martes, 6 de mayo de 2014

Blackmail

Ahora resulta que la gente me tiene miedo. Asumo que no me temen tan literalmente (es claro que no intimido ni a un gato recién nacido), pero sí a contarme sus historias. Es una pena que priven a un amante de la vida cotidiana de ese preciado néctar que es el cotilleo: el fino arte de nutrirse con rumores de pasillo, radio bemba, corrillos, chismes o como se les quiera llamar.

La verdad es que me gusta el chisme, pero como tengo una memorización selectiva después se me olvida lo que me contaron y hasta quién lo hizo. O en el peor de los casos, se me olvida que me lo contó un sujeto X que odia a un sujeto Y que no debe enterarse y termino siendo peor recadero que el mismo Chavo del 8. Me pasó hace poco, cuando me pidieron una referencia personal para una nueva vacante, sin saber que estaba haciéndole el cajón a otro conocido. Me hice bolas y por querer agradar en lado y lado, me crucificaron.

Tengo muchas tarimas en la vida y a todas las alimento con lo que me cuentan. Me imagino que a esa exposición es que le tienen miedo todos los que me inspiran contenido, pues está claro que soy un Homero Simpson de la docencia y la comedia sin adornos. En mi defensa, debo decir que soy poderoso pero no peligroso, como un pitbull bien domesticado que ignora su ki de pelea masticando botellas de plástico sin saber que con sus mandíbulas podría llegar a dominar el mundo.

Es complicado vivir siendo ingenuo, porque aunque soy astuto para conseguir lo que quiero, cuando se trata de otros soy fácil de pillar. Y no es que viva chismoseando, pero a veces doy por hecho que todos saben lo que sé y lo que veo, así que voy contando cosas que para mí son tan naturales como los embarazos prematuros de mis amigas, las dobles vidas de mis amigos y hasta los pasados de mis conocidos, incluyéndome a mí, a quien creo conocer un poco.

Me leo y veo un sujeto despreciable, cínico y egoísta; pero la verdad nunca he sido malintencionado: jamás he usado el chantaje para ganar beneficios propios, porque ahí se me activa un radar que me hace sellar los labios con pegante. Quisiera tener una moralidad tipo Frank Underwood o Nepomuceno Matallana e irme regando en chismes ponzoñosos de la gente, tan solo para quedarme con todo, pero la verdad el Dios que habita en mí está tan entronado que es difícil caer en deslealtades.

Lo que algunos llaman deslealtad, yo lo llamo imprudencia. Como es algo con lo que debo luchar a diario, he encontrado que la mejor manera de vivir en paz es siendo de una sola pieza. Tampoco es que sea imposible, y gracias a Dios la capacidad cerebral solo me da para tener una personalidad sin compartimentos ni vidas paralelas. Es entonces cuando encuentro que no hay nada como vivir en coherencia, exponiéndole al mundo lo que se es, porque además no hay más.

El miedo a estar expuesto controla, reprime y presiona tanto que obliga a protegerse como se pueda. En contravía, he optado por confesar públicamente mis errores, desaciertos, traumas y peculiaridades varias, como una manera de apalear cualquier chantaje futuro. A mi modo de ver, vive uno más protegido cuando no guarda las llaves debajo del tapete, sino que las pone a la vista, porque lo que se camufla en la cara de alguien es lo que menos opción tiene de agredirle.

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