lunes, 25 de abril de 2011

Friday, bloody friday

Tal parece que uno no debería escribir en el trabajo. Estoy empezando a creer eso ahora que me enfrento al terror de quienes usan las letras para expresarse: la censura. Ojalá fuera censura ideológica o profunda, pero es más que aquí en la oficina acaban de bloquear el acceso a La Fiebre, YouTube, Facebook, y cualquier página que signifique pérdida de tiempo para los empleados de una gran cadena de medios. No es nada coherente que en pleno siglo XXI, en pleno año del conejo (Pfff) y además en un canal de televisión no permitan que accedamos al mundo virtual. El darme cuenta de esta coerción empresarial detonó en mí una ira rebelde que creí haber expulsado pero que tal parece que aún clama por justicia y por sangre.

Después del desahogo, hago una pausa reorganizativa y me rasco el codo derecho: siento un raro ardor que se mezcla con una repentina jaqueca propias del cansancio mental. Hoy he pensado y no es que lo haga mucho; pensar es habitar un espacio distinto y aunque presumo de estar pensando todo el tiempo, hoy pienso en los viernes santos, en la vida y en la sangre con la que terminé el párrafo anterior.

Nunca he creído que el tiempo pasado fue mejor que el presente, ni mucho menos que el futuro. Me aburre creer que ya he vivido lo mejor y que lo que ha de venir es un holograma insignificante, por eso desde 2002 creo que lo mejor no ha pasado aún. Comparo mis pasados viernes santos y voy a distintos flashesback en los que estaba en Cafam Melgar y creía que eso era el paraíso, otro pensamiento que se ha venido desmoronando con la llegada de la madurez. Si antes creía que las vacaciones eran todo, ahora pienso que tomar un avión o un carro nunca es la mejor vía para enfrentar los problemas. Otro viernes santo del pasado estuve parado con un bajo de cuatro cuerdas, brincando y agitando los crespos que en aquella época caracterizaban al particular. Lo curioso es ver cómo nos cambia la vida de dos años para acá, de un año para acá, de un mes para acá, de un día para acá.

Hace un año salí a la madrugada a cumplir con mi trabajo del momento: Disc jockey. Como siempre he amado la radio, estuve en la mejor de las radios universitarias que, entre otras cosas, fue escenario para que muchísimas letras inundaran este hijo. Ponía música colombiana, clásica, jazz y reggae, la que siempre me ha llegado más. Mientras oprimía botones y presentaba canciones mi cabeza pensaba en el futuro, como tratando de construirlo desde el presente. Debo confesar que usaba la línea de la emisora para llamar a celular, y aunque no me demoraba mucho, sí lograba concretar distintos planes y reuniones juveniles festivas, por ejemplo un viernes santo.

Hace un año estaba donde mi abuela, cambiándome la ropa y esperando que esas llamadas a celular fructificaran y significaran algo más que diversión festiva. Abrí los ojos, parpadeé y estaba en un Chevrolet Spark gris llegando a una bolera muy reconocida. Si algo aprendí de mi papá fue a hablar con firmeza, a escuchar las necesidades de la gente, a armar parrillas de asados y a jugar bolos. Siempre es bueno tener un mentor que forme las malas maneras y refine las buenas, así que ejercí ese papel con quien creí valdría la pena. No hay nada más ingrato que dar lo mejor a alguien que nunca se dará por enterado del sacrificio que uno está haciendo; y sé que hay que dar sin esperar a cambio, pero hay que aceptarlo: hay momentos en que damos en modalidad compro a crédito: doy pero a futuro cosecharé. Ahí estaba yo, jugando bolos una lluviosa tarde en la que pensé que abonaba el terreno, pero a los pocos meses terminé por ser estrellado como si fuera uno de los pinos que acostumbro derribar.

Mi familia tiene una costumbre heredada del abuelo: todos los viernes santos desayunamos papas fritas con huevos fritos. Desde que tengo memoria ha sido así, y aunque no soy muy pegado de las tradiciones, esta particularmente me hace sentir parte de algo, así que espero ser parte de ella y difundirla cuando yo sea ese patriarca familiar que espero encarnar. Estas son las conductas del pasado que nunca quiero olvidar, tal cual como la que hace que todos los viernes santos no vayamos a trabajar y veamos La pasión de Cristo, y aquí vuelvo al tema de la sangre: los viernes santos me recuerdan la sangre de Jesús, me recuerdan quién soy y quién quiero ser.

Lo resumo en dos palabras: Inmenso Amor. Me he quejado una y mil veces de una y mil cosas que me enfadan o sorprenden, pero si de algo estoy seguro es que esa cruz que me atrapó no es cuestión de suerte, no es religión ni es moda: la cruz “es”. Este viernes santo, después de desayunar, dediqué mi día a ver películas de todo tipo, a llevarme chorros de imágenes mentales buscando detonar nuevas creaciones. Si el mundo supiera que Jesús es más que una película o un día festivo, sería capaz de entregar todo por él. Todo menos la sangre, porque sangre es lo que él supo entregar.

viernes, 8 de abril de 2011

Dream on

He vuelto a soñar. Pero calma, no es que haya perdido la esperanza o algo parecido. De hecho, decir que se ha vuelto a soñar se volvió tan poca cosa como afirmar que perder es ganar un poco, o que la corrupción es inherente al ser humano, o en el mejor de los casos listo papito, si es ya es ya. Estas y muchas otras son construcciones gramaticales propias de un orate propiedad de los Hermanos Gasca y entrenado por Alejandro Villalobos. Yo sí he vuelto a soñar, porque anoche tuve uno de los sueños más bizarros de mi última temporada mental.

Como mi intención no es dármelas de Bertolt Brecht (ni mucho menos de Silvio Rodríguez), voy a contar lo que recuerdo de mi guasquiladeado sueño, que evidentemente sería materia prima para una película de Gondry y desecho industrial para una de Dago. Se titula Soñar sí cuesta algo y como buen sueño, mezcla personas de distintas épocas de mi vida en un ambiente por supuesto híbrido en el que se destaca incoherencias surrealistas pero muy viscerales.

Soñé con juegos pirotécnicos que emergían del edificio de mi abuelita una noche oscura. Soñé que los veía, inmensos, muy rojos y extremadamente sonoros. Soñé que del suelo emergía un perfecto y planchado billete de diez mil pesos que yo sabía era para mí. Lo curioso de ver un billete en sueños no es que uno deba interpretar que viene la riqueza o la pobreza; para mí encontrarme plata es una costumbre tan legendaria como tomar aguadepanela, es un código entre Dios y yo. Soñé entonces que veía un billete y sabía que era para mí, pero debía luchar por él contra dos personas que conozco perfectamente.

Soñé con una lucha grecorromana por un billete. Soñé que entraba al canal de noche a editar un documental y que en la sala de edición había gente de la Iglesia. Soñé que algunos muchachos que usaban camisetas negras con la palabra STAFF comían con mi jefe, quien les daba cátedra de la vida de Joe Arroyo. Soñé que perdía mi carné laboral en el Éxito y que sabía que todo se iba a solucionar con un paso de tiempo producido por mi propia cabeza. Soñé que un compañero de la universidad entraba en su batimóvil a mi oficina mientras usaba un bluetooth como el que usan los conductores que cubren la ruta hacia Duitama por tierra. Soñé, no como Zoé; soñé en verdad y de verdad. Fue un sueño irrespetuoso, indigerible, de esos que llega a las 4:30 am y que uno no recordaría de no ser porque se anota en el acto el recuerdo latente.

Soñé con mi hermano desnudo. Soñé que corría lejos de mí y que cambiaba tanto su vida que ya no era mi hermano. Soñé con mi otro hermano, quien permanecía muy cerca mío aunque en la realidad no lo está. Creo que los sueños vienen a ser escapes de la mente, catarsis del futuro, estados de placer deseados. Lo curioso es que en el sueño todo cambió cuando llegó la lulz día exterior. Allí estaba ella. Ella me tomó de la mano, me haló hacia sí y me pidió que sonriera. Yo permanecí estupefacto mientras entrazaba sus dedos con los míos y yo me rubirizaba, tímido, quieto. Ella tenía un peculiar brillo en sus ojos, me miraba y me recordaba que la paz a su lado es algo ilógico, pero supremamente certero.