martes, 12 de noviembre de 2013

Resiste, oficinista

Según un estudio de la Universidad de Texas, a nivel mundial, tan solo el 29% de los trabajadores se siente satisfecho con su trabajo. El porcentaje restante se siente algo satisfecho con lo que está haciendo y una gran mayoría siente que mejor sería darse un balazo en el paladar y ver la sangre correr. O en su defecto, balear al vecino oficinista que hace más amarga la existencia.

Esto porque vivo haciendo cosas que a veces me gustan, pero generalmente me cuestan. Trabajo en una oficina increíble, pero me he hecho especialista en conectar video beams, montar el garrafón de agua y hacer reír a la gente con mis agonías personales. Uno estudia una carrera y sueña con dar pasos agigantados en las empresas, o en su defecto independizarse joven, pero no todos corremos con suerte y nos toca pagar derecho de piso haciendo caso y obedeciendo. No tengo problema con eso, lo malo es cuando se me olvida el por qué ando donde ando y hago lo que hago.

Ya he dicho antes que mi memoria es selectiva. Sólo aprendo lo que me interesa, que a veces son idioteces de la cultura pop. Idioteces que no sirven para nada, porque no me ha hecho mejor persona acordarme de memoria de todas las canciones de Dragon Ball Z, o del orden de grupos de los equipos del Mundial de 1994. Descubrí que vale la pena tener pasiones, y que ser un gran televidente de Chespirito sí me iba a servir para algo en la vida. Eso nunca se me olvida, al igual que un afiche que en un capítulo de Los Simpson Marge pegó en su improvisada oficina cuando intentó ser empresaria de Pretzels.


Tal vez alguien necesite imprimir esta foto, o cualquiera de las que circulan en Internet con gatos reales. Yo prefiero esta que por lo menos me anima, porque el gato nunca se va a caer simplemente porque no existe. Suena pesimista, pero la vida oficinista termina por recordarnos que no somos nada, que las empresas no tienen memoria y que hay tiempos muertos para quedarse quieto ahí, aguantando un poquitico más.

Siempre es bueno recordar que el secreto de las cosas está en permanecer. Se nos olvida porque vivimos casados con futuros que amamos, mientras nos juntamos con presentes que odiamos. Es aquí cuando uno debe armarse de valor para no saltar del barco sin ensillarlo, o montarse al caballo sin ancla, o algo así. Es una lección para todo en la vida, por eso son testigos de algo que nunca he hecho, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras: dar una cátedra de teleconsejos oficinistas.

1. ¡Examínese!
Lejos de sonar a campaña de prevención del cáncer de mama, es importante darse cuenta de qué es lo que frustra y cansa del trabajo: uno mismo, el ambiente, las tareas asignadas, uno mismo, la rutina o uno mismo. A diario hay que dar el paso de volver a ponerse el carné entendiendo que la decisión está en uno mismo, y que a veces el problema y la solución son iguales. La actitud es algo que la quincena no alcanza a comprar.

2. Calmao ventarrón, que aquí te traigo tu menticol
Las empresas son mundos opuestos donde las metodologías y demás formas de trabajo son cambiantes. Uno no llega a imponerse en contra del sistema, pero sí trabaja a diario por proponer nuevas reglas, las propias. La idea no es calcar, sino siempre ofrecer una forma personal de hacer las cosas. Hasta donde sea posible lo mejor es no desesperar ni precipitarse a irse sin haberse dado cuenta de que con paciencia se gana terreno.

3. Se es lo que es, y se parece ser
Tener visión no es leer de corrido la tarjeta de letras con la que el optómetra revisa si se necesitan gafas o no. Es tener claridad en las metas y en la manera de lograrlas, por eso uno se comporta con altura aunque lo traten como bajeza. Si uno se desanima, no debe dejar que eso se note, mucho menos en el trabajo que se hace. Es necesario levantar la frente y sonreír mientras llega la quincena.

4. Hablando se entiende la gente
Vivimos atemorizados con hablarle a los superiores, nunca entenderé por qué. Siempre hay que buscar la manera de encontrar espacios donde uno manifieste sus sentires y venires, quien quita sea ese el vehículo para desenmarcarse del promedio mediocre con el que se comparte a la hora del almuerzo.

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