jueves, 11 de septiembre de 2014

Sin Facebook

En la infancia, le tuve miedo a la oscuridad, al ropavejero y, aunque nadie me lo crea, a los perros rabiosos. Le tuve pánico a la canción de Los Victorinos, al opening de un programa llamado Monstruos, a la soledad y a Marilyn Manson. Todo eso lo vencí con ayuda de un vaquero cristiano del quien aprendí que el miedo hay que expulsarlo y no ocultarlo detrás de valentías infantiles, porque cuando uno crece se da cuenta que lo que no hizo de niño difícilmente resolverá de grande.

Pero los miedos nos acompañan en todas las etapas de la vida. Ahora le tengo miedo a que me chucen (el cuerpo en un callejón y las comunicaciones en un correo), a que me clonen las tarjetas, a un mal gobernante y a que me toque hablar de lo que no sé, porque eso sí que es puro irrespeto. Pero el peor de todos mis miedos contemporáneos ha sido desaparecer de las redes sociales, específicamente de Facebook, nuestra amada vitrina de vanidad.

No vengo a hablar de teorías sociales sobre eso, porque ya todo está casi dicho. Cuando decidí cerrar Facebook, en un acto de emancipación personal, me tuve que enfrentar a correos y llamadas (las que ya nadie hace) de amigos y conocidos intrigados, casi alarmados por mi desaparición digital. Que si estaba deprimido, que si stalkeando había visto algo indebido, que si los había bloqueado y por qué. A todos les contesté lo mismo: lo cerré porque nunca antes lo había hecho, básicamente por miedo.

Facebook me consumía mucho tiempo, y no está mal, porque de hecho perder el tiempo es sano; solo que llegó un punto en el que me sentí tan sobrevalorado que me aterré. Sufría cada vez que me agregaba algún desconocido, porque tras revisar los amigos en común, confirmaba que tal vez nos habíamos cruzado por la calle y jamás me di ni por enterado. Tengo mucho corazón como para no aceptar las solicitudes, porque en el fondo soy una madre que no quiere generar raíces de rechazo en nadie.

La vaina es que no tener Facebook en estos tiempos francamente es una estupidez, pues el tema ya no es solo socialización, sino de sobrevivencia. Un estudio ha demostrado que uno de cada diez jóvenes ha sido rechazado para un trabajo debido a su perfil en las redes sociales, y ese panorama no es alentador con quienes intentamos escapar del caché de Zuckerberg, porque no hay cómo rechazar a quien ha desaparecido.

No vengo a montarla de emancipado que ve a todos como entes alienados por el sistema, ni mucho menos. Cada quién puede hacer con sus redes lo que le venga en gana, solo que en mi caso me di cuenta de lo obsesionado que puedo llegar a ser con ciertos temas, al punto de preferir evitar andar en la palestra pública, contándole a personas lo que pienso, las cosas que hago o mostrando lo íntimo cuando en el futuro me arrepentiré de eso. No soy la gran cosa, pero de ahí a que muchas personas se enteren hay una gran diferencia.

Los miedos hay que enfrentarlos, no sepultarlos creyendo que debajo del tapete se pudrirán y desaparecerán. Ahora me siento menos informado de las vidas de muchos, pero un tanto más libre de preguntar lo que me interesa a quienes me interesan, los mismos que sabrán dónde ubicarme mientras me doy una vuelta por el universo, desintoxicándome de likes, invitaciones a jugar Candy Crush y chats privados que generalmente conviene nunca contestar.

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