jueves, 15 de enero de 2015

Babel

Recuerdo que cuando vi la película escrita por Guillermo Arriaga (porque el cine no es sólo de los directores), salí pensando en cómo la Biblia siempre nos sirve de pretexto cinematográfico, la base para desarrollar nuestras vidas y adaptarlas al contexto propio tomándola como referencia dramática. Yo, en parte, por eso la leo, porque detrás de la narración también hay una forma de encontrar a un Dios interesado en darnos las directrices para vivir con claridad en la tierra.

En Babel vemos cómo unos hermanos pastores en Marruecos se relacionan con una familia estadounidense de vacaciones por ese país, que a su vez tienen que ver con una niñera mexicana en San Diego que partirá al matrimonio de su hijo en Tijuana, y una muchacha sordomuda japonesa que sufre por la muerte de su mamá. En la Biblia vemos la historia de los orgullosos descendientes de Noé, quienes querían hacer una torre que los hiciera famosos y los llevara a tocar el cielo, literalmente. En la intersección, encuentro a la humanidad y su mayor facultad: la imperfección incoherente.

Ser humano es hacer las cosas mal, es ser intenso e incisivo con lo que se busca; pero también es ser miedoso e indeciso, lo cual nos vuelve contradictorios. Repasando el texto bíblico me impacta que Dios mismo dice que los humanos podremos hacer todo lo que nos propongamos y que nadie podrá detenernos, entonces ¿por qué las cosas no salen como se libretean? ¿Por qué fracasamos en nuestras historias personales si podemos hacer lo que se nos venga en gana?

La respuesta la encuentro en el verso siguiente, donde ese mismo Dios, en un acto de amor incomprensible, esparce a los humanos por toda la tierra y permite que aprendan otros idiomas, para terminar de complejizar la vaina. Por un lado, cuando se nos desbaratan los planes y se cae el castillo de naipes, siento que está la mano de un Dios que permite la separación, pues sólo quien ha percibido el dolor de una pérdida sabe lo maravilloso que se siente recuperarse.

La película le apunta a los puntos de giro de la vida, no tanto por el azar sino a plasmar cómo las decisiones que tomamos en milésimas de segundo nos pueden dañar el caminado por el resto de la eternidad; y cómo nuestra vida también se ve modificada por las decisiones de otros, con alcances inimaginables por lado y lado. Siempre que pierdo a una persona pienso en esto, en que Dios mismo me permite elegir cómo va a ser mi vida, pero que llega un punto en que, si se lo pido, meterá mano y colmillo para llevarme a crecer, a subir de expectativas, ofreciéndome un camino lejos de lo escaleteado por mí mismo.

Nos interesamos por personas, pero no terminamos de decidirnos por ellas, y cuando las perdemos nos lamentamos, a pesar de que fue por falta de determinación. Y vivimos tranquilos hasta que se entra un tercero a colación, y reaccionamos con el síndrome del triciclo. ¿Quién nos entiende? Decimos muchas cosas pero las emociones nos cambian, y es triste, porque creo que madurar es aprender a vivir con las emociones calibradas y las decisiones fijadas, a pesar de lo que se pueda presentar.

Nadie ha pensado en lo triste que debió haber sido para estos personajes bíblicos perder la comunicación entre sí, cómo los que un día se trataron con cariño vieron que tiempo después no entendieron el lenguaje del amor del otro, y en esa cruda ignorancia creyeron leer las acciones de sus cercanos para darse cuenta de que no dijeron lo que creyeron.

Así como en Babel, donde queda claro que el dolor de la traición y la reconstrucción del amor son idiomas que no todo el mundo logra compaginar. Así como en la Biblia, donde la historia de amor de Dios con la humanidad implicó un gran sacrificio, difícil de comprender. Así como en la vida real, donde si el idioma de uno era movimiento, y el del otro quietud, sólo se puede concluir que no estaban corriendo en la misma carrera.

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