miércoles, 20 de mayo de 2015

Ya lo he visto todo

Hace unos meses, Internet conmocionó con una básica pregunta: ¿De qué color ven este vestido, blanco con dorado o azul con negro? La cuestión dividió al planeta entero, puso a tuitear a la farándula y estableció la agenda-setting de los medios de comunicación, dando paso a que expertos en todas las ramas optométricas, políticas, sociológicas y económicas dieran sus teorías sobre por qué unos lo veían de tal color, otros lo veían del otro y algunos tantos lo veían color camaleón cambiante, aunque a otros el tema nos supo a la sustancia verdosa y excremental de color caqui.

Lejos de ser un tema trivial – aunque en realidad lo es-, la discusión llega después de que unas mujeres norteamericanas impusieran la tendencia de tinturarse los pelos de las axilas, en un extraño manifiesto de feminismo y moda. Para mí, que he vivido varios años notando que las estrellas de rock ahora hacen pop-op, que los políticos se mecen de izquierda a derecha y que lo impensable ahora sucede, no me queda nada más que decirles que el fin está cerca.

La civilización occidental está basada en esa promesa temerosa, de que un hecho catasfrófico fuera de nuestro control acabe con la humanidad, ya sea porque se viene una eternidad en el cielo o una pena en el infierno. La gente sufre por eso, y mucho vemos señales en todo lado para afirmar que merecemos ese final. Yo lo he deseado muchas veces: en 2012 cuando les entró el afán de los Mayas, quise que fuera verdad y todos estos incautos murieran. Lo mismo me pasa con el frenesí del Ice Bucket Challenge, con los papás que le abren cuentas en Facebook, Twitter e Instagram a sus bebés de meses y publican como si fueran ellos, o la gente que se toma selfies bendecidas y afortunadas exhibiendo sus pares de razones.

El fin está cerca, y no sólo porque ahora dejar en visto sea causa de pena de muerte, en realidad estamos en un cambio social y mental que nos obliga a adaptarnos o a morir, como decía Darwin. Criticamos a nuestros papás por tener mentalidades de empleados, pero nosotros nos obsesionamos con estudiar para hacer plata y ser libres, y terminamos con un grillete oficinista en forma de carné que nos obliga a cumplir horario a cambio de unas monedas. Antes se descrestaban con cosas que ahora nos resultas estúpidas, pero ahora nos quedamos con la boca abierta con cualquier meme, citado por algún noticiero como noticia real.

Cada vez es más difícil destacar en lo que sabemos hacer, y esas son cosas que uno no aprende en la academia sino tirándose una que otra materia en la universidad de la vida. Para mí, el fin ha estado cerca desde que me bautizaron como “Chespiritólogo” y trapearon el piso conmigo los trolles, cosa que, debo aceptarlo, me llevó a reflexionar de la necesidad de vivir esta era al máximo y de aprovechar cada cuarto de hora que se tenga.

Son muchas las razones para afirmar con certeza que el fin está cerca. Y más que un jipi con un cartel y una campana pregonándolo, hay que ver cómo lo que resta es rastrear que detrás de la onda zombi, la comida transgénica y el reggaeton cristiano hay una conspiración para hacernos creer que el apocalipsis se avecina. Y es raro, porque sigue sin pasar. Para mí, el fin del mundo es cuando uno decide rendirse y dejar de luchar, de pelear por lo que quiere y desea, y no se trata de esperar que se abra la tierra y nos trague, más bien de nosotros salir a comernos el mundo. Termino confesando que jamás pude ver el bendito vestido negro y azul. Espero no condenarme por eso.

Publicado en la Revista Mallpocket del mes de Mayo de 2015

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