viernes, 15 de agosto de 2014

Cara de payaso

Con tanto nazi digital a uno hasta le da cosa trinar, comentar o siquiera pensar. Y es que la moda trollera es fungir de cruzado, al punto de andar detrás de quien se lamenta por un tema que no le compete, o la muerte de alguien a quien no conoció. Es mi caso, no del nazi, sino del cristiano de a pie que al enterarse de noticias de otro se deja afectar por eso.

Estaba frente al computador cuando por la radio me enteré de la muerte de Robin Williams, comediante de los grandes a quien admiré desde que lo vi siendo Mrs Doubtfire, luego el mozalbete de Jumanji y el creador de Flubber. No pensé que me fuera a afectar la muerte de un actor además de Chespirito, que no ha muerto, pero a quien sí prometo guardarle su buen luto por todo lo que significa para mí.

El punto es que varios medios empezaron a publicar que Williams anduvo sus últimos días sumido en la más rastrera de las depresiones, fruto de sus constantes luchas contra la cocaína y el alcohol. Aunque nadie me lo crea, cuando me entero de que alguien muere, o se suicida sin haber logrado la victoria sobre sus aflicciones, me aterro y paralizo, porque he pasado mucho tiempo pensando en la eternidad como para no valorar a quienes se la van a perder.

No sólo extraño el talento del personaje desaparecido, (ando pegado a The Crazy Ones y ahora sufro al saber que se tendrá que acabar) sino que también duele el hecho de apostar qué estaba pensando y sintiendo para tomar la decisión que tomó. Lo cierto es que, para mí, Williams no se veía a sí mismo como el resto de los humanos tal vez lo vimos. Esa justamente es la gran paradoja del artista, de la misma que cantaba Joe Arroyo y que se despliega también a los comediantes: se aparenta una cosa, se vive otra y la gente no entiende eso.

Y no está mal del todo, pues el artista sabe que maneja roles y círculos sociales donde son pocos los cercanos que logran entrar a su camerino, aunque muchos aguardan afuera creyendo que lo que ven en escenario es del todo real. Entonces viene el sufrimiento de sentirse amado como artista y no como hombre, además de los demonios internos que todavía no terminan de salir de la cabeza y que generalmente golpean al bajarse de la tarima, pues el artista es altamente sensible y por tanto deprimible.

Ya he dicho que cuando se es comediante o creativo, se vive rabioso, abrumado y mentalmente en pugna. Los estándares que uno pone cada vez más van subiendo, pues todos esperan nuevos niveles de comentarios hilarantes y actuaciones difíciles de sobrepasar, lo cual lo convierte a uno en un ser imposible de sorprender, adicto a la aprobación y con menos tolerancia al fracaso que antes.

El comediante es tan inteligente que cohabita con la oscuridad, y creo que justamente eso es lo que le hace gracioso, el hecho de tener que enfrentar con humor la dureza de su realidad. Lo amargo es cuando esa fuerza creativa se desboca y se convierte en un tsunami emocional que termina con acabarlo todo. Eso es lo que me entristece, ver una mente brillante desaparecer producto de no aterrizar esa habilidad de separar el cómo me veo, del cómo soy; alguien que no conectó que la admiración de la gente está por debajo del autoconcepto y que se podía vivir a plenitud superando la frustración.

La pérdida está y no queda más que quedarse con la idea, aunque tal vez sea falsa, de que el artista desaparecido, un Williams, un Van Gogh, un Andrés Caicedo, en su tormentosa genialidad terminaron cegándose por sus propias emociones, y que de no haberlo hecho así,  tal vez nos hubiesen dado el privilegio de aprenderles un poquito más.


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