jueves, 25 de septiembre de 2014

Una tusa para esta mesa

Hace poco estuve hablando con un hombre, quien me abrió su frustrado corazón para contarme que acababa de terminar con su novia. Eso no es noticia, y menos en Colombia, donde nos anestesiamos con la violencia diaria en pequeña y gran escala, casi como si fuese una sección más del noticiero. El punto es que el tipo contó que su ex lo mandó a volar bajo una excusa que, espero, alguien logre descifrar: "te dejo porque no te costó nada conquistarme".

Si yo quedé peor de desubicado, imagínese al pobre tipo, a quien la perorata le supo a todo menos a lógica. Y ese es el problema, hemos adoptado un sistema amoroso donde pensamos que en el amor no hay dolor. Nada más falso que eso. El amor también desgarra, demanda un rompimiento mental y personal donde uno se compromete a fondo con alguien en cuanto ese alguien también lo hace. Es un acto de negación afectiva donde ambos mueren para ganar.

¿Y qué pasa cuando uno de los dos decide compactar esas promesas y esperanzas para detonarlas con TNT? ¿Qué decir de aquel de lo dejó todo en la cancha, para que llegara un rival a gambetearse la pecosa que tanto ha cuidado? ¿Cómo no sufrir por amor cuando este se muere y por este se siente morir? ¿Cuando el amor se daña es mejor cambiarlo en vez de repararlo? Son preguntas a las que como seres humanos alguna vez nos hemos tenido que enfrentar, pues de rupturas amorosas e historias detrás de ellas está hecho el mundo.

No hay amor sin despecho, palabra que seguramente viene de la sensación oprimente de “perder el pecho”, en un rompimiento del corazón y del esternón de paso. Porque la tusa, bendito plato con aroma de postre y sabor a arsénico, viene siempre por sorpresa y con las más bajas motivaciones. Lo paradójico es que la decepción es una emoción con una fuerza equivalente al mismo amor: lo que unió con tanta pasión, termina separando con la misma potencia, dejándolo a uno con un deseo agresivo y descorazonado en el que caben todo tipo de reacciones, preguntas y desconciertos.

A uno no le dan cátedra para sobrellevar la tusa ni para evitar caer en ella, y eso por eso que se va aprendiendo a enfrentarla con lo que se tiene, que nunca será suficiente. La cabeza maquinando teorías conspirativas, el corazón ideando estrategias y los pensamientos desorbitados robándose la poca paz y sueño que quedan no son buenos compañeros de viaje hasta que el tiempo pasa.

Por esas y muchas otras razones, dedicaremos esta edición a hacer de tripas corazón, a volver a poner el pecheche sobre la mesa como quien va a diseccionar un sentimiento al que le huimos, pero que es inevitable y por tanto se vuelve algo que uno aprende a vencer y hasta disfrutar. No hay amores buenos ni malos, ni hay tusas buenas o malas; son cosas que uno sabe (tusa-bes) que en el fondo hacen crecer aunque no gusten, como la Emulsión de Scott.

Así que es momento de sacar el Kleenex, poner esas canciones que en sano juicio uno jamás cantaría a grito herido y entender que los sentimientos que no se enfrentan, se quedan a perturbar para siempre, pero que los desamores con los que uno aprende a convivir son esos que después liberan. Así como el tipo del inicio, quien ya apartó 3 ediciones de esta Mallpocket: una para él, otra para su ex y una para su nueva novia, quien no empezará de cero después de leer la carta del restaurante emocional al que se está montando sin saberlo.


Publicado en la Revista Mallpocket de Septiembre de 2014

jueves, 18 de septiembre de 2014

Brujería cristiana

Hace un par de años soñé que estaba con una amiga soltera y la veía quejándose airada, porque su novio nada que llegaba. Lo extraño es que en el sueño, yo sabía que ya tenía a alguien, y como nada más el tipo estaba a punto de entrar, le insistí en que se tranquilizara, que si ya estaba a la vuelta del pasillo para qué jodía tanto con la puntualidad, que ya era suyo.

Lo curioso es que cuando le conté este sueño, en lo real, mi amiga se rió algo incrédula mientras prometió darme la primicia "donde eso llegara a pasar". Mi sorpresa aumentó pasados 2 días exactos, cuando me llamó a contarme que acababa de comprometerse y que, efectivamente, su Shrek estaba a escasos dos centímetros de su corta vista.

Hasta ahí normal. He seguido con mi vida ufanándome de tener la cabeza entrenada como guionista, lo cual me ha permitido atar cabos en las vidas de otros, quienes no saben que secretamente les escribo sus vidas y hasta pronostico ciertos giros dramáticos, como buen Cupido local. Pero hace poco volvió a pasar, cuando soñé que otra amiga se ennoviaba, para sorpresa de todos. Le conté y naturalmente rió desconcertada, hasta que pasadas algunas semanas (esta vez la revelación llegó con más antelación) me contó que el sueño se había hecho real.

Antes de que me tilden del Nostradamus contemporáneo, o de un remake chibcha del tipo de Destino Final, quiero dejar claro que no tengo control de esto, que entiendo que es una especie de don inmerecido que no he buscado, que las palabras del tío Ben me taladran el espíritu, porque eso de que tener un gran poder conlleva una gran responsabilidad es cierto, y me da vaina ponerme a dañarle la vida a alguien imaginándolo haciendo lo que quiero.

Desde entonces, son varios los que me ruegan que me sueñe con ellos, pidiendo confirmaciones y señales para envalentonarse a recibir propuestas, o a decidir si irse por ese camino o no. A esos les digo que se retiren de mi presencia, porque si puedo pronosticar algo será un tramacazo en esa cabeza, a ver si sacuden sus pensamientos con lo que realmente deberían hacer; porque francamente, si dependiera de mis sueños su felicidad, hace mucho hubiera soñado conmigo mismo, que es lo justo.

De esos pánicos espirituales es que se nutre la brujería cristiana, o aquella bella práctica de torcer el brazo de Dios con oraciones y proclamas que tal vez no hemos sido llamados a levantar, de pedirle a otros que nos digan qué hacer, como si a Dios le quedara grande y no pudiera. Creo que Él no tiene intermediarios para hablarnos, aunque otra cosa es que a uno le dé mamera preguntarle o sencillamente disfrace el miedo de dependencia de él, como quien pide confirmaciones hasta para comer.

Es que siempre será más fácil pedirle luces a otros, cuando quienes tenemos que vencer el miedo a tomar decisiones somos nosotros mismos, mucho más cuando las bendiciones están al alcance de una embalada poco o nada calculada de donde deriva la plenitud y la sorpresa de lo eterno. Por eso disfruto viendo a mis amigas, felizmente comprometidas con personas que supieron correr el riesgo de entender que la voluntad de Dios es lo que uno escoge, y que hasta de un posible fracaso Él hará algo que nadie jamás imaginaría.

Iba a montar consultorio de brujería cristiana, pero para eso tengo este blog, el cual nació como un hijo no planeado al cual nunca abandonaré. Lo digo sin habérmelo soñado.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Sin Facebook

En la infancia, le tuve miedo a la oscuridad, al ropavejero y, aunque nadie me lo crea, a los perros rabiosos. Le tuve pánico a la canción de Los Victorinos, al opening de un programa llamado Monstruos, a la soledad y a Marilyn Manson. Todo eso lo vencí con ayuda de un vaquero cristiano del quien aprendí que el miedo hay que expulsarlo y no ocultarlo detrás de valentías infantiles, porque cuando uno crece se da cuenta que lo que no hizo de niño difícilmente resolverá de grande.

Pero los miedos nos acompañan en todas las etapas de la vida. Ahora le tengo miedo a que me chucen (el cuerpo en un callejón y las comunicaciones en un correo), a que me clonen las tarjetas, a un mal gobernante y a que me toque hablar de lo que no sé, porque eso sí que es puro irrespeto. Pero el peor de todos mis miedos contemporáneos ha sido desaparecer de las redes sociales, específicamente de Facebook, nuestra amada vitrina de vanidad.

No vengo a hablar de teorías sociales sobre eso, porque ya todo está casi dicho. Cuando decidí cerrar Facebook, en un acto de emancipación personal, me tuve que enfrentar a correos y llamadas (las que ya nadie hace) de amigos y conocidos intrigados, casi alarmados por mi desaparición digital. Que si estaba deprimido, que si stalkeando había visto algo indebido, que si los había bloqueado y por qué. A todos les contesté lo mismo: lo cerré porque nunca antes lo había hecho, básicamente por miedo.

Facebook me consumía mucho tiempo, y no está mal, porque de hecho perder el tiempo es sano; solo que llegó un punto en el que me sentí tan sobrevalorado que me aterré. Sufría cada vez que me agregaba algún desconocido, porque tras revisar los amigos en común, confirmaba que tal vez nos habíamos cruzado por la calle y jamás me di ni por enterado. Tengo mucho corazón como para no aceptar las solicitudes, porque en el fondo soy una madre que no quiere generar raíces de rechazo en nadie.

La vaina es que no tener Facebook en estos tiempos francamente es una estupidez, pues el tema ya no es solo socialización, sino de sobrevivencia. Un estudio ha demostrado que uno de cada diez jóvenes ha sido rechazado para un trabajo debido a su perfil en las redes sociales, y ese panorama no es alentador con quienes intentamos escapar del caché de Zuckerberg, porque no hay cómo rechazar a quien ha desaparecido.

No vengo a montarla de emancipado que ve a todos como entes alienados por el sistema, ni mucho menos. Cada quién puede hacer con sus redes lo que le venga en gana, solo que en mi caso me di cuenta de lo obsesionado que puedo llegar a ser con ciertos temas, al punto de preferir evitar andar en la palestra pública, contándole a personas lo que pienso, las cosas que hago o mostrando lo íntimo cuando en el futuro me arrepentiré de eso. No soy la gran cosa, pero de ahí a que muchas personas se enteren hay una gran diferencia.

Los miedos hay que enfrentarlos, no sepultarlos creyendo que debajo del tapete se pudrirán y desaparecerán. Ahora me siento menos informado de las vidas de muchos, pero un tanto más libre de preguntar lo que me interesa a quienes me interesan, los mismos que sabrán dónde ubicarme mientras me doy una vuelta por el universo, desintoxicándome de likes, invitaciones a jugar Candy Crush y chats privados que generalmente conviene nunca contestar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Puente

No sé de cuándo acá la muerte se volvió tan determinante para lo que escribo. Se podría pensar que soy un periodista olfativo esperando algún deceso para publicar algo, como ya ha pasado un par de veces. Pero la verdad es que para mí, la muerte siempre ha sido algo más habitual que la misma vida, porque solo con su llegada uno pude reconfigurar los recuerdos.

Así me pasó cuando me enteré de la muerte de Gustavo Cerati, uno de mis héroes en muchos aspectos y que de cierta manera aportó a muchas de las ideas y conceptos que he construido. Lo primero es hablar del colegio, porque si algo bueno me queda de aquel nido de ratas (al cual ya perdoné) son los recuerdos de la banda de rock en español que montamos, Caos, donde versionábamos todo tipo de canciones de Soda Stereo como una manera de resistir la presión de los curitas Dominicos. 

Con Cerati, muere lo que me quedaba del colegio: se van las tardes de conversaciones sobre la vida adulta y el amor, adobadas con torneos de International Superstar Soccer o Crash Team Racing en Play Station. Con Cerati se van los mil y un intentos de aprender a hacer cejilla en guitarra para tocar De Música Ligera mejor que los demás. Con Cerati se mueren los recuerdos de viajes a la finca del colegio en Anolaima, y de amistades imborrables que ya no existen.

Cuando escogí estudiar Comunicación Social, me daba risa pensando en Cerati, el mismo tipo que dijo que esa carrera era perfecta para gente que no tenía ni idea de qué hacer con su vida, pero tenía una idea creativa. Me daba risa pero de la nerviosa, porque me metí en esa vacaloca sin tener claro más que quería darle forma a los pensamientos que ya traía, a mi fe ardiente y a mis sueños de ver las cosas distintas. Y sigo sin saber cómo.

Fue así que en la universidad seguí recordando frases como esa, que siempre eran motivo de reflexión: "lo que seduce nunca suele estar donde se piensa", "me pasé la eternidad deseándote, no es momento para ser cobarde", o la clásica "poder decir adiós es crecer". Y es que pasar por una Facultad de Comunicación y Publicidad de cierta manera era un homenaje a Cerati, quien me inspiró a conformar una que otra banda para hacer temas propios, o simplemente tocar para rellenar el ego.

Tengo algunos recuerdos javerianos. Cuando trabajaba en lo que ahora es Ático, había sonidos que aligeraban mi jornada de monitor sin acceso a internet, musicalizaron uno que otro video institucional por encargo y hasta me inspiraron en el look. Porque hay que decirlo: así suene muy banal, mi pelo fue un homenaje a Cerati, porque el tipo la tenía clara en cuando al manejo de rulos, siempre los tenía en su punto. Creo que es momento de confesar que alguna vez llevé a la peluquería, en el Blackberry, fotos de Cerati para que el estilista se inspirara y diera forma con tijeretazos a cada uno de mis crespos. Pendejadas que hay que contar.

Pero si tengo un gran recuerdo de Soda Stereo, fue el día en que me enteré de que harían la gira "Me verás volver", por allá en 2007. Aunque nadie me lo crea, me emocioné como si viniera el mismísimo Jesucristo, porque Soda era una leyenda inconclusa cuando tenía 9 años, y ahí, una década después, ya podría disfrutarlos con uso de razón y dos dedos de frente. Me enruté a comprar boleta general, que recuerdo era roja y me costó algo así como 86 mil pesos, algo que no me importaba en aquella época de pobreza universitaria.

Puedo decir con mucho orgullo que ver a Soda Stereo en vivo ha sido una de las cosas más bonitas que me ha pasado en la vida. Primero porque era tener la posibilidad de ver en vivo las canciones que gritaba en la intimidad, o que acompañaron una que otra tusa escolar. El bendito poder de la música y el recuerdo de escenas que van ligadas a nuestras experiencias, que en últimas es eso lo que nos engancha y extrañamos de los difuntos, lo que pudieron aportar desde su lejanía a nuestra construcción de criterio.

Cerati duró 4 años en coma, y eso sí que es mucho aguante. Aguante para unos, estupidez y atropello para otros. El tema de su muerte llevó a que mi mamá me dijera que donde a ella le pasara algo así, me exigía que le pusiera música cristiana de fondo, le apretara la mano y la dejara ir, porque la inmortalidad se hace en vida y no en tiempos muertos. Le dije que ante todo tenía amor para darle ya, porque si algo aprendí de Cerati fue que el amor es ese puente que nos une. 

"Cruza el amor, que yo cruzaré los dedos"