viernes, 8 de abril de 2011

Dream on

He vuelto a soñar. Pero calma, no es que haya perdido la esperanza o algo parecido. De hecho, decir que se ha vuelto a soñar se volvió tan poca cosa como afirmar que perder es ganar un poco, o que la corrupción es inherente al ser humano, o en el mejor de los casos listo papito, si es ya es ya. Estas y muchas otras son construcciones gramaticales propias de un orate propiedad de los Hermanos Gasca y entrenado por Alejandro Villalobos. Yo sí he vuelto a soñar, porque anoche tuve uno de los sueños más bizarros de mi última temporada mental.

Como mi intención no es dármelas de Bertolt Brecht (ni mucho menos de Silvio Rodríguez), voy a contar lo que recuerdo de mi guasquiladeado sueño, que evidentemente sería materia prima para una película de Gondry y desecho industrial para una de Dago. Se titula Soñar sí cuesta algo y como buen sueño, mezcla personas de distintas épocas de mi vida en un ambiente por supuesto híbrido en el que se destaca incoherencias surrealistas pero muy viscerales.

Soñé con juegos pirotécnicos que emergían del edificio de mi abuelita una noche oscura. Soñé que los veía, inmensos, muy rojos y extremadamente sonoros. Soñé que del suelo emergía un perfecto y planchado billete de diez mil pesos que yo sabía era para mí. Lo curioso de ver un billete en sueños no es que uno deba interpretar que viene la riqueza o la pobreza; para mí encontrarme plata es una costumbre tan legendaria como tomar aguadepanela, es un código entre Dios y yo. Soñé entonces que veía un billete y sabía que era para mí, pero debía luchar por él contra dos personas que conozco perfectamente.

Soñé con una lucha grecorromana por un billete. Soñé que entraba al canal de noche a editar un documental y que en la sala de edición había gente de la Iglesia. Soñé que algunos muchachos que usaban camisetas negras con la palabra STAFF comían con mi jefe, quien les daba cátedra de la vida de Joe Arroyo. Soñé que perdía mi carné laboral en el Éxito y que sabía que todo se iba a solucionar con un paso de tiempo producido por mi propia cabeza. Soñé que un compañero de la universidad entraba en su batimóvil a mi oficina mientras usaba un bluetooth como el que usan los conductores que cubren la ruta hacia Duitama por tierra. Soñé, no como Zoé; soñé en verdad y de verdad. Fue un sueño irrespetuoso, indigerible, de esos que llega a las 4:30 am y que uno no recordaría de no ser porque se anota en el acto el recuerdo latente.

Soñé con mi hermano desnudo. Soñé que corría lejos de mí y que cambiaba tanto su vida que ya no era mi hermano. Soñé con mi otro hermano, quien permanecía muy cerca mío aunque en la realidad no lo está. Creo que los sueños vienen a ser escapes de la mente, catarsis del futuro, estados de placer deseados. Lo curioso es que en el sueño todo cambió cuando llegó la lulz día exterior. Allí estaba ella. Ella me tomó de la mano, me haló hacia sí y me pidió que sonriera. Yo permanecí estupefacto mientras entrazaba sus dedos con los míos y yo me rubirizaba, tímido, quieto. Ella tenía un peculiar brillo en sus ojos, me miraba y me recordaba que la paz a su lado es algo ilógico, pero supremamente certero.

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