martes, 29 de mayo de 2012

Telepatrón

Trabajar en televisión hace que uno desarrolle una extraña amabilidad hacia la pantalla. En la universidad uno critica y critica a los medios, los ve como aparatos oligarcas que tan solo quieren lucrarse, que no proyectan valores, y uno se jura el Mesías que en el momento de recibir el cartón saldrá a cambiar el mundo con sus ideas revolucionarias con contenido. Uno se jura el futuro Fernando Gaitán que nadie ha descubierto, emancipación que llega hasta cuando uno se ve sentado en la oficina de recursos humanos afirmando que le encanta el noticiero, que viene a halar cables y a morder el polvo en dado caso de que sea necesario.

Ya adentro uno entiende de dónde viene la mirada del televidente, que a veces es beata, mojigata y mediocre. La gente critica y maldice a la televisión es porque nunca la ha hecho, porque creen que hablando mal de una pistola el asesino va a dejar de matar; piensa que entre más censure al cíclope electrónico más los contenidos se irán transformando como por arte de magia. Generalmente no es así. Me preocupa la gente que en un intento anacoreta de purificación logra sacar a la televisión de su vida, haciendo que en su casa ni se mencione la pantalla para evitar contaminarse. La televisión no es mala, el malo es uno que no aprendió a verla.

Ayer vi con juicio -miento, también iba tuiteando- el primer capítulo de la serie de Caracol "Escobar, el patrón del mal". No pienso entrar a criticar ni ponderar el producto porque aunque en la vida real vivo de mi criterio televisivo, a ninguno de ustedes, oh amados cabañeros y cabañeras,  les tiene que importar lo que yo pienso. Lo cierto es que me alentó, como todo buen televidente, saber para dónde va la historia: tener claro de antemano que el rufián va a cosechar con dolor la naturaleza de sus actos viles es lo que uno espera en la vida real. Uno se va a la cama convencido de que la gente al final de sus días recibirá lo que merece y eso produce un deleite mezquino, el saber que todos merecemos morir sorpresivamente.

Hoy hablé con el patrón, con mi papá. No con mi papá Dios, a quien me parecería de quinta decirle patrón, como si fuera un amo insensible y tirano. No, Dios no es así y mi papá tampoco. Hablé con mi papá, quien no quiso ver la serie en familia -recordemos que desde 2004 se emancipó con una compañera de la oficina-, argumentando que era una "apología a la violencia", que prefería ver Pobres Rico -y por obvias razones-. No sé a quién le habré sacado ese carácter experimentador que para muchos es deplorable en un cristiano, pues se traduce que ver contenidos diversos debilitará la fe en Jesús. Tampoco creo eso.

Y al despertar, la televisión sigue ahí. Tan campante, tan real, tan efectiva. Y muchos le tapan los ojos a sus hijos, les dicen que la televisión es del diablo, que no la vean; pero tampoco enseñan ni aprenden que el mal siempre ha estado ahí, que si vamos a hablar de un patrón de esta comarca debemos darle el crédito a Satán, quien sí se ríe del ingenuo que señalando al sol, se enfurruña en mirar el dedo de quien señala.


@benditoavila

miércoles, 16 de mayo de 2012

Guerra de nervios

Si algo recuerdo de la Colombia  noventera, eran las largas horas frente al televisor viendo El Chavo, Los Supercampeones, Los Motoratones de Marte y así con cuanta producción infantil o animada llegaba del extranjero. La televisión reinaba en mi casa, era mi amiga y acompañante en medio de las tardes de ocio escolar. Veía novelas, seriados, dramas, comedias y hasta musicales que indefectiblemente aportaron a la hora de escoger mi carrera, profesión y oficio, que nunca terminan siendo iguales.

Todo era una deliciosa rutina hasta cuando al Presidente Gaviria le dio por adelantar la hora para ahorrar luz, así que se generaban apagones programados y con ellos se agotaba la televisión. Digo que se agotaba porque veía cómo la pantalla parecía quedarse sin fuerza, sin vigor, sin energía. Me molestaba tener que dejar de ver televisión por un Gobierno que no entendía, por unas restricciones que para mí, a los 4 años, eran más que escandalosas. Fue ahí que de la mano de Colorín Colorradio, descubrí que la radio era mucho más creativa que la televisión, pues describía mejor las cosas, ponía música y además me hacía reír porque me llevaba a imaginar.


Nací a finales de los ochenta en Bogotá. Por lo tanto resulta tristemente obvio que crecí oyendo noticias de  detonaciones, explosiones y demás bombardeos. El narcotráfico acarreaba la peor de las guerras internas, pero la peor de ellas fue, es y ha sido la guerra de nervios. Ayer una explosión en la Caracas con 74 me devolvió a esos años, no de terror sino de especulación: es usual que en medio de estos escenarios todo el mundo crea tener la verdad, o se las den de periodistas porque tienen Twitter.

La gente suele tratar a los usuarios de BlackBerry como ralea tecnológica, y los entiendo: somos unos acomodados que creemos que por tener pin deberían respetarnos. Todavía no entiendo por qué lo uso, si lo único que ha generado en mí son más dependencias que facilidades. Cómo no van a juzgarnos con tanta dureza si hay usuarios tan miserables que a lo único que se dedican es a regar información a través de las cadenas. Me gustan las letras de colores, pero desde que veo y leo esos caracteres morados lo único que pudo hacer es eliminarlos sin siquiera leer si necesitan sangre, si se acaban de robar a un bebé o si matan por enésima vez a Chespirito. Ya no espero nada bueno de alguien con BlackBerry.

Peor que cualquier bomba atómica -en contra de cualquier exministro- es un pueblo con las facilidades comunicativas que nunca ha aprendido a utilizar. Que había otra bomba en otro lado, que otros explosivos iban a acabar a los curiosos que no habían evacuado la zona, que una volqueta y una camioneta habían sido robadas, que fue por el TLC, y así con cuanta pendejada la gente quiere llamar la atención. Ya me genera muchos problemas tener que explicar qué hace un comunicador social como para que ahora toque también enseñar que las cadenas de BlackBerry no hacen mejores personas, ni previenen, ni alimentan, ni nada. Creer en una cadena de BlackBerry es creer que el niño Dios cuando grande es Papá Noel.

Hagámosle un bien a la humanidad: dejemos de creer ciegamente todo lo que dicen los medios, los chismosos y las cadenas estas. Tal vez hasta que no aprendamos que la información no debe exagerarse no saldremos de la mediocridad comunicativa de la que muchos se quejan pero son los principales generadores.


@benditoavila

miércoles, 9 de mayo de 2012

Embajañero

En una Colombia ideal Shakira hubiera sido acribillada por no cantar el himno como debiera cualquier paisano. En una Colombia ideal todas las barrabasadas de La Mega serían penalizadas duramente con amputaciones de cuerdas vocales. En una Colombia ideal nuestro trabajo iría acorde con las ideas y no con las influencias. En una Colombia ideal estaríamos facturando por dar  trucos y consejos, porque de algo se ha de vivir. En una Colombia ideal podríamos viajar por todo el mundo confiadamente, sin la necesidad de someternos a escarnios y vergüenzas a la hora de solicitar visas. Así me lo imagino.

Soñar no cuesta nada, pero a mí me costó $252 000 que consigné fielmente para aplicar a la visa americana. Todavía me pregunto exactamente por qué buscamos viajar a Estados Unidos, si tiene que ver con la influencia infantil de entrar al Magic Kingdom y abrazar a Mickey Mouse, o recorrer las calles donde Macaulay Culkin se resbaló y  bandidos en Central Park. Uno de colombiano raso, oficinista y aspiracional que se cree mejor que la familia, siempre espera poder dar un paso más que ellos y destacar en algo, así sea exhibiendo una foto en las playas de Baywatch. Nos pegamos de lo que sea para humillar al par, al parce, al que se crió con nosotros pero no la supo hacer y fue papá a los 17.

Lo primero que uno debe tener claro es que es colombiano. La colombianidad nos lleva a la igualadez, al desparpajo, al atajo de querer colarse en la fila y a cuanta cosa burda uno sabe que a los gringos no les gusta. Ni a los gringos, ni a los venezolanos, ni a los británicos, ni a los eslovenos, y así con otros cientos de gentilicios. No es un misterio que solo 54 países del mundo no le piden visa a los colombianos; seguramente es porque nosotros, lindo pueblo arrodillado, le damos entrada a todo el que simplemente quiera venir a nuestras cumbres. Les cambiamos nuestro oro por sus espejos, nuestras mujeres por sus enfermedades, nuestra vida por su visa.

El hecho de ser colombianos nos da derecho de conocer Argentina -el destino hipster latinoamericano-, Filipinas -donde en algunas regiones todavía se habla en español-, Israel -la tierra del niño Dios-, Laos -que sí señores, es un país y no solamente las iniciales de Laura Ospina-, y así con otro reducido número de naciones. Este problema se basa en que como colombianos no sabemos viajar, porque pensamos que los únicos que pueden hacerlo son los ricos y que la fuerza oficinista estará condenada a revolcarse en las playas improvisadas de Cafam Melgar. Nada más falso que eso.

Para viajar se necesita derribar el paradigma de que es costoso. Es verdad, hay que ahorrar y esforzarse para no perecer en el intento. En mi poca experiencia como trotamundos, descubrí que los viajes se deben planear, que la gente espera que viajando se solucione todo o que en el viaje hayan milagros hollywoodenses como que en el camino algunos ancianos nos ofrezcan comida porque nos parecemos a sus nietos. Viajar es renacer, es tomar riesgos; pero como colombianos somos asalariados, acomodados y mediocres, nos conformamos con ver la alegría de otros sin siquiera intentar lo impensable.

Todavía me pregunto de dónde salen tantos mitos urbanos a la hora de pedir la visa: que si uno no mueve la cuenta con abundantes sumas de dinero se la niegan, que si dice que va solo se la niegan, que si duda en la entrevista se la niegan y así. Lo único que deberían decirle a uno es que lleve pantalones que no se caigan cuando le quiten la correa, pues ni a esta ni al celular les dan entrada. Uno saca un mundo de papeles, certificados laborales y bancarios, colillas de pago, retenciones, hasta fotos de uno feliz en Colombia; porque eso sí, si algo debe quedar claro es que uno no piensa quedarse, pues la vida está aquí.

Entender esto me llevó a diseñar una estrategia en redes sociales, tal cual como si fuera una marca. A diario empecé a comentar que me iba de vacaciones, que desde siempre he sido un firme imitador del Pato Donald, que me gustaba Star Wars y en últimas publiqué esta canción y aclaré que en vez de cantar "sueño", cantaba "vacaciones", no vaya a ser que algún cónsul piense que planeo quedarme a ganar en verdes.

Uno se esfuerza por irse perfumado y bañado, trata de comportarse a la altura a pesar de la corta estatura, menciona los países que conoce, alardea de la empresa donde trabaja, enumera su prominente manejo del inglés, y así se vende como colombiano de bien. Yo preferí el lado oscuro de la colombianidad, ese que sin mucho esfuerzo enseña una lección de proporciones bíblicas: la verdad libera. Dije que planeaba viajar, que iba de turista, que escribía como trabajo -que no es lo mismo que trabajar escribiendo- y que conocía México. La visa fue aprobada y ahora me doy cuenta de que no hay peor miedo que el no hacerlo por miedo.


@benditoavila

miércoles, 2 de mayo de 2012

El Oficinismo

El oficinismo está sobrevalorado. Uno se levanta cada mañana a la misma hora, se baña con el mismo jabón, se queja de las mismas vías rotas al salir de casa, se monta en la lata de sardinas roja, finge preocuparse por otros oficinistas que no saben que encontrárselos en el camino no indica tener que conversar, se deja requisar a la entrada, asegura no traer armas cortopunzantes ni peligrosas, prende el mismo computador, revisa las mismas tablas de excel, contesta las mismas preguntas de las mismas personas que parecieran no tener nada nuevo qué contar, espera el almuerzo, saborea las lentejas cocinadas desde la noche anterior, le pide a otros oficinistas le compartan carne o legumbres, los oye hablar de sus inapetentes vidas, nuevamente finge preocupación, toma una siesta, espera que sean las dos de la tarde para volver al mismo computador a pensar en las mismas cosas que piensan los oficinistas, revisa el correo, se mete a Twitter a tratar de leer algún enlace interesante, oye música, se distrae a propósito, va al rapicade a pagar recibos, sube a recursos humanos a pedir colillas de pago, revisa el archivo a ver qué hay de nuevo, pide aromática, le ofrece candela a los que fuman, mete un billete en la máquina surtidora que no da vueltas, escribe en un blog, espera que sean las seis para irse a casa a pensar en que el fin de semana está muy lejano y que mañana hay que volver a repetir el mismo ciclo.

El oficinismo está sobrevalorado porque no hay nada más coartante que la rutina. Algunos oficinistas van ascendiendo, logrando otras plazas dentro de la compañía; otros vemos cómo los practicantes se quedan con lo que tal vez pudo ser nuestro. Seguimos contando billetes ajenos e imprimiendo ideas de otros con la esperanza de que el derecho de piso del que hablan las empresas valga la pena en el momento en que algún vicepresidente levante la mirada para buscar nuevo talento. Pero ni así, porque esa misma rutina hace que a uno lo vean como activo fijo, como otra fotocopiadora que pareciera estar destinada a quedarse ahí para siempre.

El oficinismo está sobrevalorado porque es el residuo de un sueño que no pudo ser, es el aborto de la creatividad, es una pega de arroz que ni el agua ha podido sacar. Claro que hay que estar agradecido con el oficinismo y el trabajo, pues de ahí uno come, paga las deudas y trata de ahorrar para tener dinero en la cuenta a la hora de presentarse a pedir la visa americana; pero pensar en una eternidad en la planta nuclear, en el mismo cargo y con Burns encima no es grato ni para el propio Homero Simpson.

El oficinismo está sobrevalorado porque hace darks a los creativos, les enseña mañas, los contamina de rencor y resignación ante un futuro que parece cada vez más distante y oscuro. Les roba el tiempo, les castra las ilusiones, los adoba en su propio y baboso jugo. No sé qué carajos quiere la gente que sueña con trabajar en una gran empresa, si para cuando el sueño se hace realidad el tiempo ya se ha ido y la vida también.


@benditoavila