martes, 29 de julio de 2014

Memorias de WhatsApp

Llevo un buen tiempo encomendándole mi memoria y sociabilidad a 'El Joe', como se llama mi celular. Soy de esa clase de personas que disfrutan bautizando sus objetos inanimados, obligando a los demás a que se refieran a ellos con nombre propio. El Joe es útil, pero cobró mucho más valor cuando empecé a usar WhatsApp, que más o menos fue el mismo día que lo compré.

Es que esta aplicación de chat es casi imprescindible para triunfar. Así de extremo, porque resulta que gran parte de mi vida se resume en sus grupos y conversaciones. Ahora estoy metido en tres grupos de trabajo, donde estoy conectado con gente importante a la que admiro y por eso temo embarrarla dándomelas de chistoso enviando memes, pero también quedándome callado y pasar por grosero cuando dicen que "Era gol de Yepes" y no me río.

La tensión aumenta cuando escribo sin confirmar que sea el chat adecuado, porque no me permito errores básicos como compartir links que no he revisado, hablar de lo que no se conoce o equivocarse de conversación, siendo este último superado por las neurosis que produce escribir mal. Me doy duro cuando pasa, y luego pienso que es una tontada que nunca hubiera pasado si la conversación se hubiese dado en lo real, en el 1.0.

WhatsApp es la manera en que me contactan, como la batiseñal digital que titila y suena con un par de campanazos. La vaina es que me desencajo un poco cuando oigo el pitidito, el cual indica que es hora de ponerse las gafas, conectarse, escribir, enviar, o en el mejor de los casos simplemente responder. Pero como también estoy en un grupo de amigos, donde cuadramos viajes y demás eventos de socialización cristiana a los que llamamos 'farras', siento el impulso innecesario de hablar, o enviar canciones, o algo que indique que sigo vivo y buscando oír risas grabadas para alimentar el ego.

Los grupos de WhatsApp, y en general sus chats, tienen la facilidad de exagerar, generar malentendidos y sobredimensionar las ideas, tal cual como lo haría Messenger en su época. Estas vainas para mí tienen su lado satánico, porque uno nunca es lo que chatea sino una caricaturización o exageración encarnada en letras. El grado de maldad de este app aumenta gracias a la opción que no tenía MSN, que era confirmar el recibido y además leído del destinatario, que según muchos ya es un síndrome causante de divorcios.

Y es que en los chats uno puede mostrarse en una versión beta de uno mismo, de ahí que haya tantos enamoramientos digitales y malentendidos básicos, porque no hay emoticones que reemplacen la proxémica con la que uno hace algún comentario, las reacciones y las caras que nos evitan tener que escribir el triste "No mentiras".

Ya con el problema planteado, no pretendo desmontar el sistema ni mucho menos, pues soy el más feliz de poder resolver las cosas fácilmente, sin tener que gastar más plata y en correspondencia a la era en la que vivimos. Simplemente tenía que contarlo, en un intento de no defraudar a los que leyeron lo que escribí de Starbucks y creen que se encontraron con un filósofo digital con cara de bachiller. A todos ellos les digo que soy más divertido chateando, pero en persona y haciendo XD con mi propia cara.

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