lunes, 21 de octubre de 2013

Al mundial

La Fiebre de las Cabañas es un reflejo de la colombianidad: todo llega tarde y cuando ya no es noticia. Debe ser que por eso no fui periodista, porque lo mío no es la operación en caliente de contenidos, aunque me gusta eso de la inmediatez. Digo esto porque cuando lean estas letras digitales, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras, sabrán lo que aprendí de Breaking Bad, lo que pienso de Tuiter y también que MiSeletsión ya tiene su tiquete al Mundial Brasil 2014.

Aunque no soy un hincha furibundo del fútbol, tengo la costumbre de regir mi vida en torno a los Mundiales. A la fecha, he vivido seis Copas del Mundo y con la que viene siete, lo cual representa más de 24 años de sufrimiento colectivo, desilusiones familiares y demás recuerdos que cada cuatro años construyo mientras el planeta entero se vuelca de atención al balón.

En Italia 90 hasta ahora estaba aprendiendo a hablar, pero por fortuna mi mamá hizo sendas grabaciones de mis precarias locuciones, cantando los goles de Frely Lincon y creyendo que era primo mío. Recuerdo que vivíamos al sur de Bogotá y que mis papás pasaban por una extraña crisis que no entendía, pero hacía que mi papá fuera y viniera a la casa tan solo para ver a Colombia jugar contra Yugoslavia, Emiratos Árabes y Alemania, quien sería la selección campeona.

Si algo corre por nuestras venas colombianas es esa peligrosa sensación triunfalista, la misma responsable de expresiones como usted no sabe quién soy yo y ayúdate que yo te ayudaré. Con el fútbol no ha sido la excepción, pues con ese empate a Alemania, Colombia entró a octavos con el ego en la cabeza y la sobradez en los pies. Nos montamos en el caballo sin ensillarlo y nos juramos la última Coca Cola del desierto sin siquiera haber entrado al mercado de los goles.

El 5 de septiembre de 1993 mi hermano tenía tres días de nacido, y como mi mamá estaba convaleciente, mi papá me llevó a donde mi abuelita, para que no estuviera fastidiando a la criatura recién nacida con las típicas bromas que le hacía cuando era tan sólo una barriga redonda. Recuerdo que esa noche habilitaron el salón comunal y un vecino llevó un video beam precario, integrado por un VHS que recibía la señal de la programadora Caracol en Cadena Uno y proyectaba en la pared aquel evento que partió en dos la historia del país.

Tenía cinco años y recuerdo que lloré de la felicidad, no tanto por Colombia, sino porque mi familia estaba nuevamente unida celebrando, a pesar de que en Marzo de ese año murió mi abuelo y todo se desajustó en nosotros. Lo único que alcanzó a dejarme el viejo fue el álbum lleno de USA 94, el cual usé para ver cada partido, celebrarlo a su nombre y que ahora colecciono como un tesoro, pues también es la confirmación de que de nada sirve tener una herencia si no hay un legado detrás de ella. Vimos la final en la casa de un tío abuelo, comiendo mute santandereano y aplaudiendo a Taffarel.

En 1998 mi papá trabajaba como administrador de un parque que ahora le pertenece al Distrito. Ya tenía dos hermanos igualmente curiosos con quienes vimos el gol de Preciado y la derrota ante Inglaterra. Recuerdo a Mondragón llorando desconsolado y al Pibe cambiando la camiseta con Beckham, mientras pensaba que el fútbol es un martirio constante del cual era mejor prescindir. Así que dejé de seguir a Millonarios, desempapelé los afiches y decidí pensar que eso de ganar no era para nosotros, por lo que el Mundial de 2002 pasó sin pena ni gloria por mi cabeza, pero lo recuerdo perfectamente porque fue el año en que mi papá consiguió viaje directo a una nueva sucursal, con azafata a bordo.

Al principio me culpé, como todo hijo que percibe un matrimonio que se desmorona ante sus ojos. Pensé que mi renuncia al fútbol y el desinterés de mi mamá por el deporte lo habían lanzado en brazos de la moza, quien resultó más escurridiza que cualquier balón pateado por Ronaldo. Aprendí que en líos de pareja lo mejor es hacerse a un lado, y que tal vez debía esperar el próximo Mundial para recuperar la magia familiar pasada.

En 2006 estuvimos con mis hermanos en compañía de mi papá -y ya sin mi mamá-, viendo el cabezazo de Zidane en una pantalla improvisada en el parqueadero de Cafam Floresta. Me acuerdo que ese día también lloré, no por Francia, ni por lo triste de los comentaristas invitados, sino porque recordé que cada final de la Copa del Mundo mi vida está en un estado distinto, totalmente opuesto. Esa misma sensación tuve en 2010, cuando vimos la transmisión del partido que ganó España a través del canal de televisión para el que trabajo.

Lo chévere de los Mundiales es que parten el año en dos: antes del Mundial, tiempo en el que nos la pasamos hablando de los partidos, las pollas, las láminas por conseguir; y después del Mundial, cuando nos la pasamos hablando de lo que pasó y de lo que vendrá. Tengo esas expectativas del año que viene, que me agarre por sorpresa y que cuando esté viendo esa final, las cosas no se parezcan a los recuerdos, ni los colores se vean como parecen.

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