitud de diva?

E: Entiéndame, así somos las chicas difíciles. Si hice a esperar a Kofi Annan en 2007, y detrás de él a gente como Manu Chao, Bob Geldorf y muchos otros drogadictos que la montan de filántropos, ¿cómo no a ustedes? De hecho, después de los 5 minutos el taxímetro empieza a correr, así como dice Cesitar cuando los músicos van a su estudio.

M: Calle 13 y Julian Assange hicieron una canción, Multi Viral. ¿Cómo le fue debutando como estrella del videoclip?

E: En principio fue bueno, pero después se puso pesado. Kacho, el director, casi no da el fuera del aire por andar tocándome las cuerdas, fascinado elogiando a Cesitar. Los de Calle 13 se dieron cuenta y empezaron a hacerle rimas insinuantes, y todo terminó en una protesta que de pacífica no tuvo sino el nombre. Por mi lado, me enfoqué en mostrar que soy multifacética, así que compartí con la guitarra de Tom Morello y pude grabar algunos punteos que recortaron.

Cuando le fuimos a pedir un mensaje de paz, volvió a hacer pistola ofuscada, porque llegaron a recogerla para tocar en la inauguración de un jardín infantil en la franja de Gaza. 


Publicado en la Revista Mallpocket de Octubre de 2014

jueves, 23 de octubre de 2014

La misma cara del papá

La gente se me ríe en la cara cuando les confieso que mi sueño es ser padre de familia. Me dicen que soy un moralista, que no vivo en esta era y que hasta parezco un Susanita en versión macho alfa; y probablemente tienen razón. Mi fuerza está en ser diferente, en pensar todo lo bueno, honesto y opuesto. Por eso es que vivo trasnochándome pensando en esas vainas que ya no se usan, como montar y cuidar de una familia, ahorrar, no endeudarse de a mucho y crear un ambiente para que los cercanos lleguen a ser lo que quieran en la vida.

No puedo negarlo, tengo un delirio de patriarca local que espero concretar cuando me reproduzca y logre dejar un legado en mi descendencia, haciendo lo que según Daniel Samper Pizano todo buen hombre debe hacer: educar a sus hijos y malcriar a sus nietos. En mi caso, mi sueño de ser padre viene en contraidentificación, porque crecí en un hogar de papás divorciados a los que ya no juzgo, pero de quienes aprendí las cosas que no se deben hacer.

Mi familia fue un campo de pruebas donde aprendí a enfrentar la vida real, siempre pensando que se podía vivir mejor. Y aquí no quiero sonar resentido, porque si hay titanes a los que admiro son a mis papás; pero dentro de mi deseo de paternidad viene escondido un trauma masculino encarnado en el hecho de ser el primogénito. Uno no sabe si es una bendición o una maldición ser el que inauguró la fábrica, pues además de tener que dar ejemplo a los que vienen en la fila, se carga con las expectativas y los sueños de aquella pareja primeriza que embulle en uno también sus miedos y temores. 

Sé de lo que hablo al ser hijo mayor, heredero de un apellido y de un nombre que empezó mi abuelo, recibió mi papá y sufrí yo. Llamarme igual que mi papá fue solo el inicio de mis traumas, pues siempre representó ser la versión junior suya, aunque para él siempre ha sido el mayor acto de amor y orgullo varonil no solo que su primer hijo se llame como él, sino que tenga su misma cara. 

Ya he hablado muchas veces sobre mi papá, pero me ha faltado confesar que procuro no publicar muchas fotos de él para que no vean en lo que me voy a convertir; no porque me avergüence, sino porque prefiero dejar más cosas a la imaginación y a la espiritualidad azarosa de algo que puede cambiar. Tampoco he dicho hasta ahora que toda la vida quise ser como mi papá, y debe ser por eso que cuando crecí viéndolo en su trabajo como jefe de entretenimiento, líder social y hasta maestro de ceremonias, me fui inspirando para escoger la carrera que escogí.

Pensaba en esto en pleno Mundial de Fútbol, mientras veíamos la final y hablábamos de futbolistas favoritos, siendo el de mi papá Pelé y el mío Maradona. Mi respuesta fue tajante, porque recién algunos días había vuelto a ver el documental de Kusturica sobre Maradona, donde uno ve al Diego llorando conmovido, contando que está seguro de que si no hubiera tomado tantas malas decisiones (con las drogas), hubiese sido más grande (con sus hijas).

Desde entonces esa fascinación por el personaje de Maradona ha estado en mi inconsciente, y no supe por qué hasta ahora, donde entiendo que es porque me acuerda de mi papá: por el fútbol, pero también porque es un héroe caído, un guerrero de betún en cara que sabe sacudirse el polvo ante la adversidad y eso lo hace merecedor de admiración ilimitada.

Cuando uno madura se da cuenta de que los papás también cometen errores, y que a pesar de todo eso siguen dando la pelea por uno; eso me impacta de mi papá, que aunque es un hombre que no llegó a ser todo lo que pudo, estoy seguro que terminará la historia siendo un 10 histórico y bárbaro, un Anakin Skywalker redimido del Lado Oscuro de la Fuerza.

Quisiera usar esta entrada para contar que voy a ser papá o algo así, a manera de giro dramático, pero no. Las noticias no cambian, lo que perdura es esa moral retorcida de guionista, la misma que me lleva a admirar lo excéntrico y desproporcionado como material creativo, y a darle gracias a Dios por la vida que me tocó. Esa moral será la misma con la que me juzgarán mis hijos cuando tenga que pedirles perdón por embarrarla y así comprueben que en gran parte soy lo que su abuelo me enseñó.

jueves, 9 de octubre de 2014

Mandos medios

Desde que me lancé a la freelancería acomodada, mi calidad de vida parece ir mejorando: ya no vivo estresado pensando en que me va a dejar el F28, ni llevado de la gastroenteritis por comer porquerías en la calle. Ahora trato de viajar en horas valle -que a ciencia cierta parecen no existir, porque Transmilenio va igual de lleno a toda hora-, y me movilizo selectivamente, saliendo de a poquitos. Debo confesar que esta Fiebre de las Cabañas se hace real no solo digitalmente, sino en mi vida cotidiana cuando empiezo a disfrutar el encierro y la ausencia de contacto.

Así que cuando vienen los neófitos empleados a pedirme consejos, como maestro Yoda del oficinismo que soy, les resumo todo en uno solo. Bueno, en dos: renuncien a su trabajo para perseguir sus pasiones, y el más importante: jamás peleen con la señora de cafetería ni con el guardia de seguridad. Es en serio. Eso asegura el éxito en cualquier empresa, porque detrás de esa María que ofrece agua y tintos, o de ese vigilante del que solo sabemos que se apellida Alba y es hincha de Santa Fe, se esconden los secretos más profundos de la humanidad.

El mundo está en manos de los mandos medios, de esos que nos ayudan en la casa con tareas que pordebajeamos pero que son vitales. Son los mismos que nos reciben el tiquete de parqueadero, nos sirven la comida en los restaurante, nos radican y sellan las cuentas de cobro. En esas manos reposa nuestra paz mental y financiera, y está bien que así sea, porque está claro que a más de un profesional le hace falta recordar que hay técnicos, tecnólogos y bachilleres que sostienen la pirámide, y que es por ellos que puede escalar y soñar con seguir engordándose los bolsillos gracias al ascenso que obtendrá tan pronto llegue de hacer su maestría en el exterior.

En mi época oficinista vivía insuflado de ira con los ejecutivos y levantado wannabe que levitaban, que exigían que cualquier interpelación hacia ellos fuese precedida de "doctor", que eran capaces de humillar a sus empleados cuando percibían que "olían a manteca" o cuando estos les exigían revisión de sus maletas, como su trabajo lo demanda. Pasaba mis días viendo cómo después de que trapeaban el piso con ellos, estos mandos medios eran obligados a volverse insensibles y a añorar con todas las fuerzas poder tener un peón debajo con quién desquitarse.

En parte, haber estudiado y trabajado con gente que tiene linaje de expresidentes me hizo valorar mi sangre muisca, porque soy hijo de un par de guerreros que al romperse el lomo por mí, me enseñaron que no merezco estar donde estoy, así como tampoco podría alardear de donde voy a llegar. Esta es mi vacuna en momentos de éxito mental, autorecordar que yo también fui practicante, que aunque disfrute viajar por el mundo, todavía tengo aliento a coca de almuerzo preparado la noche anterior, y a mucho orgullo.

Soy yo el afortunado cuando María, el señor Alba y todos los mandos medios que he conocido me dan la bendición de conocerlos, porque si de algo me sirvió haber pasado por una Universidad y por una Iglesia, ha sido para confirmar que es mejor estar debajo de quienes están debajo, porque solo a través de esos actos aparentemente ridículos es que está la sabiduría y la grandeza.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Una tusa para esta mesa

Hace poco estuve hablando con un hombre, quien me abrió su frustrado corazón para contarme que acababa de terminar con su novia. Eso no es noticia, y menos en Colombia, donde nos anestesiamos con la violencia diaria en pequeña y gran escala, casi como si fuese una sección más del noticiero. El punto es que el tipo contó que su ex lo mandó a volar bajo una excusa que, espero, alguien logre descifrar: "te dejo porque no te costó nada conquistarme".

Si yo quedé peor de desubicado, imagínese al pobre tipo, a quien la perorata le supo a todo menos a lógica. Y ese es el problema, hemos adoptado un sistema amoroso donde pensamos que en el amor no hay dolor. Nada más falso que eso. El amor también desgarra, demanda un rompimiento mental y personal donde uno se compromete a fondo con alguien en cuanto ese alguien también lo hace. Es un acto de negación afectiva donde ambos mueren para ganar.

¿Y qué pasa cuando uno de los dos decide compactar esas promesas y esperanzas para detonarlas con TNT? ¿Qué decir de aquel de lo dejó todo en la cancha, para que llegara un rival a gambetearse la pecosa que tanto ha cuidado? ¿Cómo no sufrir por amor cuando este se muere y por este se siente morir? ¿Cuando el amor se daña es mejor cambiarlo en vez de repararlo? Son preguntas a las que como seres humanos alguna vez nos hemos tenido que enfrentar, pues de rupturas amorosas e historias detrás de ellas está hecho el mundo.

No hay amor sin despecho, palabra que seguramente viene de la sensación oprimente de “perder el pecho”, en un rompimiento del corazón y del esternón de paso. Porque la tusa, bendito plato con aroma de postre y sabor a arsénico, viene siempre por sorpresa y con las más bajas motivaciones. Lo paradójico es que la decepción es una emoción con una fuerza equivalente al mismo amor: lo que unió con tanta pasión, termina separando con la misma potencia, dejándolo a uno con un deseo agresivo y descorazonado en el que caben todo tipo de reacciones, preguntas y desconciertos.

A uno no le dan cátedra para sobrellevar la tusa ni para evitar caer en ella, y eso por eso que se va aprendiendo a enfrentarla con lo que se tiene, que nunca será suficiente. La cabeza maquinando teorías conspirativas, el corazón ideando estrategias y los pensamientos desorbitados robándose la poca paz y sueño que quedan no son buenos compañeros de viaje hasta que el tiempo pasa.

Por esas y muchas otras razones, dedicaremos esta edición a hacer de tripas corazón, a volver a poner el pecheche sobre la mesa como quien va a diseccionar un sentimiento al que le huimos, pero que es inevitable y por tanto se vuelve algo que uno aprende a vencer y hasta disfrutar. No hay amores buenos ni malos, ni hay tusas buenas o malas; son cosas que uno sabe (tusa-bes) que en el fondo hacen crecer aunque no gusten, como la Emulsión de Scott.

Así que es momento de sacar el Kleenex, poner esas canciones que en sano juicio uno jamás cantaría a grito herido y entender que los sentimientos que no se enfrentan, se quedan a perturbar para siempre, pero que los desamores con los que uno aprende a convivir son esos que después liberan. Así como el tipo del inicio, quien ya apartó 3 ediciones de esta Mallpocket: una para él, otra para su ex y una para su nueva novia, quien no empezará de cero después de leer la carta del restaurante emocional al que se está montando sin saberlo.


Publicado en la Revista Mallpocket de Septiembre de 2014

jueves, 18 de septiembre de 2014

Brujería cristiana

Hace un par de años soñé que estaba con una amiga soltera y la veía quejándose airada, porque su novio nada que llegaba. Lo extraño es que en el sueño, yo sabía que ya tenía a alguien, y como nada más el tipo estaba a punto de entrar, le insistí en que se tranquilizara, que si ya estaba a la vuelta del pasillo para qué jodía tanto con la puntualidad, que ya era suyo.

Lo curioso es que cuando le conté este sueño, en lo real, mi amiga se rió algo incrédula mientras prometió darme la primicia "donde eso llegara a pasar". Mi sorpresa aumentó pasados 2 días exactos, cuando me llamó a contarme que acababa de comprometerse y que, efectivamente, su Shrek estaba a escasos dos centímetros de su corta vista.

Hasta ahí normal. He seguido con mi vida ufanándome de tener la cabeza entrenada como guionista, lo cual me ha permitido atar cabos en las vidas de otros, quienes no saben que secretamente les escribo sus vidas y hasta pronostico ciertos giros dramáticos, como buen Cupido local. Pero hace poco volvió a pasar, cuando soñé que otra amiga se ennoviaba, para sorpresa de todos. Le conté y naturalmente rió desconcertada, hasta que pasadas algunas semanas (esta vez la revelación llegó con más antelación) me contó que el sueño se había hecho real.

Antes de que me tilden del Nostradamus contemporáneo, o de un remake chibcha del tipo de Destino Final, quiero dejar claro que no tengo control de esto, que entiendo que es una especie de don inmerecido que no he buscado, que las palabras del tío Ben me taladran el espíritu, porque eso de que tener un gran poder conlleva una gran responsabilidad es cierto, y me da vaina ponerme a dañarle la vida a alguien imaginándolo haciendo lo que quiero.

Desde entonces, son varios los que me ruegan que me sueñe con ellos, pidiendo confirmaciones y señales para envalentonarse a recibir propuestas, o a decidir si irse por ese camino o no. A esos les digo que se retiren de mi presencia, porque si puedo pronosticar algo será un tramacazo en esa cabeza, a ver si sacuden sus pensamientos con lo que realmente deberían hacer; porque francamente, si dependiera de mis sueños su felicidad, hace mucho hubiera soñado conmigo mismo, que es lo justo.

De esos pánicos espirituales es que se nutre la brujería cristiana, o aquella bella práctica de torcer el brazo de Dios con oraciones y proclamas que tal vez no hemos sido llamados a levantar, de pedirle a otros que nos digan qué hacer, como si a Dios le quedara grande y no pudiera. Creo que Él no tiene intermediarios para hablarnos, aunque otra cosa es que a uno le dé mamera preguntarle o sencillamente disfrace el miedo de dependencia de él, como quien pide confirmaciones hasta para comer.

Es que siempre será más fácil pedirle luces a otros, cuando quienes tenemos que vencer el miedo a tomar decisiones somos nosotros mismos, mucho más cuando las bendiciones están al alcance de una embalada poco o nada calculada de donde deriva la plenitud y la sorpresa de lo eterno. Por eso disfruto viendo a mis amigas, felizmente comprometidas con personas que supieron correr el riesgo de entender que la voluntad de Dios es lo que uno escoge, y que hasta de un posible fracaso Él hará algo que nadie jamás imaginaría.

Iba a montar consultorio de brujería cristiana, pero para eso tengo este blog, el cual nació como un hijo no planeado al cual nunca abandonaré. Lo digo sin habérmelo soñado.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Sin Facebook

En la infancia, le tuve miedo a la oscuridad, al ropavejero y, aunque nadie me lo crea, a los perros rabiosos. Le tuve pánico a la canción de Los Victorinos, al opening de un programa llamado Monstruos, a la soledad y a Marilyn Manson. Todo eso lo vencí con ayuda de un vaquero cristiano del quien aprendí que el miedo hay que expulsarlo y no ocultarlo detrás de valentías infantiles, porque cuando uno crece se da cuenta que lo que no hizo de niño difícilmente resolverá de grande.

Pero los miedos nos acompañan en todas las etapas de la vida. Ahora le tengo miedo a que me chucen (el cuerpo en un callejón y las comunicaciones en un correo), a que me clonen las tarjetas, a un mal gobernante y a que me toque hablar de lo que no sé, porque eso sí que es puro irrespeto. Pero el peor de todos mis miedos contemporáneos ha sido desaparecer de las redes sociales, específicamente de Facebook, nuestra amada vitrina de vanidad.

No vengo a hablar de teorías sociales sobre eso, porque ya todo está casi dicho. Cuando decidí cerrar Facebook, en un acto de emancipación personal, me tuve que enfrentar a correos y llamadas (las que ya nadie hace) de amigos y conocidos intrigados, casi alarmados por mi desaparición digital. Que si estaba deprimido, que si stalkeando había visto algo indebido, que si los había bloqueado y por qué. A todos les contesté lo mismo: lo cerré porque nunca antes lo había hecho, básicamente por miedo.

Facebook me consumía mucho tiempo, y no está mal, porque de hecho perder el tiempo es sano; solo que llegó un punto en el que me sentí tan sobrevalorado que me aterré. Sufría cada vez que me agregaba algún desconocido, porque tras revisar los amigos en común, confirmaba que tal vez nos habíamos cruzado por la calle y jamás me di ni por enterado. Tengo mucho corazón como para no aceptar las solicitudes, porque en el fondo soy una madre que no quiere generar raíces de rechazo en nadie.

La vaina es que no tener Facebook en estos tiempos francamente es una estupidez, pues el tema ya no es solo socialización, sino de sobrevivencia. Un estudio ha demostrado que uno de cada diez jóvenes ha sido rechazado para un trabajo debido a su perfil en las redes sociales, y ese panorama no es alentador con quienes intentamos escapar del caché de Zuckerberg, porque no hay cómo rechazar a quien ha desaparecido.

No vengo a montarla de emancipado que ve a todos como entes alienados por el sistema, ni mucho menos. Cada quién puede hacer con sus redes lo que le venga en gana, solo que en mi caso me di cuenta de lo obsesionado que puedo llegar a ser con ciertos temas, al punto de preferir evitar andar en la palestra pública, contándole a personas lo que pienso, las cosas que hago o mostrando lo íntimo cuando en el futuro me arrepentiré de eso. No soy la gran cosa, pero de ahí a que muchas personas se enteren hay una gran diferencia.

Los miedos hay que enfrentarlos, no sepultarlos creyendo que debajo del tapete se pudrirán y desaparecerán. Ahora me siento menos informado de las vidas de muchos, pero un tanto más libre de preguntar lo que me interesa a quienes me interesan, los mismos que sabrán dónde ubicarme mientras me doy una vuelta por el universo, desintoxicándome de likes, invitaciones a jugar Candy Crush y chats privados que generalmente conviene nunca contestar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Puente

No sé de cuándo acá la muerte se volvió tan determinante para lo que escribo. Se podría pensar que soy un periodista olfativo esperando algún deceso para publicar algo, como ya ha pasado un par de veces. Pero la verdad es que para mí, la muerte siempre ha sido algo más habitual que la misma vida, porque solo con su llegada uno pude reconfigurar los recuerdos.

Así me pasó cuando me enteré de la muerte de Gustavo Cerati, uno de mis héroes en muchos aspectos y que de cierta manera aportó a muchas de las ideas y conceptos que he construido. Lo primero es hablar del colegio, porque si algo bueno me queda de aquel nido de ratas (al cual ya perdoné) son los recuerdos de la banda de rock en español que montamos, Caos, donde versionábamos todo tipo de canciones de Soda Stereo como una manera de resistir la presión de los curitas Dominicos. 

Con Cerati, muere lo que me quedaba del colegio: se van las tardes de conversaciones sobre la vida adulta y el amor, adobadas con torneos de International Superstar Soccer o Crash Team Racing en Play Station. Con Cerati se van los mil y un intentos de aprender a hacer cejilla en guitarra para tocar De Música Ligera mejor que los demás. Con Cerati se mueren los recuerdos de viajes a la finca del colegio en Anolaima, y de amistades imborrables que ya no existen.

Cuando escogí estudiar Comunicación Social, me daba risa pensando en Cerati, el mismo tipo que dijo que esa carrera era perfecta para gente que no tenía ni idea de qué hacer con su vida, pero tenía una idea creativa. Me daba risa pero de la nerviosa, porque me metí en esa vacaloca sin tener claro más que quería darle forma a los pensamientos que ya traía, a mi fe ardiente y a mis sueños de ver las cosas distintas. Y sigo sin saber cómo.

Fue así que en la universidad seguí recordando frases como esa, que siempre eran motivo de reflexión: "lo que seduce nunca suele estar donde se piensa", "me pasé la eternidad deseándote, no es momento para ser cobarde", o la clásica "poder decir adiós es crecer". Y es que pasar por una Facultad de Comunicación y Publicidad de cierta manera era un homenaje a Cerati, quien me inspiró a conformar una que otra banda para hacer temas propios, o simplemente tocar para rellenar el ego.

Tengo algunos recuerdos javerianos. Cuando trabajaba en lo que ahora es Ático, había sonidos que aligeraban mi jornada de monitor sin acceso a internet, musicalizaron uno que otro video institucional por encargo y hasta me inspiraron en el look. Porque hay que decirlo: así suene muy banal, mi pelo fue un homenaje a Cerati, porque el tipo la tenía clara en cuando al manejo de rulos, siempre los tenía en su punto. Creo que es momento de confesar que alguna vez llevé a la peluquería, en el Blackberry, fotos de Cerati para que el estilista se inspirara y diera forma con tijeretazos a cada uno de mis crespos. Pendejadas que hay que contar.

Pero si tengo un gran recuerdo de Soda Stereo, fue el día en que me enteré de que harían la gira "Me verás volver", por allá en 2007. Aunque nadie me lo crea, me emocioné como si viniera el mismísimo Jesucristo, porque Soda era una leyenda inconclusa cuando tenía 9 años, y ahí, una década después, ya podría disfrutarlos con uso de razón y dos dedos de frente. Me enruté a comprar boleta general, que recuerdo era roja y me costó algo así como 86 mil pesos, algo que no me importaba en aquella época de pobreza universitaria.

Puedo decir con mucho orgullo que ver a Soda Stereo en vivo ha sido una de las cosas más bonitas que me ha pasado en la vida. Primero porque era tener la posibilidad de ver en vivo las canciones que gritaba en la intimidad, o que acompañaron una que otra tusa escolar. El bendito poder de la música y el recuerdo de escenas que van ligadas a nuestras experiencias, que en últimas es eso lo que nos engancha y extrañamos de los difuntos, lo que pudieron aportar desde su lejanía a nuestra construcción de criterio.

Cerati duró 4 años en coma, y eso sí que es mucho aguante. Aguante para unos, estupidez y atropello para otros. El tema de su muerte llevó a que mi mamá me dijera que donde a ella le pasara algo así, me exigía que le pusiera música cristiana de fondo, le apretara la mano y la dejara ir, porque la inmortalidad se hace en vida y no en tiempos muertos. Le dije que ante todo tenía amor para darle ya, porque si algo aprendí de Cerati fue que el amor es ese puente que nos une. 

"Cruza el amor, que yo cruzaré los dedos"


lunes, 25 de agosto de 2014

20 años de grandes éxitos

Todavía recuerdo con exactitud lo que estaba haciendo el 31 de diciembre de 1999. Y lo digo con una suerte de orgullo, pues para la fecha era un preadolescente de memoria y gustos precoces, y con muchas dudas existenciales y personales. Ya empezaba la hora cuchi cuchi, las 11 de la noche, fracción de tiempo que ha servido de escenario para chick-flicks, fiestas y comelonas familiares. Era el fin de una década, era un cambio de vida, era un riesgo.

Por esas épocas se le temía (mucho más que nunca) al tan sonado “fin del mundo”, mucho más cuando el monstruoso Y2K asomaba sus garras amenazantes con retrasar la humanidad desde las tecnologías. Si me lo preguntan, a lo único que le tenía físico pavor del Efecto 2000 era a que se me dañara el Walkman, el mismo que tenía listo para las 12 en punto.

Para mí, la música lo era todo, y lo sigue siendo pero en menor escala; porque eso va pasando mientras crecemos: nos ocupamos de lo irrelevante que nos da dinero para dejar las pasiones atrás. Llevaba dos años largos tocando batería, oyendo Radioacktiva y creyendo que la salida era rebelarme contra los curas dominicos que pretendían educarme como un hombre de verdad, aunque en el fondo la desesperanza era mi religión.

Pensaba que si mi vida se iba a acabar, porque sin música no valía la pena pensar en un futuro, lo mejor era despedirme con los sonidos que por esos días le daban sentido a mi vida inyectados directamente a mis oídos. Fue así como preparé un casete con “Got The Life”, de Korn. A las 12 en punto le di play, olvidándome por completo de abrazar a mi abuela o a quien fuera, porque a nadie le gusta que lo interrumpan en un momento de clímax y menos cuando no vale la pena.

Murieron los 90 y arrancaron los 2000, que como una ola arrasaron musicalmente con todo. Atrás quedaron los años que vieron configurarse al Grunge y consolidar a la radio juvenil, para pasar a una década ecléctica donde se valía todo con todo, hasta fusiones culturales donde el pop de las Boys Band devoraría todo a su paso.

Todos tenemos una década favorita, pero como algunos de nosotros hemos vivido pocas no hay mucho de dónde escoger. Es por eso que no hay nada que nos recuerde mejor de dónde hemos salido que la música, aquella compañera de recuerdos y decisiones tomadas. Alguna vez oí que uno no escoge la música que oye, de hecho, que es ella la que se toma el trabajo de buscar y encontrar oídos que la disfruten. No pedí que me gustara Limp Bizkit, Los Fabulosos Cadillacs o Metallica, pero fueron sonidos de una época de mi vida y como tal permanecen en la memoria.

Por mi lado, debo confesar que hace años le perdí la pista a Korn. Lo último que supe fue que uno de sus guitarristas se volvió cristiano, cambió su vida y referentes musicales, tal cual como me pasó a mí, el que ya no recibe el año nuevo oyendo las mismas canciones de la adolescencia aunque a veces por el look pareciera que sí.



viernes, 15 de agosto de 2014

Cara de payaso

Con tanto nazi digital a uno hasta le da cosa trinar, comentar o siquiera pensar. Y es que la moda trollera es fungir de cruzado, al punto de andar detrás de quien se lamenta por un tema que no le compete, o la muerte de alguien a quien no conoció. Es mi caso, no del nazi, sino del cristiano de a pie que al enterarse de noticias de otro se deja afectar por eso.

Estaba frente al computador cuando por la radio me enteré de la muerte de Robin Williams, comediante de los grandes a quien admiré desde que lo vi siendo Mrs Doubtfire, luego el mozalbete de Jumanji y el creador de Flubber. No pensé que me fuera a afectar la muerte de un actor además de Chespirito, que no ha muerto, pero a quien sí prometo guardarle su buen luto por todo lo que significa para mí.

El punto es que varios medios empezaron a publicar que Williams anduvo sus últimos días sumido en la más rastrera de las depresiones, fruto de sus constantes luchas contra la cocaína y el alcohol. Aunque nadie me lo crea, cuando me entero de que alguien muere, o se suicida sin haber logrado la victoria sobre sus aflicciones, me aterro y paralizo, porque he pasado mucho tiempo pensando en la eternidad como para no valorar a quienes se la van a perder.

No sólo extraño el talento del personaje desaparecido, (ando pegado a The Crazy Ones y ahora sufro al saber que se tendrá que acabar) sino que también duele el hecho de apostar qué estaba pensando y sintiendo para tomar la decisión que tomó. Lo cierto es que, para mí, Williams no se veía a sí mismo como el resto de los humanos tal vez lo vimos. Esa justamente es la gran paradoja del artista, de la misma que cantaba Joe Arroyo y que se despliega también a los comediantes: se aparenta una cosa, se vive otra y la gente no entiende eso.

Y no está mal del todo, pues el artista sabe que maneja roles y círculos sociales donde son pocos los cercanos que logran entrar a su camerino, aunque muchos aguardan afuera creyendo que lo que ven en escenario es del todo real. Entonces viene el sufrimiento de sentirse amado como artista y no como hombre, además de los demonios internos que todavía no terminan de salir de la cabeza y que generalmente golpean al bajarse de la tarima, pues el artista es altamente sensible y por tanto deprimible.

Ya he dicho que cuando se es comediante o creativo, se vive rabioso, abrumado y mentalmente en pugna. Los estándares que uno pone cada vez más van subiendo, pues todos esperan nuevos niveles de comentarios hilarantes y actuaciones difíciles de sobrepasar, lo cual lo convierte a uno en un ser imposible de sorprender, adicto a la aprobación y con menos tolerancia al fracaso que antes.

El comediante es tan inteligente que cohabita con la oscuridad, y creo que justamente eso es lo que le hace gracioso, el hecho de tener que enfrentar con humor la dureza de su realidad. Lo amargo es cuando esa fuerza creativa se desboca y se convierte en un tsunami emocional que termina con acabarlo todo. Eso es lo que me entristece, ver una mente brillante desaparecer producto de no aterrizar esa habilidad de separar el cómo me veo, del cómo soy; alguien que no conectó que la admiración de la gente está por debajo del autoconcepto y que se podía vivir a plenitud superando la frustración.

La pérdida está y no queda más que quedarse con la idea, aunque tal vez sea falsa, de que el artista desaparecido, un Williams, un Van Gogh, un Andrés Caicedo, en su tormentosa genialidad terminaron cegándose por sus propias emociones, y que de no haberlo hecho así,  tal vez nos hubiesen dado el privilegio de aprenderles un poquito más.


viernes, 8 de agosto de 2014

Fallas de origen

Cada vez se hace más difícil alimentar a este hijo bobo que tengo por blog, el único que me hace posponer una maratón de Breaking Bad o dejar de estudiar bajo, adicciones en la que gracias a Dios volví a caer. Escribir me desgasta más que cualquier cosa, porque cada vez que lo hago siento que lo dejo todo en la cancha; lo malo es que no hay sauna ni turco para el cerebro más que la misma calle, o un cambio de actividad, que siempre traduce gastar plata o tener contacto social.

Entonces me remito a mis coterráneos y a sus historias, porque cuando exprimo toda mi vergüenza en público no tengo de dónde más agarrarme que de lo que otros me cuentan. Hace poco estuve hablando con un hombre, quien me abrió su frustrado corazón para contarme que acababa de terminar con su novia. Eso no es noticia, y menos en Colombia, donde nos anestesiamos con la violencia diaria en pequeña y gran escala, casi como si fuese una sección más del noticiero. El punto es que el tipo contó que su ex lo mandó a volar bajo una excusa que, espero, alguien logre descifrar: "te dejo porque no te costó nada conquistarme".

En un libreto, ahí acotaría corte directo a otra escena, o hasta un inserto de un mico tocando los platillos dentro de mi cabeza, porque francamente sigo sin pillármela. Lo único que puedo concluir es que entrando al año donde Marty McFly flotaba en su patineta, seguimos construyendo esquemas rococós del amor y las relaciones que, sin querer queriendo, detienen el avance de la humanidad entera, casi como quien tiene la rueda para movilizarse e insiste en usar un cuadrado sin pulir.

Debo decir que la cultura del sufrimiento, del "Preocúpate cuando las cosas sean fáciles porque puede significar que su valor sea escaso" me parece acertada en primera instancia. En el amor funciona, y lo digo como libretista de televisión que soy, porque uno define la validez de las historias de amor en la medida en que son dignas de visualizarse, debido a la lucha y a las constantes oposiciones que vence una pareja para consumar su amor. Las historias amorosas en pantalla juegan a eso, a complicarse la vida porque quedan otros 118 capítulos por rellenar entre el capítulo uno, donde los protagonistas se conocen, y el 120, donde terminan casándose.

No quiero sonar a un Martín-Barbero de la era bloggera, pero es imposible no apelar a la definición técnica del asunto, donde además se está hablando de un high concept que sostiene una mentalidad: lo bueno cuesta, es caro y debes sentirte culpable si lo conseguiste con menos alteraciones de las que esperabas. Surgen preguntas: ¿Y si no sufriste, no fue amor? ¿Debe ir el amor, la plenitud y la consecución de los sueños personales ligado al dolor? ¿Es la vida como un gimnasio donde el éxito se mide por calorías quemadas y lágrimas derramadas?

Nacemos imperfectos, sobre todo de mente, conceptos y referentes empaquetados en miedos que gente como yo fabrica en las cabezas de la gente cuando los sienta a ver sus historias, donde todo es color de hormiga y muta a color rosa para que valga la pena haber pagado la boleta. Tenemos demandas sociales y emocionales que dictaminan cómo deben conquistarnos, querernos y demostrarnos interés. ¿Y qué si nuestras historias de amor no calcan lo que pasaba en Sweet November o en Betty la fea?

Nacemos imperfectos, y la cosa se pone peor cuando esperamos que otro nos perfeccione y complete. Esa imperfección se mantendrá hasta que entendamos que lo somos, y que las expectativas que tenemos frente a la vida y el amor no deben ser ciento por ciento cumplidas, porque esto no es ficción. No soy partidario de conformarse con lo que tocó, pero creo que hasta para esto, para dejarse sorprender con lo impensable, hay que aprender a renovar la forma de pensar. Decía una amiga que cualquier historia de amor verdadero es digna de contar, por más simple que parezca. Entonces, ¿por qué no eliminar esas fallas de origen, ese ruido blanco que no deja ver lo lindo de lo simple?

Ahora mi reto será escribir historias televisivas que partan de esto, de lo idiotas útiles que le somos a un sistema de pensamiento que deliberadamente nos acartona, cuando tal vez el amor, literalmente, quiera sorprendernos a la vuelta de un salón comunal, o en una fila de banco, o en cualquier lugar donde el romance también dependerá de quien se deje sorprender por él.


martes, 29 de julio de 2014

Memorias de WhatsApp

Llevo un buen tiempo encomendándole mi memoria y sociabilidad a 'El Joe', como se llama mi celular. Soy de esa clase de personas que disfrutan bautizando sus objetos inanimados, obligando a los demás a que se refieran a ellos con nombre propio. El Joe es útil, pero cobró mucho más valor cuando empecé a usar WhatsApp, que más o menos fue el mismo día que lo compré.

Es que esta aplicación de chat es casi imprescindible para triunfar. Así de extremo, porque resulta que gran parte de mi vida se resume en sus grupos y conversaciones. Ahora estoy metido en tres grupos de trabajo, donde estoy conectado con gente importante a la que admiro y por eso temo embarrarla dándomelas de chistoso enviando memes, pero también quedándome callado y pasar por grosero cuando dicen que "Era gol de Yepes" y no me río.

La tensión aumenta cuando escribo sin confirmar que sea el chat adecuado, porque no me permito errores básicos como compartir links que no he revisado, hablar de lo que no se conoce o equivocarse de conversación, siendo este último superado por las neurosis que produce escribir mal. Me doy duro cuando pasa, y luego pienso que es una tontada que nunca hubiera pasado si la conversación se hubiese dado en lo real, en el 1.0.

WhatsApp es la manera en que me contactan, como la batiseñal digital que titila y suena con un par de campanazos. La vaina es que me desencajo un poco cuando oigo el pitidito, el cual indica que es hora de ponerse las gafas, conectarse, escribir, enviar, o en el mejor de los casos simplemente responder. Pero como también estoy en un grupo de amigos, donde cuadramos viajes y demás eventos de socialización cristiana a los que llamamos 'farras', siento el impulso innecesario de hablar, o enviar canciones, o algo que indique que sigo vivo y buscando oír risas grabadas para alimentar el ego.

Los grupos de WhatsApp, y en general sus chats, tienen la facilidad de exagerar, generar malentendidos y sobredimensionar las ideas, tal cual como lo haría Messenger en su época. Estas vainas para mí tienen su lado satánico, porque uno nunca es lo que chatea sino una caricaturización o exageración encarnada en letras. El grado de maldad de este app aumenta gracias a la opción que no tenía MSN, que era confirmar el recibido y además leído del destinatario, que según muchos ya es un síndrome causante de divorcios.

Y es que en los chats uno puede mostrarse en una versión beta de uno mismo, de ahí que haya tantos enamoramientos digitales y malentendidos básicos, porque no hay emoticones que reemplacen la proxémica con la que uno hace algún comentario, las reacciones y las caras que nos evitan tener que escribir el triste "No mentiras".

Ya con el problema planteado, no pretendo desmontar el sistema ni mucho menos, pues soy el más feliz de poder resolver las cosas fácilmente, sin tener que gastar más plata y en correspondencia a la era en la que vivimos. Simplemente tenía que contarlo, en un intento de no defraudar a los que leyeron lo que escribí de Starbucks y creen que se encontraron con un filósofo digital con cara de bachiller. A todos ellos les digo que soy más divertido chateando, pero en persona y haciendo XD con mi propia cara.

jueves, 17 de julio de 2014

Estarbocs

Me gusta que la gente pelee por lo suyo, sobre todo cuando de creencias y principios se trata. Pero francamente, a mí sí me cansa la indignación de muchos por bobadas. Ellos, los mismos que se tocan porque nos relacionan con Pablo Escobar, o porque nos hacen memes cocainómanos, generalmente reaccionan con tal grado de violencia y predisposición que pareciera confirmar la inestabilidad de su identidad, como si las declaraciones de alguien pusieran en tela de juicio lo que en realidad somos.

El caso, de los mismos creadores de "Quejémonos con la Cancillería de todos los países del universo", llegan los enemigos de Starbucks, la compañía que comercializa y vende café (de aquí, por cierto) alrededor del mundo hace más de 43 años y que ahora llega a Colombia. La gente reacciona indignada, que eso daña a nuestros cafeteros de yipao andante, que ahora sí debemos comprar local, que pobrecito Juan Valdez y qué pecado con Conchita y así. La verdad, no tengo nada en contra de lo nuevo, pues ese delirio chovinista que me enceguecía con lo local se ha ido curando desde que empecé a viajar.

Entré por primera vez a un Starbucks en Los Ángeles, a tomar frappé en compañía de amigos colombianos. Nunca se me va a olvidar el impacto que me produjo ver a la gente con sus computadores y demás dispositivos escribiendo, algunos pasando allí todo el día con la tranquilidad y paciencia que se adquiere cuando se vive con mentalidad de primer mundo. Fue tal el impacto, que me distraje y dejé una cámara prestada sobre una mesa que, por error, fue balanceada y mandó la cámara a volar. Nunca se me va a olvidar el impacto de la pobre Nikon.

Años después, y ahora en otra estación climática, visité varios de estos cafés en Nueva York. En ese viaje, Starbucks tradujo Wifi y baño gratuitos, y un escampadero ante el inclemente invierno, porque como no tomo café no le veía la utilidad hasta que me dio por pedir un chocolate caliente, de esos que marcan a nombre propio y que para uno, nacido y crecido en el antiplano cundiboyacense, son manifestaciones de cariño en medio de una fría comunidad mundial. Fue tal el recuerdo que hasta le tomé foto:



La verdad, cuento esto no porque me sienta superiormente moral por el hecho de haber conocido Starbucks por fuera de Colombia, ni porque ya no vaya a hacer fila como muchos de mis paisanos. Es solo que las realidades afuera son distintas y cambiantes, y a mi modo de ver, cada quién verá qué hace con su plata y su tiempo, así como con su vida y las decisiones que toma.

También pienso, como torpe economista que todavía cuenta con los dedos, que la cosa se pone más interesante con la competencia, cuando el mercado se ve con posibilidades de repartirse ante nuevas ofertas. Es lo mismo que pasa en el terreno emocional, del cual puedo hablar con la propiedad de quien ha fracasado con mucho éxito. Puedo hablar, pero no se me antoja.

El punto de todo esto es que no es sólo la oposición frente a una nueva cafetería (que en serio, eso es lo que es), es más darnos cuenta de lo complicados que somos como colombianos, además de desocupados y trascendentales con tendencia a la indignación cuando quienes no nos conocen opinan. Creo que cuando nos tocamos tan fácil por lo que otros dicen, revelamos lo débiles, tristes y vulnerables que en realidad somos. He ahí la razón de por qué me gasto toda la plata en viajes, porque es mi forma de invertir en pensar diferente y criticar de lo que conozco, no de lo que creo suponer.

martes, 8 de julio de 2014

Mediocridad

Hay días en que no quiero dar más, en que disfruto alzar la frente y gritarle al mundo entero que 'me eché a las petacas', bella expresión que junto a 'con todo respeto', resumen para mí la esencia de muchos de nosotros, colombianos que ahora adoramos a Pékerman cuando antes ni nos importaba la tricolor. No es un reproche, de hecho voy lunes en esta perorata; sólo me gusta pensar mediocremente, sin mucha profundidad.

A veces hace falta liberar el pequeño surrealista que habita en la cabeza, el responsable de ideas chistosas pero también de la procastinación, término que uno utiliza cuando sabe lo que hace, porque quienes ven de afuera simplemente le llamarían 'vagancia'. Pero no, porque en esta era uno necesita aprender a desfogar la energía creativa perdiendo el tiempo con total sanidad. 

Por eso paro el trabajo de escribir para simplemente mirar al techo, revisar Facebook, responder en Twitter, seguir cualquier link que me presenten, salir a dar una vuelta. Es un placer aprender a procastinar, porque sin esas pausas uno viviría más abrumado y fregado de pensamiento, creyéndose que la vida es trabajar y entregar cuando también es ver fútbol con tranquilidad.

Pero esto lo aprendí de grande, porque en el sistema académico dominico que crecí, que para mí traduce 'Coco' (corrosivo y coersivo), me abrochaban con castigos y reprimendas cuando me distraía. Esos curas no sabían que mi fortaleza estaba justamente ahí, en no prestarle atención a las clases con fórmulas y exactitudes por andar pensando en historias para el fin de semana.

A veces me gusta la mediocridad, porque es una manera de confiarle al destino, al azar, al hipismo o al mismo Dios que las cosas se han de solucionar sin mi intervención. Cuando escribo mediocre, es porque en el fondo espero que todo se solucione solo, ya no desde lo que plasmo, sino desde cómo la gente lo apropia en su cabeza, ojalá con la misma mediocridad con la que fue escrito.

Es que la presión de permanecer descrestando desgasta mucho. Me siento como árbol de olivo al que le quieren sacar el aceite bajo presiones extremas, y es un privilegio; pero cuando uno ha pasado la mayoría de la vida navegando armónicamente gracias al talento natural, llegar a volverse profesional hace que cada palabra que se escribe compruebe que se puede vivir de eso, que cada artículo, línea o tuit se vuelven referentes de qué tan buen escritor se es, y nadie espera que se haga algo de menor categoría.

Por eso, ahora como que me dan ganas de demorarme más escribiendo, como una forma de seguir siendo bueno de puertas para adentro y no exponer lo mediocre que en realidad puedo llegar a ser. En el fondo, uno escribe con miedo a que alguien tome una lupa y con detalle se fije en lo incompetente e impostor que es, porque uno se conoce y sabe que aunque la cancha esté despejada, para anotar se requiere de talento, y ese a veces no viene ni con mucha disciplina. Por eso avalo la procastinación, porque es la excusa perfecta para no triunfar.

viernes, 27 de junio de 2014

Me perdí el Mundial

Con todo esto de la freelancería, aquella bella práctica de prostituir el talento con varios clientes, sin mucho compromiso y a cambio de pagar recibos e icetexes, no me ha quedado tiempo para escribir. Eso, y además Colombia en el Mundial, un suceso que francamente me perjudica la concentración y hasta el ánimo.

Es que eso es lo que me gusta de los Mundiales, que despiertan ese lado deportiva de la cual carezco. Y como la gente lo ve a uno aficionado al Mundial, asumen que uno es un experto del balompié, que sigue la Champions o algún equipo en particular. Lo mío es más la mediocridad, el subirse al bus de la victoria por la puerta de atrás, sin pagar y además a pedir silla. Eso me pasa con la gente de la nueva oficina, quienes me preguntan por probabilidades, estadísticas y hasta técnicas, a lo que yo respondo como si supiera de lo que hablo, confundiéndolos y sintiéndome un Carlos Antonio Vélez menos arrogante y mucho más lindo.

Cuando me enteré de que la sede de esta Copa del Mundo sería Brasil, honestamente pensé que debía ir. Pero con el paso del tiempo, se volvió una de esas intenciones postergadas que de año en año se fueron aplazando hasta que llegó el día en que un amigo me contó que se largaba para Sao Paulo, que ya tenía todo listo y que si nos íbamos. Me emocioné por él, y no tanto por mí, porque estaba a punto de ser contratado en un proyecto y no podía dejarlo colgado de la brocha, al proyecto, así que le di mi bendición sacerdotal y lo mandé como corresponsal de mi alegría.

El tipo ha seguido a Colombia en Belo Horizonte, Brasilia, Río de Janeiro y además ha conocido gente de todo el mundo. No lo envidio, porque lo mío esta temporada es quedarme quieto, facturando a punta de teclas y escritos de todo tipo;  pero no puedo negar la desazón que me generó el día en que me contaron que el proyecto por el cual me quedé se cayó, y que gracias, que la puerta es por allá, te llamamos cualquier cosa y esas frases que también me han dicho mis exnovias cuando me terminan el contrato de manera intempestiva.

Pues es eso, que uno le apuesta a decisiones en la vida, a sabiendas de que debe decirle que no a otras opciones, y que el riesgo de fracasar también está latente. Nunca suelo echarme culpas cuando escojo mal, porque con la angustia de quedar desempleados que tienen en esta oficina basta; pero sí pienso en que todo en la vida es aventura, y en que no hay manera de aprender si no es embarrándola alguna vez.

Ahora que soy el Diego Costa de las decisiones laborales, me da vergüenza pensar en las otras ofertas a las que les dije que no, porque nadie quiere trabajar con gente indecisa y que luego llama a preguntar si quedó pega del banquete al cual lo invitaron. Lo nostálgico crece mientras tecleo en el computador de la oficina en desalojo, donde puse mis expectativas y opciones, pero también donde vi fútbol todo el día. Fútbol mundial que se parece a la vida, donde nadie sabe lo que se viene pierna arriba detrás de una decisión aparentemente infortunada, ya sea una renuncia o hasta un mordisco.

martes, 24 de junio de 2014

Chespiritualmente

Decía Vito Corleone en El Padrino que un hombre que no pasa tiempo con su familia, nunca será un hombre de verdad. Debe ser por eso que después de seis hijos, doce nietos y cuatro generaciones de latinos congregados en torno a sus programas, Roberto Gómez Bolaños puede darse por bien servido ante el título noble de ‘Don’ con que todos lo tratamos. Admirado por deportistas y artistas de todos los gremios, condecorado por Presidentes y centro de múltiples homenajes en todo el continente, Chespirito es el único gran latino que se precia de ser universalmente local.

Futbolista de infancia, boxeador de juventud e ingeniero de intención, Roberto Gómez Bolaños primero se hizo adulto antes de ser la celebridad latinoamericana que ha sido. Pocos saben que el creador de El Chavo del 8, el Chapulín Colorado y demás miembros de su familia emparentada con las letras CH –o letra, según el purismo y la decisión de la RAE cuando se lea esto-, usó por primera vez sus trajes colorado de antenitas y camiseta roída, respectivamente, pasados los 40 años, en una década setentera donde el mundo todavía no era consiente de su genialidad ni del poder de la pantalla televisiva.

Don Roberto inició su carrera como escritor casi por error. Cuenta en su libro biográfico Sin querer queriendo que tras tomar la decisión de abandonar la facultad de Ingeniería por sentirse aburrido, revisando los clasificados dio con un anuncio: “Se solicita aprendiz de productor de radio y televisión y aprendiz de escritor de lo mismo”. Estando allí, resultó que la fila para escritores era más corta que la de productores, y como buen latinoamericano con cierta malicia indígena, se fue por la opción corta sin saber el giro dramático que escribiría con su propia vida.

Pocos conocen que Chespirito viene de un apelativo ingeniado por el director de cine mexicano Agustín P. Delgado, quien tras leer los primeros argumentos de Gómez Bolaños, le dijo que era un pequeño Shakespeare, un Shakespearsito, además aludiendo a sus 160 centímetros de estatura. Curiosamente, la latinoamericanización de sus comedias empezó al apropiarse de este mote, Chespirito, como un presagio de una pluma virtuosa que llegaría a ser de talla internacional.

Tras múltiples trabajos en escritura publicitaria y de guiones para radio y cine, Chespirito llegó a la televisión cargando todo un legado cómico heredado de experiencias y referentes como Shakespeare, Chaplin y por supuesto Cantinflas, a quienes siempre reseñará como tres de sus grandes influencias. La pantalla televisiva, ese cíclope electrónico que en otras épocas congregaba familias enteras, sería un elemento determinante para la consolidación de su legado, pues desde finales de los 60 con Sábados de la fortuna, Cómicos y canciones y el recordado Los supergenios de la mesa cuadrada lo empezamos a dejar entrar en nuestros hogares.

Y empezaron a nacer personajes: El Doctor Chapatín, excéntrico y cascarrabias anciano que dicen, o les late, que hizo su juramento hipocrático con el mismo Hipócrates presente, aludiendo a su longevidad. Luego apareció Chaparrón Bonaparte, un chifladito pero inofensivo vecino que además de ser pariente lejano de Napoleón, sufre de un síndrome físico-epiléptico llamado chiripiolca. Por ahí también desfilan El Chómpiras, un caquito que no es capaz sino de robar sonrisas; el Chapulín Colorado, el héroe latinoamericano por excelencia; y el Chavo, un niño que viéndolo bien, es el epítome de la niñez latina: amiguero, soñador, pobre, pero sobretodo ingenuo.

No es arriesgado afirmar que Chespirito es el personaje televisivo latinoamericano más emblemático de todos los tiempos, encarnado en más de 40 años vigente al aire, a pesar de que sus comedias dejaron de producirse en 1995. Resulta curioso y exclusivo que sea el único programa de televisión emitido por todos los países de Latinoamérica, los cuales tienen por lo menos una emisión de sus programas en alguna cadena local.

Es claro también que la influencia cultural de sus personajes ha permeado todas las esferas sociales de los latinos, e inclusive de ellos hacia el mundo: no en vano Matt Groening, creador de Los Simpson, diseñó un personaje latino con pinta de abejorro, The Bumblebee Man, porque según él, siempre que veían la televisión latina, salía un personaje con antenitas y traje rojo, lo que para él confirmaba lo más latino de la televisión.

En 2007, las nuevas generaciones vieron nacer una aproximación de la obra de Chespirito, gracias al surgimiento de El Chavo animado, programa realizado de manera digital y que gracias a la animación y sonorización, ha prolongado a los personajes de Roberto Gómez Bolaños en una nueva versión, que a la fecha lleva siete temporadas al aire. Eso y un videojuego, El Chavo Kart, que en plataformas como Xbox y Wii también ha roto récords en ventas.

A estas alturas es imposible preguntarse el por qué de tal éxito, y si un clásico cultural se fabrica intencionalmente. Seguramente la respuesta no se obtendrá desde la teoría, pero en la práctica se puede rastrear que Roberto Gómez Bolaños siempre ha jugado a escribir un entretenimiento sano sin muchas pretensiones, donde la ternura y el respeto familiar ha sido una constante en sus creaciones y situaciones cómicas.

Chespirito confirma que las raíces culturales de Latinoamérica tienen forma de CH, pues la reverencia y devoción de millones de fanáticos en todo el mundo ahora tienen a todo el continente elevando plegarias por su salud. A sus 85 años, Don Roberto está radicado en Cancún, respirando a la altura del mar y escribiendo, porque finalmente uno no deja de hacer lo que ama.

Cuando se le pregunta por el legado con que quiere dejar, Don Roberto solo atañe a decir que quiere que lo recuerden como un hombre bueno. Más que eso, es un hombre de nuestra familia, que desde el otro lado de la pantalla nos acompañó y nos vio crecer. Chespirito es un hombre de verdad que perdurará por siempre en el legado cultural de todo latino que pise la tierra.


Publicado en la edición de junio de 2014 de la Revista Mallpocket

lunes, 9 de junio de 2014

El efecto Tetris

Pero si hubo una actividad escolar que recuerdo, era el jugar Tetris en Gameboy, prestado, porque jamás pasé de un mini atari que me gané peleando en una piñata. Todo esto lo empecé a desempacar de la cabeza con una noticia que leí, donde contaban que por estos días se celebran 30 años del Tetris. La verdad me puse a pensar en eso, como siempre me pasa, que me trasnocho pensando en irrelevancias mundiales como por qué murió Ayrton Senna, o en la importancia de la química para la humanidad.

Resulta que el Tetris es adictivo, y va uno a ver y sí, porque lo simple bien armado es lo que nos gusta ver, leer y escuchar. Así somos con todo lo que consumimos, inclusive si es un juego ñoño de mover y acomodar figuras. Yo, que me obsesiono fácilmente con pendejadas, como comparar los olores de los jabones de manos en los centros comerciales, dejé de jugarlo hace mucho, cuando empecé a ver a la gente y a las cosas con formas acomodables entre sí.

A uno le gusta jugar Tetris porque así la monte de open-mind, a todos nos encanta ordenarlo todo, encajar situaciones y cuanta vaina conocemos, en un intento de darle sentido a la realidad. Nos gusta solucionar las cosas y tener todo dentro de nuestro marco y control; y cuando llegan los bloques inesperados, los de formas incompatibles, pues los acomodamos en medio del caos.

El Tetris borra las formas mal encajadas cuando se alinea una fila, ¿y a quién no le interesa ver sus embarradas desintegrarse? Ahora que lo pienso, es hasta cristiano todo esto, por el hecho de que embarrada tras embarrada, o problema inesperado tras problema inesperado, llegue un borrón y cuenta nueva, como siempre pasa con Dios.

Ahora me relajo un poco, primero porque sólo tengo espacio en la cabeza para el Mundial, cosa que me apasiona; pero también porque sé que nadie va a leer doctrina espiritual en plena época de carnaval deportivo interplanetario. Por eso me dan ganas como de cerrar el Mac y migrar a otra pantalla, donde me dé por bien servido acomodando goles mentales en los pies de otros jugadores, ya que en lo real jamás lo pude hacer.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Ojalá consigas lo que deseas

Hace un tiempo, un tipo de esos que lo tienen todo menos mujer, se aventuró a flirtear con una vieja que a algunos siempre nos ha parecido maravillosa. De mundos diferentes pero con objetivos parecidos, la nueva pareja nos sorprendió a varios, envidiosos entre dientes, como somos todos con la alegría de nuestros contrincantes aunque lo neguemos. La vaina iba tan bien que resultó sorpresivo cuando terminaron, sin dar razones ni tanta alharaca como cuando se ennoviaron.

Ahora uno los ve alejados, con cierto remordimiento pero sobre todo cargados emocionalmente, porque a la gente ahora no la preparan para el fracaso amoroso, sino que le enseñan que con Dios todo debe ser sí, así sean estupideces las que uno le pide en oración. Para mí, la oración y todos esos deseos personales que la adornan deben estudiarse con meticulosidad, porque nadie sabe lo que pide hasta que lo recibe.

Por ahí aprendí cuando estudiaba en Cuba que hay una particular forma de maldición griega, uno de esos insultos que nadie entiende pero llevan una peligrosa carga negativa de fondo. De hecho, todo el mundo lo ha pensado, y es que lograr el objetivo por el cual uno tanto se ha molido puede ser la razón para quedarse sin razones. No en vano, Óscar Wilde decía que en este mundo hay dos tragedias: una es el no conseguir lo que se desea, y la otra conseguirlo. La última es la peor.

"Ojalá consigas lo que deseas" es justamente esa paradoja de recibir lo que uno tanto soñó, para darse cuenta que ese anhelo venía cargado de tantas responsabilidades y complicaciones que era mejor no pedirlo. Es lo que me pasa ahora, que tras años laborales estables vuelvo a ser perropunk y freelance. Le pedí a Dios que me bendijera con trabajos donde pudiera ser libre, y se lo tomó tan en serio que ahora soy esclavo de mi propia libertad.

No estoy siendo malagradecido, ni mucho menos. Solo creo que cuando se consigue el objetivo es cuando realmente empiezan los problemas: cuando llega esa oportunidad soñada uno tiene que estar preparado para no desentonar, porque si se pide se recibe, aunque lo sensato sería aprender primero a pedir.

Volviendo con la historia, el tipo ahora sigue solo y la muchacha también, algo arrepentidos de no haber calculado el costo intrínseco del sacrificio. Yo vivo acompañadísimo de trabajo y ocupaciones que no tienen forma de personas, sino de letras y cuentas de cobro, porque a escribir para varios clientes es a lo que he sido llamado mientras me llegan las cosas que todavía ni he pedido ni imagino que me tocan.