lunes, 28 de diciembre de 2015

Siempre es nuevo

¿Podremos exprimir la creatividad a finales de diciembre hasta obtener algo decente? Es una pregunta difícil, casi que de Miss Universo, porque a estas alturas el año ya agoniza, y con su muerte se ven caer los cadáveres de quienes tratamos de exprimirnos la cabeza buscando algo. Llega diciembre, y trae alegría, pero también cansancio acumulado, frustraciones de lo que no se logró, culpas por lo que no se hizo, entre muchos pensamientos.

En mi caso, extrañamente, ya no son tibios ni grises, porque aunque mi costumbre es olvidar lo vital, no puedo dejar pasar que este año di el salto a nuevos retos: viví la incomunicación social, descubrí un enemigo espiritual, viajé al futuro para tener mi crisis de los 30,  entré al Madmediano mundo de la Publicidad, gané enemigos gratis por decir lo que pienso, pontifiqué de la amistad y el amor y fui libre de deudas. Son cosas que de no ser porque las escribo, seguramente ya habría olvidado.

Basta con ejercitar la memoria para darse cuenta de que hay muchas razones para estar agradecido, sobre todo por los desaciertos, porque cada uno de ellos trae algo nuevo. Y eso ha sido este año, un fracaso exótico que detonó en un gran final lleno de nuevo material viejo, un escarbar en el pasado para terminar descubriendo que uno no es lo que va a ser, sino que siempre lo ha sido. 

Para mí, eso de que somos libros con páginas en blanco que se van rellenando ya no es tan cierto. Este año me fue enseñando que desde siempre hemos sido libros escritos, por Dios, que lo único que piden es que alguien los lea. En ese sentido, uno ya tiene todo lo necesario para enfrentar lo que vendrá, que siempre es nuevo porque nosotros, curiosamente, no seremos los mismos. 

Como no quiero ser el Arjona de la era bloggera, creo que el cierre debe ser corto, preciso, sin pretensiones ni frases enredadas. Termino este 2015 haciendo una minuciosa lectura de mí mismo, para darme cuenta de que lo mejor ya está en camino, y este apenas es el comienzo. Lo escribo contento y emocionado, con unos tiquetes en la mano, con destino a la ciudad de la furia, desde donde espero experimentar lo nuevo, o por lo menos algo diferente para la mente.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Costo de oportunidad

Aprender de la vida es de lo más barato que hay. Basta con salir a la calle, fracasar un poco, dejarse atracar, exponerse, comer en un parque y muchas otras cosa que a todos nos toca. Pero ahora es más fácil posar de erudito y citas conferencias TED, que es la manera más efectiva de quedarse con algo en la cabeza en cuestión de segundos.

En una de esas tandas sinsentido laboral, pero que para mí son el verdadero equipamiento, encontré una de un profesor que en 2005 hablaba de la toma de decisiones, y de cómo entre más opciones uno tiene va siendo, paradójicamente, más infeliz a la hora de escoger, porque caemos en la parálisis y el remordimiento, la insatisfacción de haber decidido mal comparado con lo que habría pasado si se tienen menos alternativas.

Y tiene mucho sentido. Basta con pensar en ir a comprar ropa, o celular. Ahora que soy libre financieramente, decidí cambiar de teléfono, pues el que tenía ya presentaba ciertas fallas. Me ofrecieron algunos Android pero decidí seguir con el legado iPhone, por aquello de la uniformidad. Tuve en mis manos un iPhone 6, con su pantalla gigante, sus mil y un facilidades y esa cámara tan brutal que se gasta.

Estuve dispuesto a pagarlo y segundos antes de comprarlo, me sentí intranquilo porque lo veía muy grande para mi gusto, así que preferí buscar otra opción. Me fui por un iPhone 5S, pero ya después de comprarlo, seguí pensando qué hubiera pasado si tuviera el 6. Y así con todo, los pensamientos de lo que no se hizo se quedan rondando la cabeza, al punto de que uno deja de disfrutar lo adquirido a consecuencia también de los comentarios de la gente, que siempre espera que uno escoja no lo mejor, sino lo que ellos creen que uno debería escoger.

Pues es justamente eso, lo aprendí viendo la charla, lo que se llama costo de oportunidad, que en resumidas cuentas es aquello a lo que renunciamos cuando tomamos una decisión importante. Cuando hay muchas opciones, es fácil imaginar las cosas que nos gustan de las alternativas que rechazamos, dejando de pensar en eso mismo. Pasa en el supermercado, pasa en la calle, pasa en el amor.

Ahora es cada vez más difícil escoger pareja por eso, por tanta diversidad. Tengo un amigo de esos bien novieros, que optó por tener novias como por deporte, porque cree que si no prueba y prueba no sabrá si la que es debe ser. El tipo es experto en el scroll de Tinder, y creo que su tendencia a vivir pensando en razones para decirle NEXT a alguien revelan el momento social en el que estamos, donde escogemos porque desconocemos, y a veces preferimos desconocer por no escoger.

Escoger pareja está desvalorado, porque nos han enseñado a que si tiene un defecto congénito, un testículo magullado, una cicatriz inocultable, toca cambiarla, como si fuera un bovino o un chifonier. A mí, que me han friendzoneado lo que no está escrito, me causa curiosidad que en los argumentos que me han botado siempre se resalta el interés de esperar algo mejor, la poca intención de conocer, de explorar, de perderle el miedo a equivocarse y hasta dejarse sorprender, que es lo bonito de la vida.

Ahora, me han dicho porque no me consta, que soy un soltero codiciado. O por lo menos en el barrio La Castellana, que es a donde pertenezco. He recibido mensajes internos y hasta 'whatsappazos' de mujeres que quieren que les dé el sí, y la verdad yo las dejo en visto, porque me aterra ver que el menú crece, y no tengo idea de qué pedir. Lo cierto es que me recluyo y evalúo, primero porque no me gusta que sean tan lanzadas conmigo, pero además porque lo que quiero es conocer los defectos, lo que me volará la cabeza, la impuntualidad que no soporto; porque eso es lo que amaré y en lo cual trabajaremos (además en mis defectos, que son tantos), para cultivar algo.

Me mantengo en que las relaciones se construyen con trabajo, tiempo y compromiso. Y eso sí que requiere menos Tinder, menos NEXT, y más menos: más negarse a uno mismo, más dejar de mirar otros patios, más morir a mí. Lo sé porque el costo de escoger me lleva a elegir la oportunidad, y hay cierto riesgo en la aventura de conocer a un interrogante. Mientras pasa, seguiré viendo TED, comiendo helado de arequipe y escuchando canciones como esta. Háganlo y vuelvan a leer desde el inicio.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Las cosas de arriba

Después de pagar todas mis deudas, que en realidad eran tan solo una grande, viscosa y con mil cabezas, he venido haciéndome la pregunta del millón de dólares, la misma por la que uno puede perder cualquier concurso: ¿Y ahora qué sigue?, porque con la conciencia de la libertad, de por fin aterrizar en el pavimento de la inhóspita vida del no-endeudamiento, uno empieza a pensar en el paso a seguir, o por lo menos en dónde aparcar para descansar del vertiginoso mundo financiero.

Y me doy cuenta de que el ciclo nunca se detiene, porque tan pronto di la noticia de mi libertad, me impactó recibir sugerencias financieras de la siguiente inversión: que la Maestría, que el carro, que el CDT y que hasta el matrimonio, entre otras que sé que son importantes, cómo no, pero que confirman que esta vida es como andar en carretera, al filo del exceso de velocidad y sin derecho a parar al baño.

El mundo sigue, y como decía Mafalda, quiero que lo paren para poder bajarme, porque estoy viendo que uno pierde mucho tiempo pensando en qué hacer con su plata, cuando de verdad es tan solo eso, algo que se va a derramar en un dos por tres. Para mí el problema radica en eso, en que vivimos tan obsesionados con acumular y traducir la estabilidad según los ceros a la derecha en la cuenta, que perdemos la mirada del momento, de la gente, de las oportunidades, como decía Calamaro, porque la buena fortuna pasa de largo.

Nada más fue que diera la noticia para que, milagrosamente, me llamaran de un banco a felicitarme por mi buen comportamiento financiero, a ofrecerme un seguro de vida por muerte súbita y a darme tres tarjetas de crédito con derecho a cupo en crecimiento. Pero yo reacciono como siempre ante esas ofertas: mirando, agradeciendo y saliendo, porque uno no sale de una para meterse en otra, o por lo menos en teoría.

Sobre todo porque llega fin de año, y como buen sujeto con verbo y sin complemento, prefiero ahorrar para invertir en lo que vendrá, que a ciencia cierta sigue siendo difuso y hasta etéreo, porque eso de vivir en fe no se trata de no tener nada y esperar solamente, también es tener y guardar para esperar la oportunidad perfecta para debitar, y esto aplica para todo en la vida. Así que ahorro plata, relaciones y experiencias con el simple propósito de vivirlas cuando toca, con quien toca, donde toca. Ojalá para siempre.

Me llegó la hora de cambiar la forma de ver las cosas, de adaptarme o morir, o mejor de morir y ya, porque adaptarse a ese estilo de vida de consumo irrefrenable me está pareciendo desgastante. Vivir para tener es chévere, tener ni se diga, pero me imagino que caminar en una dimensión donde uno simplemente disfruta la vida haciendo lo que ama, le pagan por eso y en gran parte tiene alto riesgo de aventura espiritual, debe ser alucinante.

No sé qué siga, si mirarme las manos para exprimir los dones, o si dedicarme a caminar hasta que me pidan el pasaporte; lo cierto es que en ciertos momentos de la vida, a todos nos llega la hora de poner la mirada en el para qué, que queda a dos cuadras del para dónde y se ubica en el mejor barrio de los planes, el de las cosas de arriba.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Chao Icetex

Desde que me fui a dar una vuelta por el universo y dejé de publicar, prometí volver cuando tuviera algo interesante por contar. Y la verdad es que me fui a escribir mi vida, sobre todo la financiera, porque esa es una de las responsabilidades que tenemos los clase media aspiracional al crecer. Los que me conocen, o en su defecto me leen, saben que llevo unos diez largos años en la más estable de las relaciones que cualquier hombre puede tener, y es el amor a su culebra, o mejor, la atadura a una deuda, para no generar controversias entre Adán y Eva.

Estudié la carrera con crédito educativo del ICETEX, y mal haría yo en hablarles pestes de esta entidad a la que, siendo sinceros, debo agradecerle por creer en mí, en mi codeudor y en mi supuesto talento profesional, pues eso de que le presten plata a uno para "pagarla cuando tenga trabajo" es un voto de confianza bonito de parte del Estado. Lo cierto es que como todo en mi vida, llega un momento de desbaratar pactos, adicionarle un otrosí a los contratos verbales, renunciar a lo cómodo en pos de algo mayor.


Ahora es el Icetex el que me debe. Otra foto que siempre quise tomar.

Así es. Esta foto es la constancia de que soy libre financieramente, pero tomarla costó sacrificar varios sueños, renunciar a mecatiármela en cositas, abstenerme de viajar a mi antojo y hasta meter mi vida amorosa al freezer, porque eso de conquistar a una mujer es una fuerte inversión con cara de pasivo fijo que los endeudados generalmente no podemos sostener.

Ahora que soy libre sufro un poco, porque con este logro mueren los chistes referenciados y gran parte de mi material creativo. Ya no habrán tuits repulsivos quejándome de no haber nacido en cuna de oro, ni mucho menos ataques existencialistas por no haber tenido de otra. Pagar las deudas, en parte, es una manera de purificarse y de invertir en un futuro donde no haya grilletes de ninguna clase, es crecer ligeramente, es perder las excusas para no triunfar en la vida, porque ahora el camino ha sido allanado.

Esa catarsis mental parte de aprender a pensar mejor, porque todos heredamos conceptos financieros de nuestra familia, quienes los heredaron de la tradición, y así vivimos pensando que la única forma de conseguir las cosas es pegándose senda endeudada con un banco que después reclamará el favor cobrando lo que no está escrito en intereses. He aprendido que estar endeudado no es deberle plata a alguien, es haber dejado de pagar, que es distinto, y eso nos lleva a ver que sí, vamos a necesitar pedir prestado, pero siempre y cuando tengamos claro el por qué, para qué y hasta cuándo de la deuda, las cosas detonan distinto.

Pero lo bueno es que como me acostumbré a sacar una parte de los ingresos freelanceros para el Icetex, a lo mejor la disciplina ahorrativa se traduzca en un nuevo ingreso, pro viajes, pro carro, pro familia. Ahora siento que por fin la vida brilla, y como que dan ganas de seguir creyendo en un porvenir distinto, donde en vez de cuotas mensuales y recibos vampirescos, hay alas e ideas para seguir volando. Ya sin deudas, prometo seguir disfrutando la vida, finalmente el excedente por fin se quedará de este lado.

viernes, 13 de noviembre de 2015

De puertas para afuera

Se va acabando el semestre, y por estas semanas la cabeza deambula entre el cansancio y el estrés, entre el agotamiento propio de todo el año y la incertidumbre de si el corte queda arriba de tres. Lo cierto es que con la llegada de fin de año se da inevitablemente uno que otro momento reflexivo, donde todos alguna vez nos hemos preguntado: ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Todo esto sí valdrá la pena?

Esas preguntas llegan en un punto de la existencia y sin tener que estar entonado, se los aseguro; lo que sucede es que detrás de ellas viene otra peor: ¿Sí aprendí algo este año? Y va uno a ver y sí, cositas, tipcitos, daticos, porque todo lo que no se procesa y aterriza queda en diminutivo en el cerebro. Es por eso que nos esforzamos mes a mes por darles los mejores datos cocteleros, pues si no aprendieron en clase, buscamos que por lo menos lleguen a la casa con la revista en la axila y queden como unos sabihondos de la cultura pop después de leerla y compartirla. Por algo se empieza.

Decía John Lennon que la vida es eso que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes, y tenía razón, porque a veces vivimos tan aislados dentro de las aulas de clase, bibliotecas y demás templos académicos que se nos olvida el lugar donde hay otro tipo de sabiduría y aprendizaje: la calle. Sí señores, la calle tiene un fuerte lado pedagógico que deberíamos aprovechar más, finalmente esa también va pagada dentro de la matrícula semestral.

Después de la casa y la universidad, la calle es tercer espacio donde más pasamos tiempo, ya sea transitando, esperando un bus, echando ojo y hasta cuidándonos de uno que otro chicungunya con bozo y saco de Warner Bros. Como universitarios amamos la calle, porque es la forma en la que capturamos la realidad de la etapa en la que estamos, y está bien que ella nos enseñe cómo esquivar vendedores de incienso, predicadores furtivos, manifestantes de todo tipo. En la calle se aprende algo que no enseña la universidad: la importancia de perder el tiempo.

En el colegio, ya queremos estar en la universidad; en la universidad, ya queremos ser profesionales; pero cuando empezamos a trabajar nos damos cuenta que la vida no para, que el ritmo adulto tiene su elemento desgastante, y que tal vez faltó disfrutar un poquito más ver personas pasar, tener conversaciones sin sentido o simplemente reír en las escaleras, en la entrada de la cafetería, en el paradero, o donde sea, porque la vida universitaria no es lo mucho que estudiemos, sino las emociones y recuerdos que nos quedan de esos aparentes momentos sin sentido.

Esta es la Mallpocket callejera, la misma que viene del futuro y que espera que la disfruten tanto como nosotros al hacerla. En mi caso personal, esperé esta edición para asegurarles que uno no aprende grandes secretos de la vida haciendo lo mismo en el mismo lugar. Por eso, antes de que sigamos suspendiendo la vida sin aprender a vivirla, sacudámonos y salgamos a correr el riesgo de dedicarnos a ser expertos en el ocio, perdamos el tiempo en los hobbies que a nadie le importan, gastemos los días en lo que nos apasiona pero que nunca nos dará de comer. Hagamos lo que los hace felices, compremos un bajo y hasta una melódica, ensayemos triunfar y también fracasar, vivamos y dejemos vivir, mucho más si es de puertas para afuera.

Ese es mi mensaje, y resulta emotivo porque es mi última edición como Director Creativo de Mallpocket. Agradezco profundamente a este equipo tan maravilloso, pero mucho más a las manos y ojos que nos han leído por más de 35 ediciones. El mundo es de ustedes, así que salgan de la zona de confort y disfruten la vida como debe ser.


Publicado en la Revista Mallpocket del mes de Noviembre de 2015

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Neotenia

Hoy La Fiebre de las Cabañas está cumpliendo exactos cinco años de haber arrancado. Recordemos este triste origen, donde me vi a mí mismo sin trabajo, sin título universitario, pero con un cerebro que no podía atrofiarse por cuenta del ocio y la espera. Empecé a relevar mis labores domésticas con este pseudohijo, al que desde el inicio me comprometí a alimentar constantemente, como si tuviera vida propia y mi responsabilidad fuese no dejarlo morir.

Tener un blog es una suerte de responsabilidad, pues aunque decidí escribir para mí mismo, como una forma de vencer la amnesia, la bola de nieve fue creciendo hasta que se volvió lectura semanal obligada para muchos. Y finalmente eso es clave en la escritura, tener claro que siempre hay alguien que leerá lo que uno escribe, así uno intente disimularlo o esconderlo.

Debo decir que quien más ha sido bendecido en este tiempo he sido yo mismo, pues no hay otra manera de desenredar las ideas que pasándolas por los dedos, plasmándolas en conceptos y así mismo dándoles forma. Ha sido un ejercicio creativo, pero sobre todo espiritual, pues esto de abrir el corazón y la vida nunca terminará de ser fácil. En La Fiebre de Las Cabañas saco mis trastornos, mis miedos, mis fracasos. Han sido cinco años de confirmar que se es más humano y se vive mejor entre más uno se equivoca y desacierta, que la familia es un anhelo de todos, que la comedia es la ciencia de la vida, que a todos nos toca aprender a pensar, que el amor siempre está en camino, que Dios está más cerca de lo que uno cree.

Entradas como esta se leen como mediocridad perfumada, como cuando en las series de televisión hacen un capítulo con solo material ya emitido y de ahí sale un especial navideño. Yo solo debo decir que cada día se aprenden cosas nuevas, y que para seguir aprendiendo hay que seguir soltando, caminando y avanzando. He sido muy feliz plasmando ideas, viajes y hasta análisis médicos inventados aquí; el blog me ha servido para armar manifestos de libertad, espiritualidad y creatividad; me ha dado trabajo y hasta le he ganado algunos beneficios como boletas de conciertos, viajes y hasta reconocimiento, pero como todo en la vida, hay que seguir.

Pero lo que más rescato es cómo la creatividad nos ayuda, hagamos lo que hagamos en la vida, a aprender, a desarrollar la neotenia, a sacar a flote esas cualidades de nuestro niño interior donde podemos quitarnos el temor y ser libres para aprender, donde no juzgamos la espiritualidad de la gente por sus errores sino comprendemos que los santos son los que más conocen los infiernos de donde han salido. Por eso creo que el mensaje es que debemos seguirle perdiendo el miedo al qué dirán, al remoquete de sonar hueco o vacío, porque todo eso nos hará seres insensibles que no conquistarán su campo de acción. El creativo no puede civilizarse, debe incomodar a un sistema que lo abruma y busca callarlo, es la única manera de ser diferente.

Es por eso que he decidido celebrar el primer lustro dándome unas vacaciones indefinidas. No tengo claro cuánto tiempo, o siquiera si he de volver, pero por ahora creo que necesito darme una vuelta por el universo para tener más cosas que contar, para refrescar el panorama y luego volver con algo distinto, como le pasó a Simba cuando creció y volvió a derrotar a Scar para ser rey. Termino preguntándole, a quien lea esto, ¿Aprendió, le quedó algo en la cabeza gracias a La Fiebre? Lo pregunto sin arrogancia, solo para que me lo recuerde, porque a lo mejor hasta yo mismo necesito recordarlo.


martes, 15 de septiembre de 2015

Serendipia

Un ingeniero se retiró frustrado de su carrera, pues se imaginaba que detrás de ese título habría justamente ‘ingenio’, cosa que no experimentó en la academia. El hombre caminó frustrado por la calle, hasta que en una fachada de un edificio vio una convocatoria para nuevos empleos. Entró y se encontró con dos filas: una donde se solicitaba productores de televisión y otra, más corta, donde buscaban escritores. Agotado, buscando evitar el rechazo, decidió registrarse en la de escritores.

Estando allí, recordó que él disfrutaba mucho escribir cosas en un pasquín del colegio, y apuntó esa experiencia, que tampoco era la gran cosa. Tiempo después, empezó a escribir anuncios publicitarios, y su trabajo gustó tanto que brincó al cine y luego a la televisión, donde escribió libretos que, por otro error del destino, terminó interpretando él mismo. El protagonista de esta historia se llamaba Roberto Gómez Bolaños, mejor conocido como Chespirito. Alma bendita y paz en su tumba.

Para mí es que es bien difícil no admirar a Don Roberto, mucho más cuando uno conoce esta historia y se da cuenta que la vida es eso, vivir abierto a la verosimilitud de lo imposible, a todas esas probabilidades incontempladas que cuando suceden, cambian el rumbo de la vida para algo bueno. Justamente eso es el error, la posibilidad de cambiar algo cediéndole el control a Dios, el destino, la Fuerza, o como cada uno lo quiera llamar.

Le tememos mucho al fracaso porque en el fondo no queremos equivocarnos. Y por eso la vida nos da tan duro, porque no hemos aprendido que el truco está en aprender a equivocarse cada vez mejor. Error es la definición de humanidad por excelencia, pero vivimos en una era donde embarrarla se castiga con La Picota pública, desconociendo que el aprendizaje proviene justamente del experimento, que de las constantes pruebas es que se desarrollaron inventos ingeniosos como la bombilla, la rueda, o el amor.

Nacemos, crecemos, peleamos, nos arreglamos, nos mantenemos en esas y no aprendemos a usar el Ay exclamativo, que es toda una pena. Pero lo bueno es que al final lo que queda es el recuerdo, esa capacidad humana de sobreponernos ante lo cometido, ya sea aceptar un trabajo inmundo, pagar la primiparada en la universidad, haber nacido o siquiera cometer un adefesio ortográfico.

Pero como para todo hay palabras, existe el concepto ‘Serendipia’, que se relaciona justamente con eso, con aquellos accidentes que terminan produciendo felices resultados. El avance humano justamente parte de esto, de darnos cuenta de que detrás de cada mala decisión puede existir un nuevo hallazgo, una sorpresa abrumante, una solución necesaria.

A esto jugaremos en esta edición, donde equivocarse está permitido y de hecho es casi una ley. Seremos como los de ‘La familia del futuro’, y celebraremos cada defecada suya o nuestra, porque en ella está condensado lo que somos: pura y física de la que sabemos, pero perfumada para no mostrar el hambre. Así que disfrute leyendo estos grandes errores humanos de gente de todo tipo y vaya pensando en el suyo, en el próximo que cometerá, pues ahí está su libertad creativa, emocional y espiritual.

Publicado en la Revista Mallpocket del mes de Septiembre de 2015

domingo, 6 de septiembre de 2015

Incompetencia

Escribo este blog es para que no se me olvide. Y aun así, después de escribir más de 200 entradas por ya casi 5 años, sigo pensando que material hay de sobra, pero a la vez la mecha se va quedando corta. Es extraño, porque entre más uno calienta la mano y el cerebro va desenredando ideas en letras y solucionando problemas desde escritorios, que es la más bella definición de escribir un blog, más uno se va dando cuenta de todo lo que falta por aprender.

No es falsa humildad, como se pudiera llegar a pensar, más bien es que mientras uno va haciendo lo que le gusta, va aprendiendo de la vida; y en el camino se da cuenta de que no se ha recorrido ni un cuarto de la montaña, que la cuesta sigue bien arriba, empinada, aunque cada vez más interesante. Yo he sufrido mucho con esto, pues en parte me es difícil verme a mí mismo como otros dicen verme, y en parte en eso radica mi especificidad: en una particular inseguridad interna que se acoraza en determinación.

Pasa cuando uno se dedica a oficios creativos, donde no hay fórmulas para repetir los éxitos. Pasa cuando uno contempla áreas espirituales, donde se comprueba la impotencia humana ante la vastedad de Dios. Pasa cuando uno sigue especializándose en algo, y llega ese momento efectivo de darse cuenta de que todavía no se sabe nada. No es filosofía confucionista -por aquello de la confusión-, más bien es la confirmación de que somos gente curiosa y particular. Hace un tiempo leí acerca del Efecto Dunning-Kruger, el cual nos muestra justamente esto: las personas con menos capacidades o conocimientos, creen que tienen más capacidades y conocimientos de los que efectivamente poseen, y viceversa: quienes son más competentes, tienden a subvalorarse.

Los tipos cuentan la historia de McArthur Wheeler, hombre robusto de 130 kilos que robó dos bancos a plena luz del día, sin máscara que ocultara su rostro y fue arrestado ese mismo día. Cuando declaró, el tipo argumentó que confiaba en que aplicando jugo de limón sobre su cara, sería invisible ante las cámaras, pues un amigo ladrón se lo sugirió tras comprobárselo: le bañó la cara con jugo de limón y luego le tomó una foto, donde no apareció nada. Wheeler creyó en la tinta invisible que lo metió tras las rejas. Y aquí surge la pregunta que se hicieron Dunning y Krueger: ¿será posible que la propia incompetencia nos haga inconscientes de esa misma incompetencia?

Los tipos hicieron el estudio, y se dieron cuenta de que como humanos, tenemos la tendencia a mostrarnos competentes en lo que no sabemos, pero incompetentes en lo que dominamos. De ahí que exista gente que se jura cantante cuando su voz desgañitada nos destruye el yunque, o que haya gente experta en diversos temas pero a pesar de eso se abstenga de opinar.

Yo por eso ahora no opino ni de lo que sé, no por cobardía o por miedo a tener encontronazos con otros -eso es tan necesario como tomar agua-, solo que hasta ahora entiendo que muchas de las cosas que hago, que para mí son normales, parece que no son de gente normal, o por lo menos así no lo hace la mayoría. Vuelvo e insisto, no es de picado o crecido -eso sí que menos-, simplemente es el acto de cuando una persona descubre sus dones y se da cuenta de que no todos lo hacen como uno, en cuanto a facilidad y talento.

Somos incompetentes, todos, lo que pasa es que la incompetencia se manifiesta diferentemente y según el perfil: unos saben de música, otros de publicidad y marketing, los demás de la vida, pero cada uno cuenta su historia particular. Con el tiempo he aprendido esto, y además, que la forma en que me ven los otros tiene algo de cierto en su universo, cosa que debo aprender a escuchar. Por eso ahora tengo más cuidado en decir que soy bueno en algo, porque mi opinión difiere de lo que realmente proyecto, y está bien que así sea.

Quisiera vivir en la sana incompetencia, en esa convicción admirable de, por ejemplo, el Hitch peruano, quien vive tan seguro de sí mismo que vive feliz, estancado y sin evolución alguna, pero feliz. Lo malo es que esa autoconvicción de éxito no trae nada más que fracaso, pues es el primer paso para acomodarse en estructuras mentales que no se renuevan, y ahí sí no tendría sentido seguir.

Todos tenemos ese grado de incompetencia, porque no somos perfectos y estamos en proceso de mejorar, el problema es cuando se nos olvida. Por eso tengo este blog, pero también por eso pienso en darme vacaciones del mismo, para dedicar un tiempo a atender mi ego acallando las voces de otros, pero sobretodo la mía, a ver si silenciándola por fin aprendo a escuchar la divina.

lunes, 10 de agosto de 2015

En Su Presencia

Hace unas semanas me lanzaron una pregunta muy difícil: "¿Si usted necesitara que yo orara por usted justo en este momento, por qué le gustaría que lo hiciera?". Antes de responder como reina de belleza o como cristiano en edad de perecer -que en últimas viene a ser lo mismo-, me detuve a dimensionar lo impactante del escenario, pues este tipo de preguntas casuales con fines espirituales se hacen cada vez menos.

Tengo la bendición de ver que hay gente que de cerca o lejos me tiene presente, y es bonito saber que se acuerdan de uno cuando hablan con Dios. Creo que es la bendición de pertenecer a un lugar, a una familia, a una Iglesia local. En mi caso, me envalentono a plasmar algunos de los recuerdos tras cumplir, por estos días agostinos -no agustinianos, porque es algo cristiano-, diez exactos años en El Lugar de Su Presencia.

Aquí soy feliz hasta cuando me toca en gallinero.

Lo primero es contar que empecé a ir a la Iglesia porque una ex me llevó, Y sí, amados caba-ñeros y caba-ñeras, no pasaron más de dos semanas cuando la deporté a la friendzone, porque tenía claro que ella no sería la tales, la que sabemos, sino un juglar de paso, cual hostal barato en una ciudad capital. Quisiera decir que le terminé por Dios o algo así espiritualoide, pero pensé algo: si sé que no me voy a casar con ella, ¿para qué sigo magullando el aguacate? Además, la oficial me puede estar viendo y como mínimo me puede estar tachando de su lista. Y bueno, primero muerto antes que perder la vida.

Ya superada esa piedra de tropiezo con pelo largo, recuerdo que empecé a asistir el domingo temprano, para que me rindiera el día. Pensamiento algo avanzado y nerd que conservo hasta hoy. Llegué a la Iglesia a mis tiernos 17 años, cuando era una casa pequeña con mezzanine, donde disfrutaría de la música de Éxodo 33:14. Y digo disfrutaría, porque el día que decidí plantarme -ah palabra tan cristiana-, el cantante se retiró de la banda. Lo bueno fue que la música, siempre excelsa, fue una de las cosas que me confirmó que ese sería mi lugar por unas buenas temporadas.

La primera vez que asistí fue a una reunión de jóvenes, donde recuerdo presencié una obra de teatro experimental. Pero lo que más me impactó fue el uso de recursos audiovisuales de maneras tan creativas, con imitaciones, pregrabados, televentas y demás elementos que me hicieron llorar. Sí, era como llegar a un Magic Kingdom y descubrir que sí existía un lugar hecho a la medida de mis insatisfacciones. Nunca me imaginé que diez años después sería parte activa y creativa de aquello que me supo atraer.

Venía a la Iglesia motorizado, en el clásico carro familiar a quien llamamos René (Q.E.P.D). Como eran otras épocas donde delinquir se disfrutaba más, parqueaba por ahí cerca, dejando el René a la deriva y salvaguardado por cualquier fuicioso a cambio de unos miserables quinientos pesos. Y es hora de confesar algo, como llevaba un año manejando y no era que practicara mucho, dando reversa le pegué a otro carro y me escapé. Si alguien lee esto y reconoce abolladuras con pintura blanca, que Dios le pague y le responda.

Recuerdo que me costaba concentrarme en el tiempo de la alabanza por andar viendo a los bajistas de turno, pues pocos saben que además de tocar fondo, también toco bajo, lo cual es un chiste interno de Dios: poner a un bajo a tocar más bajo que otros bajos. El chascarrillo suena flojo contado por mí, pero estoy seguro que estaba en el plan divino. Cuando me enteré que para tocar en la Iglesia debía vincularme, sin duda lo hice, y el primer paso fue ir al Encuentro.

Allí estaba yo, en el Hotel La Fontana, con afro y gafas de marco grueso, cual Piero local, lo que me mereció cierto reconocimiento dentro de los asistentes. Me parecía increíble que como universitario rastrero que era pudiera quedarme en semejante lugar, gracias a la Iglesia. Y sí que lo disfruté, porque aquel fin de semana de Octubre de 2005 experimenté a Dios como una persona, que tiene emociones y que supera cualquier clase de estructura mental.

Allí creí estar listo para tocar, pero como los planes humanos son la comedia del cielo, terminé metiéndome en el coro, dizque para poder brincar facilito al beisguitar. No me imaginé que pasaría cerca de un año sin cantar, pero eso sí, participando de la ampliación del nuevo auditorio, que para mí era mejor que el Palacio de los Deportes bogotano. Pasaba las tardes de los sábados lavando pisos, limpiando sillas y pensando en cómo la vida necesita cierto sentido de pertenencia y referencia a una visión, a un lugar, a un llamado. 

Fue en la Iglesia donde, en estado eterno de espera, confirmé que esa bulla y energía chocoloca en forma de niño que tanto les fastidiaba a los curas con los que estudié no era algo satánico, como me dijeron unos que otros pastores, sino que ahora debía llamarlo temperamento. Y no para seguir siendo la ralea humana que todavía soy, sino para abrazar mi diseño original y así poder ser libre. En la Iglesia confirmé que podía inventar situaciones, personajes, historias; que me gustaba escribir comedia y que podía hacerla también. Es en ese lugar donde mis dones crecieron y donde descubrí el privilegio de servirle a los demás. Sí, esa vaina de verdad que es maravillosa.

Aquí entra en créditos el paso de tiempo, o mejor, rueda en caracteres "diez años después". Miro hacia atrás y le agradezco a Dios, porque buscando algo encontré mucho más. Como en la Biblia y esa historia donde Jesús compara el Reino de Dios como un terreno donde hay un tesoro escondido, yo terminé queriendo tocar bajo, ser aceptado y amado; y ahora encuentro que Dios me permitió tragarme, fracasar, subir de nivel, fracasar, conocer gente maravillosa, descubrir que servía para bailar, fracasar, relacionarme con Dios, y así seguir viviendo con una gran razón: que todos conozcan que es a través de Jesús que la vida cobra sentido, y así mismo propósito.

Quisiera meterle más candela a estas letras, pero prefiero preguntarle a quien esté leyendo esto: ¿Si usted necesitara que yo orara por usted justo en este momento, por qué le gustaría que lo hiciera? Depronto en esas nos encontramos por allá, circundando la que yo llamo la Comunidad Jedi de La Castellana.

lunes, 3 de agosto de 2015

Giro en U

Si estuviera agonizando en una cama y vinieran a pedirme un consejo para la vida, les daría uno y dos más, porque ya para qué: empiecen con lo que tienen, vean Breaking Bad mínimo una vez al año y viajen siempre, sin importar el destino. Pero ya como que ha de quedar poco aire y las conexiones neuronales no darán para más, les encimaría la joya de la corona en forma de ñapa: nunca, muchachos –suponiendo que muera en la ancianitud-,  nunca, pero nunca, vuelvan con una ex.

Esa es mi premisa con forma de mantra: “La ex es excremento”. Burdo para muchos, gracioso para otros, pero la gran mayoría coincide en que hay una suerte de vergüenza cuando uno, por razones que todavía desconoce, se ve otra vez atraído por un poderoso imán llamado “zona de confort”, o lo que en el mundo emocional se llama “cangrejear”.

Lo digo con autoridad moral personal, porque de un tiempo para acá empecé a recibir noticias de varias de mis ex-es. A algunas de ellas les dio por cristianizarse, por cambiar su vida y enderezar el caminado, y en esa medida están en terapia espiritual de redención, donde se supone yo debo estar. No entiendo para qué me quieren en contacto de nuevo, cuando para mí lo mejor que pudo pasarme fue dejarlas ir.

Ahora les dio por agregarme de nuevo a Facebook, por intentar acercarse para simplemente ser amigos, pero si algo aprendí de Friends es que uno no puede ser amigo de una ex, ni debería caerle a la ex de un amigo, y del mismo modo en el sentido contrario. La verdad hace tiempo tengo claro que hay ocasiones en donde uno debe dinamitar los recuerdos, quemar los barcos y destruir cualquier puente hacia la vida pasada.

Eso dice la teoría, pero va uno a ver y la vida es un remake constante, donde terminamos reculando en decisiones estúpidas para volver a lo mismo, a repetir las historias que juramos clausurar en los periódicos de ayer. Es así como en un abrir y cerrar de ojos uno está tomándose un café con una de ellas, y luego en otro abrir y cerrar de ojos la está recogiendo en la casa, donde ya no hay que presentarse ni caer bien; y en otro abrir y cerrar de ojos termina de vacaciones con ella, tomando literalmente un giro en u. Mi triste historia, por si acaso.

Solo quien viaja entiende la importancia de un retorno: una vía alterna que da la opción de volver, de revisar qué pasó detrás, si esos traspiés en la carretera fueron producto de la imprudencia de otro chofer o del afán de uno mismo. Uno hasta piensa en arjonadas así, como tratando de justificarse, pero en el fondo es una trampa emocional. Ahora, también hay que agregar que en esos retornos, que son como la reversa de los caminos, el control Z de la realidad, uno aprende a revisarse, a cerrar ciclos y enterrar fantasmas, todo en función de aprender, pero de fondo hay un miedo por esperar y conquistar lo nuevo.

Reciclaje de la vida es justamente eso, una edición dedicada a mirar el espejo retrovisor no para tratar de cambiar el pasado, pero sí partir de esos errores para aprender a equivocarnos cada vez mejor, que es como realmente se debe vivir. Y a eso sumarle que nunca se debe perder la expectativa de lo que falta por conocer y viajar. Lo digo con autoridad moral personal, porque por mi salud mental, cangrejeé de haber cangrejeado y sin necesidad de estar agonizando. Lo aprendí excrementándola.


Publicado en la Revista Mallpocket del mes de Agosto de 2015

lunes, 27 de julio de 2015

La técnica del sandwich

Debo confesar que ahora me aburre tener que corregir personas, algo que antes disfrutaba hacer. En el pasado me sentía más grande moralmente, que es lo que se necesita para tener ese aplomo reformador. Antes iba por la vida parando a la gente para que recogiera la basura que tiraba en la calle, pontificaba sobre los conductores imprudentes y me le metía al rancho a uno que otro fisgón morbosón comentándole sus creaciones; pero ahora como que me da pereza ponerme a pelear, supongo yo es una conquista del carácter.

Sobre todo porque confrontar a la gente es peligroso. Uno ve a una pareja peleando en la calle, y el tipo puede estar levantando a patadas a su pareja, pero cuando uno se acerca a pedirle que la respete, es ella la que se incomoda y entre los dos terminan masacrándolo a uno por noble sapo. O uno se atreve a confrontar a alguien por colarse en Transmilenio y sale es regañado, porque la gente que se cuela tiene un rosario de excusas tercermundistas tan deprimentes que hacen que uno termine dándoles la razón. Uno debería aprender eso en el colegio, a dejar de meterse en las vidas de otros a menos que ellos lo pidan.

Con el tiempo, he ido aprendiendo que uno no opina de la vida de quien no ama, y por eso la actitud justiciera y entrometida es peor que la misma cosa que se está reprendiendo. Es que francamente, somos tan orgullosos que creemos tener la verdad revelada, y en realidad el problema está en entender que todos somos ignorantes, solo que ignoramos cosas diferentes. Ahora que la monto de pacificador, de vive y deja vivir, he perdido gran parte del deseo ponzoñoso de irme en contra del otro, empezando porque para eso uno debe conocerse a sí mismo primero. No hay nada más difícil que eso, verse autodefinido y no desde lo que otros dicen.

Así me pasa cuando la gente me pregunta qué pienso de alguna idea, creación, decisión, entre muchas otras categorías etéreas. Es complicado, porque me preguntan esperando la verdad, pero pocos están preparados para recibir comentarios de otro. A mí la gente me pide opiniones, y de verdad me siento halagado, sobre todo porque trato de ser ecuánime y aterrizado a la hora de hablar, pero muchas veces comento como me gustaría que me lo dijeran a mí: con la verdad y sin tanto aspaviento.

Menos mal aprendí una nueva forma de decir lo que pienso, porque aunque creo que las cosas deben decirse como son, también he descubierto lo importante de amar a la gente a pesar de que sus resultados sean desfavorables, según mi criterio. Ahora aplico una técnica aprendida en el mundo Mad Men en el que terminé metido por curiosidad, y del cual siento que todos deberíamos aprender.

Uno debe primero decir algo bueno, porque siempre hay algo bueno por decir. Cuando ya se ha suavizado al oyente y se le tiene atrapado, se le dice lo negativo, o digámosle lo por mejorar. En este punto el paciente puede estar con tendencia al desánimo, pero es ahí cuando se remata con un cierre positivo, donde se exalte lo bueno y se le señale el potencial que tiene. Eso, es la técnica del sandwich, donde por dos cosas buenas, hay una no tan favorable por 'ensanduchar'. Ojalá la vida fuera resumible así, como la comida. Y que la indigestión de palabras sea filtrada por el buen Alka Seltzer de quien ha decidido suavizar sus palabras en beneficio del otro.

Porque eso es finalmente lo que nos motiva a crecer, no tanto decir lo que pensamos a contrapelo, sino más bien aprender que así haya carne cruda en la mitad, en los extremos hay pan fresco por resaltar. Que en la vida, los elogios y los tomatazos deben ignorarse por igual. Eso es lo único que nos salva de persuadirnos de tener la razón y de vivir convencidos de eructar caviar cuando lo que hay es una profunda y despreciable halitosis, que es a lo que huele un ego herido.

jueves, 9 de julio de 2015

La barrera de la amistad

El problema es empezar, y aplica para todo en la vida: escribir una entrada, armar un proyecto para televisión, hacer ejercicio, bajar buenas ideas y sobre todo, conocer a alguien, que es de los intentos humanos con más alto grado de incertidumbre. Seguramente porque los tiempos cambian, pero nuestros miedos no, esos se van añejando al punto de llevarnos a concluir experiencias de vida como teorías filosóficas fáciles de generalizar.

Hace un tiempo he venido pensando en esto, en cómo el rechazo es de las únicas experiencias de la vida que parece no sacarme callo, sino que va apretando los botones de rechazo full power, en un extraña fatality de Mortal Kombat. Pero hay razones para pensar así, sobretodo porque con las mujeres no se sabe. Si uno es bacán, ayudador y altruista, de esos que quieren resolverles problemas en la vida, que se enfocan exclusivamente en ellas y buscan demostrar una inminente fidelidad futura, terminan viéndolo como un dummie asexuado, un teletubbie que tendría que morir y reencarnar antes de dejarlo de ver bañado en la dulzura de un bon bon bum sumergido en Chocorramo esparcible.

Yo sé de lo que hablo, amados caba-ñeros, porque la vida se ha encargado de demostrarme que los Ted Mosby y los Ross Geller de carne y hueso debemos pagar el purgatorio de la friendzone, ya sea por ñoños, neuróticos, detallistas, subversivos contra Instagram y demás elementos que nos hacen ver tan complicados y exóticos que damos ternurita, pero de la bizarra. Y de ahí pocas veces se avanza, de ese lodo cenagoso de Te quiero como amigo, pasando por Eres un gran partido, y Tu esposa va a ser muy feliz. Pero uno, que la monta de inteligente y estratega, curiosamente es bruto para entender que detrás de esos querido, amigo y querido amigo con los que se dirigen a uno, no habrá más; que en esos Yo te aviso o Yo te llamo cualquier cosa hay un Gran Cañón de distancia. Con chulos, olor putrefacto y todo.

Por eso la gente de socialización compleja y galantería amputada, como yo, nos resignamos con la espera en Dios, creyendo en que hay un mérito por ser buena papa. Cuánto engaño, porque lo que se necesita en realidad es apurarse por vencer rápido eso que he denominado "La barrera de la amistad". Y es que en toda interacción social llega un punto dramático del no-retorno, un escenario donde ya se sabe que será una amiga más, y se puede vivir relajado con eso. Pero antes, en la previa, hay una incertidumbre disfrazada de reto, una bocanada de aire caliente que recorre el estómago y pone a volar polillas en las tripas.

Me ha pasado con grandes amigas actuales, con quienes en principio hasta me alcancé a preguntar ¿Qué pasaría sí...?. Luego, tras vencer la barrera, sin siquiera comentarlo ni verbalizarlo, quedamos de grandes amigos, porque no hay nada que perder a la hora de encontrar gente con afinidades. También he sido objeto de "conocimiento", y en un par de ocasiones me dijeron que querían conocerme, así, sin adornos. Me di la oportunidad, porque no hay nada que perder, y tal vez no se dieron las cosas, pero por lo menos tomamos onces y aprendí de derecho penal.

No hay una charla TED para esto, solamente el reto de darse la oportunidad de conocer a alguien y no parecer desesperado en el intento, ni muy atento ni muy amistoso. Porque entre más uno se propone caerle a una vieja, más la espanta. Entre más stalkee, rebusque y encuentre cosas que le gustan o la hagan reír digitalmente, menos opciones se tienen de que lo vean como macho alfa.

Yo, que cada vez entiendo menos la vida, estoy por pensar que la claridad resuelve todo, que eso de "primero seamos amigos y conozcámonos" es complicado, porque en el fondo uno lo que quiere es quedarse de este lado de la barrera y marcar su vida para siempre. Y es ahí cuando se tienen dos caminos: o uno insiste en conquistar, o sale por la puerta (grande) de atrás. Es que hay algo de reto en eso de tratar de impresionar a alguien, y a veces se confunde el espíritu de conquista con el de terquedad.

Entonces no queda más que la honestidad brutal, la astucia de darse a conocer siendo claro en las intenciones de quererla coronar, pero tampoco dejándose mangonear como el más lindo de los amiwis. Toca darse la pela de irse fogueando sin importar el sello de deportación a la friendzone que empuerca el pasaporte emocional, porque si empiezan a contemplarlo a uno, sabrán reconocer que hay un hombre -no un oso de peluche- intentando acercarse, cosa que de por sí ya es meritoria. Si no, es tiempo de fumigar, porque como en Mortal Kombat y en el cristianismo, matar es la única forma de seguir viviendo.

domingo, 28 de junio de 2015

En verano

Cuando niño solía viajar al lugar que para la época era mi sucursal del cielo: Cafam Melgar. Era lo más cerca que un pequeño clase media y sin aspiraciones podía estar del Magic Kingdom de Orlando, pues el lugar también tiene su propio castillo azul, sus propios recreadores disfrazados de dummies, su piscina con playita simulada en concreto y sus propias vacacionistas bonitas. Lo mejor: quedaba cerca y no pedían visa.

En Melgar fui muy feliz porque el clima, infernal para muchos, era bálsamo para mis ojos hastiados de la fría Bogotá, donde juré que el cielo era gris a diferencia del de Cafalandia, que siempre estaba azul pintado de azul. Con el calor, sentía que mi cuerpo mejoraba, no me daban alergias, la sinusitis capitalina ahora se hacía mito y el sudar me ponía la piel más suave.

Todo eso lo vine a comprobar de grande, cuando puedo volver y darme cuenta de que en clima caliente suelo ser más productivo. Ahora, no es que uno viaje para ser más eficiente o no, pero siempre crecí con una idea benéfica con relación al verano. A muchos nos ha pasado: nacemos y crecemos con ciertas predisposiciones al clima, otorgándole al sol una cara sonriente y a la nube unas gotas con frías sensaciones, al frío tristeza y al calor alegría.

Es común que vivamos pensando que el clima es lo que determina nuestros estados de ánimo, y en otras ocasiones la efectividad en lo que hacemos. Por eso, creo que el verano se lleva en el corazón, así suene muy hippie. En nuestra era, el verano es más que una estación climática –que los niños clase media solo conocemos cuando salimos de Colombia-, es un espacio semestral donde el mundo gira en torno a la diversión, el goce y por supuesto al añorado calor.

En verano los días son más largos, y por consiguiente las noches son más cortas. Tiene la particularidad, que no tienen otras épocas del año, de ofrecer unas condiciones socioeconómicas claras que se ven en el cambio de comportamiento que produce en las personas. Es el espacio perfecto para que la gente logre desinhibirse, no sé si por el sol, el agua y el ambiente de descanso.

Pareciera que la cultura pop mejora su productividad en verano. No en vano, la mayoría de estrenos cinematográficos –con su tradicional voice over-, festivales de música, lanzamiento de nuevas colecciones y hasta promociones de viajes son para dicha época del año.

¿Qué más tiene el verano que lo hace envidiable? Además del verano del 98, del sé lo que hicieron el verano pasado y de un verano en Neiva York, este verano Mallpocket se pone protector solar y gafas oscuras para hablar de un estilo de vida en torno no solo a un estado sentimental, como muchos pudieron pensar al ver la portada, sino a una decisión cultural de alegría y tranquilidad. ¡A disfrutar!


Publicado en la Revista Mallpocket del mes de Junio de 2013

lunes, 22 de junio de 2015

Instagramero

Nunca suelo escribir en contra de algo o de alguien, principalmente porque cada uno verá qué hace con su vida, si decide destacar en algo o no, si le hace fuerza a Millos o no, si disfruta la música o es silvestrista, y así. Pero si hay algo en lo que me falta respeto y tolerancia es cuando la gente me ve como bicho raro porque afirmo que jamás en la vida tendré cuenta en Instagram. Lo extraño es que no suelo ser una persona pretenciosa aunque sí algo egocéntrica e insegura, que es más o menos lo que se necesita para instagramear.

Lo primero es que viví mucho tiempo abriendo cuanta red social nacía: hi5, MySpace, Facebook, Linkedin, Twitter, y así muchas otras que fui clausurando al leer esas terribles condiciones de privacidad y de patrimonio de contenido que tienen. Igual, sigo en muchas de ellas, pero la que me parece que menos contribuye a la inteligencia es Instagram, porque se nota a leguas que la gente no la sabe usar, y que aunque era un invento para difusión de trabajos visuales de gente experta, ahora es una aplicación para gente que cree hallar talento poniendo dos o tres filtros a sus, de por sí, mal encuadradas fotos.

Creo que al mundo no le faltan más selfis con cara de pato como para tener que sumarme a eso. Y ese es otro problema instagramero que veo, no hay que ir muy lejos para leer la falta de autoaceptación que tenemos como para que le sumemos exponerla en una red social. Basta con ver por encima lo que la gente del común publica para concluir que lo que la humanidad necesita es un abrazo y un par de palmadas en la espalda mientras nos dicen "Tranquilo hijo, ya te vi. Lo hiciste bien". Pero pensando en todo esto, escarbé en los anales de mi historia y me di cuenta que debo criticar lo que conozco, y para la muestra un botón en forma de selfi de soltero.

Creer que el lugar o la foto valen es porque uno demuestre haber estado allí. Cuánta estupidez junta. 

Esta foto la tomé en el Hollywood Bowl, en Los Ángeles, California. Sobra decir que todo esto es una autocrítica contra mí mismo, que también he padecido el delirio del imbécil digital. Conozco gente que sube sus fotos y las valora es por su presencia en ciertos sitios, cosa que de hecho me molesta porque no la entiendo. En Instagram pasa lo mismo, generalmente se sobrevalora la piel y la carne exhibida cuando lo que realmente debería perdurar es la gente que publica fotos tomadas por ellos mismos, donde nos muestran su forma de encuadrar, de aplicar una mínima dirección de arte y su visión del mundo, o la experiencia y el recuerdo generado, que a fin de cuentas es lo que importa.

Pero los chocolocos no, ellos son felices con sus filtros, texturas, mosaicos y demás deformadores de la mirada que afean la realidad, a decir verdad. Y la bobada incluye ecografías, más selfis, el almuerzo del día y demás elementos que si no registran ni comparten en internet, es como si no hubiesen ocurrido. Tengo un amigo que se resistió a abrir Instagram a menos que fuera para subir fotos de la realidad real, mostrando sus cagadas, literalmente hablando. Nomás fue que consiguiera novia para que se domesticara, y ahora además de tener cuenta, sube fotos de cosas cute que son sus seguidores quienes validan o no. Por eso digo, todo es respetable.

Y qué decir de los dichosos Hashtags, que sí que evidencian la estupidez humana en todo su esplendor. Si yo, que no me meto en eso tengo claro que un HT tiene como fin agremiarse en una tendencia en red, me pregunto con extrañeza a qué juega una persona cuando pone palabras como #Vivolavida #Yo #Lepasaacualquiera #Tengohambre y así, como si no bastara con entender que la imagen ya debería venir cargada de todo esto. Pero la peor de todas es #SinFiltro, donde la locura les da para subir una foto de algún sol que prefiriera quemarnos vivos a todos antes de volver a salir en una foto más.

Alguna vez leí que Instagram sumaba un nuevo usuario y 58 fotos cada segundo. Pensándolo bien, son más de 150 millones de puntos de vista donde la gran mayoría terminó por rendirse a compartirnos todas sus comidas del día, montándola de saludables, de felices, de completos, en un acto adictivo por dejarnos claro que debemos envidiar sus viajes, y en general sus #Chocolocuras. Pero no todo es malo, hay una que otra comunidad dedicada a compartir fotos de mascotas, cosa que me alegra, porque ya hay demasiados lagartos, sapos y siberianas #GoPro por aguantar.

En general, defiendo que la gente haga lo que se le dé la gana con su vida, comidas, heces, bebés y amaneceres, pero aprovecho esto para hacer mi propio manifesto: jamás, en lo que me quede de vida, tendré cuenta en Instagram. Espero compartir mi vida con alguien que sí lo tenga, y estaría bien, para usar su perfil y desde ahí seguir chismoseando, criticando a los selfis wannabes, a los que se la pasan subiendo memes robados, a los papás que les abren cuenta a sus pequeños bebés y sobre todo, preparándome para no ofrecer nada ni dármelas de nada, principalmente porque no soy nada. Lo demostré arriba, con mi peor foto instagramera.

lunes, 1 de junio de 2015

Matrimonio en Cartagena

Si de algo puedo presumir en la vida, es de tener un prontuario matrimonial alto. Claro, como asistente, porque de protagonista todavía no he fungido nada más que en las mentes de quienes deliran y hasta se atreven a describir cómo será mi casamiento. No hay nada que me fastidie más que eso, que me atarzanen en plena ceremonia ajena y con cierta sorna pregunten que cuándo es el mío, que yo veré dijo la nube, que si necesito ayuda para conocer a alguien, y así, como si uno fuera un impedido que no supiera hablar o conquistar, o como si uno no supiera que está soltero. ¡Gracias, genios, no me había dado cuenta!

Lo cierto es que he ido a decenas de matrimonios desde que tengo memoria: de niño fui pajecito tantas veces que siento haber quemado todas las ganas de usar corbatín con Converse mucho antes de los 10 años, por eso no le veo gracia a la gente que se casa en tenis y se creen la maravilla. Crecí -en sentido figurado- para seguir siendo pajecito adulto, que es estar en la corte de los novios. He desfilado por muchas entradas matrimoniales y diligenciado tantos sobres como para llenar de cartas a los secuestrados que aguardan mensajes en la selva. En definitiva, me gustan los matrimonios, tanto que me dan ganas de casarme con uno de ellos.

De todas las formas de casarse, ya tuve la oportunidad de asistir a una en la cual jamás tuve fe: el capitalino matrimonio en Cartagena. Sí, porque no hay nada más rolo que casarse en la costa y todo lo que eso implica. Matrimonio en Cartagena: el sólo título ya me suena a película de dudosa reputación, porque puede ir desde lo erótico de una aventura con una amiga de la novia, hasta lo terrorífico de terminarse peleando con unos vendeostras; pasando por la comedia de pagar $15000 por una botella de agua y hasta el drama de salvar a un amigo de las garras de un travesti obsesionado con él. ¡Es que todo puede pasar!

 Aquí el altar, los novios con vista a una especie de yate y los invitados con arena en sus alérgicos dedos.

Pero mis neurosis empiezan cuando me invitan, pues de entrada pienso que me tienen mucha fe. En este caso, asistí porque quiero mucho a la pareja protagonista y porque la novia es oriunda cartagenera; pero no puedo negar que tan pronto me comunicaron su intención de casarse en el Club Naval, mi cabeza, que además no sabe sumar, empezó a hacer cuentas alegres: tiquetes, estadía, plata para mecatiar en cositas, y hasta la pinta, que en últimas para mí es lo de menos. Y es que la boda bogocartagenera demanda que usemos guayabera, chiro hediondo que lo pone a uno a transpirar como caballo, cosa que es lo que uno menos quiere en tierra caliente. Yo, como creativo que aprendió a disfrazar de ingenio la pobreza, descubrí que arrugando una camisa manga corta blanca, podía pasar inadvertido como uno más. Háganlo, se ahorrarán $150000. La propina es voluntaria.

Y además, uno sabe que hacer cuentas, planear y ahorrar es todo lo opuesto a visitar Cartagena, la ciudad donde los matrimonios son otro negocio turístico. Para mí, hay cierto de snob en eso, y no lo digo de resentido: casarse en Cartagena es play, gomelo y algo pretencioso, pues uno de entrada sabe que dejará cierta imagen de opulencia cuando la gente vea las fotos en Facebook y envidiosos den like, porque algunos de ellos no alcanzarían a armar una boda ni en Cafam Melgar, que para mí es mejor inclusive que Disney World.

Mi vista desde la mesa. Si tuviera Instagram les mostraría la comida sin filtro.

Gracias a Dios mis amigos no nos obligaron a bailar mapalé con nativos de la región, ni a ponernos marimondas para las fotos con las palenqueras, que es al cliché que más le temo cuando voy a la costa. En el fondo entiendo que ese era su sueño: casarse en tierra caribeña para marcar así el inicio de un amor de realismo mágico. Yo, como de todo aprendo en la vida, ahora quisiera casarme en Cartagena sólo por una razón: estoy seguro de que el tacaño promedio no irá, y con eso me ahorro la tarjeta y la intención de convidar a gente que sólo le interesaría ver a mi familia, o de invitar por protocolo leguleyo a quienes ocuparán silla inmerecidamente. Para mí, los que son son los que están, los mismos que tienen claro cuándo no faltar y cuándo es importante invertir. Y desde ya los entiendo, porque nada más jarto que pegarse sendo viaje para acompañar la concreción del sueño de otro, mucho más cuando les tocará aguantarse una que otra neurosis de mi parte.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Ya lo he visto todo

Hace unos meses, Internet conmocionó con una básica pregunta: ¿De qué color ven este vestido, blanco con dorado o azul con negro? La cuestión dividió al planeta entero, puso a tuitear a la farándula y estableció la agenda-setting de los medios de comunicación, dando paso a que expertos en todas las ramas optométricas, políticas, sociológicas y económicas dieran sus teorías sobre por qué unos lo veían de tal color, otros lo veían del otro y algunos tantos lo veían color camaleón cambiante, aunque a otros el tema nos supo a la sustancia verdosa y excremental de color caqui.

Lejos de ser un tema trivial – aunque en realidad lo es-, la discusión llega después de que unas mujeres norteamericanas impusieran la tendencia de tinturarse los pelos de las axilas, en un extraño manifiesto de feminismo y moda. Para mí, que he vivido varios años notando que las estrellas de rock ahora hacen pop-op, que los políticos se mecen de izquierda a derecha y que lo impensable ahora sucede, no me queda nada más que decirles que el fin está cerca.

La civilización occidental está basada en esa promesa temerosa, de que un hecho catasfrófico fuera de nuestro control acabe con la humanidad, ya sea porque se viene una eternidad en el cielo o una pena en el infierno. La gente sufre por eso, y mucho vemos señales en todo lado para afirmar que merecemos ese final. Yo lo he deseado muchas veces: en 2012 cuando les entró el afán de los Mayas, quise que fuera verdad y todos estos incautos murieran. Lo mismo me pasa con el frenesí del Ice Bucket Challenge, con los papás que le abren cuentas en Facebook, Twitter e Instagram a sus bebés de meses y publican como si fueran ellos, o la gente que se toma selfies bendecidas y afortunadas exhibiendo sus pares de razones.

El fin está cerca, y no sólo porque ahora dejar en visto sea causa de pena de muerte, en realidad estamos en un cambio social y mental que nos obliga a adaptarnos o a morir, como decía Darwin. Criticamos a nuestros papás por tener mentalidades de empleados, pero nosotros nos obsesionamos con estudiar para hacer plata y ser libres, y terminamos con un grillete oficinista en forma de carné que nos obliga a cumplir horario a cambio de unas monedas. Antes se descrestaban con cosas que ahora nos resultas estúpidas, pero ahora nos quedamos con la boca abierta con cualquier meme, citado por algún noticiero como noticia real.

Cada vez es más difícil destacar en lo que sabemos hacer, y esas son cosas que uno no aprende en la academia sino tirándose una que otra materia en la universidad de la vida. Para mí, el fin ha estado cerca desde que me bautizaron como “Chespiritólogo” y trapearon el piso conmigo los trolles, cosa que, debo aceptarlo, me llevó a reflexionar de la necesidad de vivir esta era al máximo y de aprovechar cada cuarto de hora que se tenga.

Son muchas las razones para afirmar con certeza que el fin está cerca. Y más que un jipi con un cartel y una campana pregonándolo, hay que ver cómo lo que resta es rastrear que detrás de la onda zombi, la comida transgénica y el reggaeton cristiano hay una conspiración para hacernos creer que el apocalipsis se avecina. Y es raro, porque sigue sin pasar. Para mí, el fin del mundo es cuando uno decide rendirse y dejar de luchar, de pelear por lo que quiere y desea, y no se trata de esperar que se abra la tierra y nos trague, más bien de nosotros salir a comernos el mundo. Termino confesando que jamás pude ver el bendito vestido negro y azul. Espero no condenarme por eso.

Publicado en la Revista Mallpocket del mes de Mayo de 2015

jueves, 14 de mayo de 2015

A todos nos toca

A todos nos toca caminar para llegar más rápido, pasar la tarde en un parque, cantar pensando en jingles publicitarios, pedirle una foto a alguien que admiramos, llegar temprano a una entrevista de trabajo, esperar, compararse los zapatos con otro, pasar la calle por la cebra, ser parte de un flashmob, pedir ventana en un avión, hacer un brindis, ser miembro fundador de algo, viajar solos, enterrar a un amigo, adoptar una mascota, comenzar de nuevo, fracasar.

A todos nos toca escribir en un blog, bailar en televisión abierta, correr en un centro comercial, ser especialistas en algo que pocos valoren, hablar ante más de 1000 personas, obsesionarse con ligerezas, dejar de beber, rogar que no devuelvan la cuenta de cobro, leer la Biblia completa, vomitar el desayuno en carretera, vivir solos, alentar al equipo de los amores, afeitarse en un río, chisguear, aprender a manejar, entusarse, superar la tusa, donar sangre, atrapar el ramo en la boda de un amigo, encuentarse con alguien mayor, abrazar.

A todos nos toca leer revistas de farándula en una sala de espera, soplarle la comida caliente a un bebé, conocer a nuestra banda favorita, ser pajecito, escribir un comercial, renunciar a un trabajo, reencontrarse con los amigos del colegio, romperse un hueso, tener un amor platónico, aprender a cocinar, prestar servicio social, terminar ese libro empezado, hacer fila, tener una iniciativa de emprendimiento, viajar ligero, fracasar en el amor, viajar por el mundo, romper una guitarra como si fuera piñata, llegar a una ciudad donde nadie te conoce, envidiarle la novia a un conocido, callar.

A todos nos toca surfear, comprar baratijas, coleccionar algo, hacer nudos de corbata, ir a un Mundial de Fútbol, soportar un grupo de WhatsApp sin salirse, sufrir de rinitis, montar una venta de garaje, darse besos con alguien de la oficina, darle trabajo a alguien, recoger un helado del piso, regalar una sombrilla a una anciana, comer perro de mil pesos, aprender otro idioma, utilizar mejor la mano izquierda, odiar los curas o monjas del colegio, cambiar de desodorante, lavar un baño ajeno, pedir una visa, caerse en la ciclovía, dejarse crecer el pelo, reconocer.

A todos nos toca cantar en una fogata, vestirse de mujer, simular una edad diferente, lustrarse los zapatos en una plaza, pedir rebaja, almorzar corrientazo, conocer Nueva York, cangrejear, ganarse una licitación, predicar el evangelio, quemar la casa, regalar un libro, fingir demencia en la aduana, hacer ejercicio, doblar bolsas plásticas, limpiar la crema dental con babas, robar la cobija de un avión, ir a cine solos, acumular basura en la mesa de noche, charlar con un extraño en el bus, afiliarse a un gimnasio, pagar impuestos, mejorar.

A todos nos toca tener nuestra propia 'Bucket List' y luchar por cumplirla, porque la vida va tan rápido que daría pesar terminarla sin haber exprimido hasta el último segundo. Frustra y al mismo tiempo motiva saber que de todo lo que tengo que hacer en la tierra, no voy ni por la mitad. Razón suficiente para que a diario empuñe el brazo enhiesto, me sacuda el polvo y salga a pelear por lo mío, porque así lo quiso Dios.

martes, 28 de abril de 2015

Series

A veces quisiera que de una sentada a escribir, saliera de mí una inspiración tan brutal como para solucionarle los problemas a mucha gente, pero la verdad es que no pasa, o por lo menos no siempre. Hay días en que no hay mayor motivación para publicar más que actualizar, y creo que detrás de ellos hay también un mensaje por aterrizar, como hoy, donde me enfrento a una nueva frustración: no ver tantas series como quisiera.

La gente tal vez no lo entiende, o piensan que soy un obsesivo de nimiedades -que de hecho es verdad-, pero quisiera tener el tiempo libre de cuando estaba en el colegio para aplicarme una buena porción de binge watching, práctica que en español se denomina “atracón de televisión”, o jornada en la que una persona se dedica a ver episodios de una serie de televisión por horas.

Ahora podemos ver televisión cuando se nos dé la gana, escogiendo los horarios y hasta programando nuestra propia parrilla según nuestra vida; antes nos obligábamos a salir corriendo del colegio para alcanzar a ver un pedazo de Tentaciones, Chespirito, Dragon Ball Z y por qué no, Ranma 1/2. Si antes era impensable la opción de dejar grabando y por eso uno se obligaba a llegar para verlo todo, ¿por qué ahora no lo hago, cuando se supone que todo está dado para hacerlo? Y mi angustia sufre cuando abro el catálogo de Netflix y me doy cuenta que la industria no se congeló en Breaking Bad, sino que cada semana hay algo nuevo por ver.

Quisiera nombrar todas las series que he visto y me han marcado, pero la memoria me falla y además ni que me pagaran por promocionarlas. Han sido varias, todas tan diversas, brutales, confrontantes y reflexivas; eso sí, cada una muy adecuada para ciertos momentos de vida. Lo he hecho para seguir educando el ojo y ampliando la biblioteca de referencias mentales. El problema es que todavía no me puedo dedicar a ello, por aquello de las deudas, pero sí puedo recomendarle a la gente series de televisión como el boticario que recomienda medicamentos, tratando de leer un producto que le pegue a su realidad actual y en algo pueda mermar ese virus mental de la ignorancia y la comodidad.

De las series que he visto, algunas las llevo hasta el final, otras las dejo después de media temporada, pero siempre le doy la oportunidad al primer capítulo, pues a mi modo de ver, en el Pilot está la premisa de todo lo que uno podrá esperar de ahí en adelante. Y así pasa con las personas, hay momentos de vida donde se revela quién es quién, y a veces eso no pasa sino unas cuántas temporadas más adelante.

Y así como la gente, uno empieza a ver series y sufre cuando se las termina, porque queda un vacío en la mente y en la agenda que sólo puede ser llenado por otra serie. Es imposible no compararlas: de cada una se aprendió algo, pero hay que dejarlas ir y darles espacio para que también respiren. Alguna otras son tan adictivas que uno quiere todo con ellas, exprimirlas hasta el último segundo, y cuando me veo así de impaciente me siento algo lujurioso, y pues tampoco.

Lo cierto es que hace un tiempo leí que los creadores de series como Game of Thrones y Homeland, las escriben y diseñan adictivas adrede, poniendo ciertas puntas dramáticas tan altas sobre el final que uno siente que no puede esperar una semana para ver, y por eso hará lo que sea para mitigar esa ansiedad de saber qué pasará. Yo, que me dediqué a escribir para televisión, tengo clarísimo el trabajo que implica sacar un capítulo adelante, y todo esto me ha llevado a pensar que cada vez la televisión nos está reformando la vida a profundidad, pues si antes nos enseñaba a esperar, ahora nos muestra que en la vida nos podemos saltar las temporadas y hasta burlar el bioritmo que implica la espera.

La verdad, no tengo problema con eso: siempre he dicho que en la libertad de elección de cada uno se basa la vida de los demás; por eso sufro cuando la gente critica a la televisión per se, como si "la caja idiota" tuviese vida propia para emitir lo que se le ocurre. Prendamos, apaguemos, cambiemos de canal, hagamos lo que sea con ella, pero eso sí, de cada uno depende dejarla entrar en su cabeza.

lunes, 13 de abril de 2015

El club de los 27

Toda la vida soñé con cumplir 27 años, porque se supone que es la edad donde uno ya tiene la vida resuelta, está viviendo de hacer lo que ama y construyendo un legado, o haciendo historia de cualquier forma. Para mí, los 27 significaban plenitud en todas las áreas, y soñaba con vencer la niñez para llegar a ser grande, por lo menos de alma y experiencias porque sabía que la predestinación genética me dejaría siendo un Ávila más promedio cundinamarqués.

De eso me acordé por estos días, cuando llamé a un viejo amigo para felicitarlo por su cumpleaños y en medio de la charla, nos dimos cuenta de que ambos ya llegamos a esa edad donde tendríamos que destacar en algo, o por lo menos estar rozando una supuesta plenitud en varias áreas de la vida. Creo que todo se complica por esa bendita maña que tenemos de compararnos con otros, y es ahí donde empieza la infelicidad.

De niño crecí oyendo música e historias que me hacían pensar que cuando llegara a la edad en la que murieron Kurt Cobain, Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Janis Joplin y Brian Jones, sería uno más de ellos, no porque planeara morir inmerso en un mundo de excesos -aunque iba orientado hacia allá-, pero sí por el hecho de haber logrado algo histórico en mi área de interés, que siempre ha rondado los campos creativos. Esperaba que a los 27 ya hubiese grabado varios discos, comedias y prensado libros, es decir, haber vivido muchas cosas que me ha tocado ir corriendo de a pocos para los 30, que es como el deadline final de quienes crecimos en una civilización occidental forzosamente orientada al éxito a toda costa.

A los 27 de mis papás, yo ya había dejado de ser una ecografía y ya era real, de carne, hueso y heces fecales. Pienso en mí mismo siendo papá a esta edad, y me consuelo con cuidar a Colbón y Ágatha, porque lo demás lo veo tan lejano como que me guste la música de Silvestre Dangond, que es mucho decir (aunque se relaciona con las heces que fabrican mis hijos). Sin ir más lejos, a los 27 -y menos-, muchos de mis amigos ya tienen propiedades a su nombre, viven cerca del trabajo, no sufren por el ICETEX y van por el mundo caminando de la mano de alguien que los complementa. Yo, escasamente tengo este blog, unos LP's de The Beatles y varias camisetas envidiables.

Uno vive comparándose con el yo infantil, y es inútil, porque la vida no ha salido como uno la dibujó en aquella tarea del jardín infantil, donde con crayolas plasmamos el futuro tradicional que imaginábamos. Ahora ya tengo 27, y como otro cumpleaños más, no me dolió ni significó algún cambio particular como esperaba. Y es que crecer implica eso, que uno deje de pensar en el carácter milagrero de los días, como si dejarlos pasar fuese suficiente para ser mejor persona. Ahora pienso que aunque he vivido una vida con la cual me siento a gusto, quisiera poder hacer historia y no fama, porque la última es efímera, pero la primera es eterna.

Yo no sé si es tiza en el cerebro, o mucho tiempo de reflexión post Semana Santa, pero creo que llega un punto en la vida donde uno debe tomar partido ante esa insatisfacción de pre adulto contemporáneo, y pensar que esto se trata de hacer algo relevante o de morir en el intento, y para eso lo primero también es dejarse llevar por la inercia de quien ya se ha movido, dejar de remar y permanecer enfocado en el camino personal, donde cada uno escribe su historia de vida y descubre que la plenitud es relativa, pero ser silvestrista es imperdonable.


martes, 31 de marzo de 2015

Maestro

Alguna vez alterné mis labores de libretista con el noble oficio de la docencia, exactamente el año pasado. Lo cuento con nostalgia porque de la Escuela donde empecé a dar clases de escritura creativa nunca me volvieron a llamar, se aseguraron de pagarme con prontitud y así finiquitar cualquier relación o excusa para contactarme de nuevo. Y no, no eran clases pésimas aunque no lo crean, puedo decir con toda libertad que en cada sesión dejaba todo en la cancha, así que morí con los guayos y las gafas puestas. Creo que el problema radicó en que adapté parte del modelo con que a mí me educaron mis senseis, siempre tan polémico pero efectivo.

Uno en la vida tiene muchos profesores, pero pocos maestros. Le agradezco a Dios porque en mi vida académica y personal di con personajes oligofrénicos, provocadores y absolutamente salidos de los cabales, al punto de que para muchos pasaban por groseros e insensibles. La verdad jamás me sentí agredido por ellos, pues siempre entendí que su método radicaba en la confrontación directa a la obra, nunca a la persona aunque así pareciera.

Debe ser por eso - además por la increíble música-, que disfruté tanto Whiplash, porque entiendo que el talento en cualquier área se puede obtener si se es mentoreado por un experto, que generalmente es un genio y como tal está ligeramente demente. Aquí en Colombia, la gente brinca cuando ve Master Chef, que por la rudeza y agudeza de los chefs jurados, por ejemplo. Pero va uno a ver y es tal nuestra mediocridad, que terminamos dudando de lo que somos por algo que otro dice, y nos terminamos indignado porque una persona con más experiencia nos da palo, cuando es equivocándose que uno se pule.

La confrontación siempre merecerá un palco para verla en primicia. A mí esas vainas me emocionan porque yo pasé por ahí, por realities creativos, de entregas a contrarreloj donde los nervios siempre están de punta y sólo brilla el talento pulido. Traté de hacer unas clases donde la gente se llevara algo en la cabeza para pensar en la vida. Pequé depronto por entusiasta, porque motivé a los estudiantes a que llevaran amigos desparchados, y la clase se llenó de gente que jamás pagó, pero al menos se rompieron la crisma, algo que muchos de los que estaban inscritos no se atrevieron a hacer.

Seguramente no puse caritas felices, ni les mandé estrellita en la agenda para que los papás los besaran complacidos; pero sí me aseguré de resaltarles lo bueno, de hacerles notar sus genialidades dormidas y la necesidad de despertarlas de zopetón, lanzándose al agua, que es como uno aprende a escribir o a lo que sea. Hablábamos de la vida, de televisión, de publicidad, de la gente y del amor, temas tan interesantes donde radica el verdadero aprendizaje, pero para algunos era injusto gastarse la plata en algo que jamás se calificaría.

Esta semana, un profesor dijo que la presión es lo único que transforma el carbón en diamante, y aunque no soy partidario de la violencia, sí empiezo a creer que la exigencia tiene sus frutos; por eso es que el que no quiere aprender se queda en la forma y no ve el fondo, su testarudez y carácter elemental no le dejan ver que si no le hablan bonito no es por algo personal, sino porque están detectando que todavía puede dar más, y a eso se llega tras apretar los botones indicados. Por lo menos así le pasó a Gokú.

Sólo quería inspirar, quería que ellos tuvieran la oportunidad, filtrada santamente por mí, de recibir conocimiento también depurado por grandes creativos y personajes de la vida a quienes todavía trato de maestros. Pienso en eso cuando tiempo después me mandan sus escritos, me comparten sus blogs y los felicito por eso, porque van en camino a ser maestros Jedi míos sin saberlo. Lo sé porque no se quedaron con mi versión Gordon Ramsay en Kitchen Nightmares, sino que vieron más allá.

jueves, 26 de marzo de 2015

De lado y lado

Hace algunos años, cuando estaba en el colegio, recuerdo que la desaparecida Comisión Nacional de Televisión colombiana sacó una propaganda donde dos niños se enfrentaban porque en una estructura de cubos con letras, uno leía en una cara “casa” y la otra “taza”, dando lugar a una discusión que se acababa cuando cambiaban de lado, y leían la perspectiva del otro para darse cuenta de que ambos tenían la razón.

Me gusta que la gente pelee por lo suyo, sobre todo cuando de creencias y principios se trata. Pero francamente, a mí sí me cansa escuchar a un chovinista chibchombiano. Ellos, los mismos que se tocan porque nos relacionan con Pablo Escobar, o porque nos hacen memes cocainómanos, generalmente reaccionan con tal grado de violencia y predisposición que pareciera confirmar la inestabilidad de su identidad, como si las declaraciones de alguien pusieran en tela de juicio lo que en realidad somos.

Por un lado están los indignados contra Starbucks, Miss Universo y cuanta cosa nos frivolice la vida desde el exterior; pero en el otro extremo tenemos a los fanboys vendepatria que sienten que no nacieron en este “platanal”, que se avergüenzan de haber sido criados a punta de Aguadepanela y hasta niegan haber celebrado el anulado gol de Yepes en el Mundial de Brasil. Son los que se sienten víctimas del injusto destino que no les dio apellido con ascendencia italiana sino muisca.

¿Migrar o emigrar? Esa no es la cuestión, o por lo menos no del todo, muchos menos sin meter en esta colada a los inmigrantes, aquellos foráneos que visitan esta tierra consagrada al Sagrado Corazón y encuentran una magia que los motiva a querer quedarse. De eso dan fe miles de historias de extranjeros que, voluntaria o casualmente, dieron con Colombia y la convirtieron en su morada regular de negocios, amores y pasiones.

Lo complejo del asunto es que en Colombia vivimos en la polaridad extrema, y nos encanta tomar partidos a lado y lado sin permitirnos descubrir que muchos de los problemas de la humanidad se basan en no entender que somos diferentes, y como tal tenemos distintas perspectivas de ver la vida que no estamos obligados a embuir en el otro, que menos mal piensa distinto. Además, las realidades afuera son distintas y cambiantes, y esto sólo lo entienden quienes han agarrado sus chiros y se han ido, y es peligroso hablar de lo que uno no conoce.

No haremos de esta edición de MALLPOCKET ningún panfleto nacionalista o malinchista; pero sí buscamos resaltar que este país tiene tantas opciones como personas, y que si para algunos de afuera es el lugar ideal, debe ser porque hay algo que los de adentro no hemos logrado descrifrar.

Así como en la propaganda, todo es cuestión de perspectiva, y todo universitario debe tener claro que en sus hombros recae la responsabilidad de escoger dónde y con quiénes estar. Eso sí, sin olvidar los orígenes para recordar los futuros, porque de lado y lado del charco, lo que importa es seguir siendo persona.


Publicado en la edición de Marzo de 2015 de la Revista Mallpocket