viernes, 21 de noviembre de 2014

Consejos para enfrentar el oficinismo

Ñoñamente, el oficinismo podría ser definido como esa disciplina laboral de carácter sedentario y administrativo que se desarrolla dentro de una organización espacio temporal y en una atmósfera cultural particular. Pero a decir verdad, el oficinismo es una forma de vida que consume la existencia de un determinado ser, llamado oficinista, el mismo que para darse aires creativos decora su cubículo con fotos de familiares y de su equipo del alma, en aras de encontrar motivos para luchar o no morir en el intento.

Lo primero que a uno le aconsejan es pensar que nada es eterno, que hay que tener inventiva para pensar que al día siguiente todo puede cambiar. Es verdad, porque al día siguiente se pone peor. Si es verdad eso de que el trabajo lo hizo Dios como castigo, seguramente es porque quien lo dijo estaba inmerso en una oficina, con un carné al cuello o al cinto (grillete al fin y al cabo), esquivando a los de su misma especie: los oficinistas, seres aventajados que dedican sus horas laborales para revisar redes sociales, pedir citas médicas y cuadrar las salidas a tomar con las de recursos humanos, porque las de contabilidad son medio brusquitas de cara, el eufemismo perfecto para ‘feas’.

Generalmente, el oficinista tiene su rutina montada: se levanta cada mañana a la misma hora, se queja de las mismas vías rotas al salir de casa, se monta en la lata de sardinas a la que le llaman Transmilenio, se deja requisar la maleta a la entrada, asegura no traer armas cortopunzantes ni peligrosas, prende el mismo computador, revisa las mismas tablas de excel, contesta las mismas preguntas de las mismas personas que parecieran no tener nada nuevo qué contar.

Aquí aconsejan los expertos escuchar música, o ver alguna película que conecte con emociones positivas. Las recomendadas son Masacre en Texas, Psicópata americano y Pesadilla en la calle del infierno, por aquello de la coherencia mental y del agobio que produce ver a otros oficinistas ascendiendo, logrando plazas dentro de la compañía que podrían ser de uno, mientras uno sigue contando billetes ajenos e imprimiendo ideas de otros con la esperanza de que el derecho de piso del que hablan las empresas valga la pena en el momento en que algún vicepresidente levante la mirada para buscar nuevo talento. Pero ni así, porque esa misma rutina hace que a uno lo vean como activo fijo, como otra fotocopiadora que pareciera estar destinada a quedarse ahí para siempre.

Pero no todo es tan malo, está la hora de almuerzo, la que paga la venida. Este es el tiempo preferido para chismosear el resumen ejecutivo del fin de semana pasado, cuando una de las asesoras comerciales se dio besos con un asesor comercial, y quién sabe si la cosa paró ahí. Ese es el tiempo para saborear las lentejas cocinadas desde la noche anterior y traídas en coca, y darse cuenta de que no hay huevo y toca irse de gotereo, pidiéndole a otros oficinistas que compartan de su carne o legumbres, o en su defecto láminas repetidas del álbum del Mundial.

Recomiendan también vencer los días oficinistas difíciles practicando algún deporte intenso, pero va uno a usar la mesa de ping pong y el gerente operativo la tiene amañada toda la semana, dizque porque anda en un duelo con el jefe de sistemas, quien espera darle su merecido en el juego, porque en la mesa nunca podrá ganarle en poder ni en ingresos. Entonces toca salir a darse aires polucionados comiendo postre, pero como las filas en las heladerías y las mismas calles están repletas de oficinistas a esa hora, resta irse a buscar un prado para pastar. La frustración aumenta cuando al llegar al prado cercano hay un sector oficinista apostando la gaseosa en un cotejo micrero de alto turmequé.

Entonces no hubo siesta, ni postre, ni nada. Solo hay afán porque ya son las dos y pico y hay que volver al mismo computador a pensar en las mismas cosas que piensan los oficinistas, revisar el correo, distraerse a propósito y así, todo para evadir a oficinistas confianzudos anhelando que algo pase para salir volando de ahí, ya sea un día de integración o un simulacro de evacuación, ambas con posibilidad de escaparse para siempre.

También aconsejan escribir, o dedicarse a una afición. Lo malo es que las oficinas no ayudan, porque además de las restricciones de horario tipo colegio, donde uno marca tarjeta es después de las 5:00 p.m. así haya acabado lo del día a las 10:00 a.m., hacen que no haya tiempo sino para las redes sociales, o para el fino arte de perder el tiempo.

Y es pescando en la red que uno encuentra que a Walt Disney lo echaron de un periódico acusándolo de ser poco imaginativo y no tener ideas originales; entonces uno se siente prócer victimario, incomprendido y resuelve esperar la próxima prima para dar el paso y largarse, pero justamente llega la de recursos humanos trayendo colillas de pago y contando que aprobaron el descuento por nómina del préstamo que se pidió para estrenar carro.

Entonces resta refrescar las ventanas de correo, volver a mirar los cuadros de excel a ver qué hay de nuevo, pedir aromática, ofrecerle candela a los que fuman, meter un billete en la máquina surtidora que no da vueltas y finalmente esperar que sean las seis para irse a casa a pensar en que el fin de semana está muy lejano y que mañana hay que volver a repetir el mismo ciclo.

Lo bueno es que no hay mal que dure cien años, ni oficinista que se pensione. Por eso más que decálogo para comportarse socialmente, lo mejor es entender que es una etapa que se deben quemar, así como las neuronas y las pestañas que han de morir mientras se logra la libertad.


Publicado en la Revista Mallpocket de Noviembre de 2014

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