miércoles, 15 de mayo de 2013

Epifanía

No sé dibujar, ni pintar, ni jugar fútbol, ni muchas otras cosas. Procuro ser honesto cuando digo que soy bueno en lo que sé hacer, no para orgullo mío, sino en gratitud a Dios, quien es el dador de dones, diseñador de personajes, motor inmóvil y la creatividad en sí misma. No alardeo de lo que no tengo ni he visto, pero sí me emociona contar lo que he encontrado en esta temporada de verano de La Fiebre de las Cabañas, que parece igual aunque no es la misma.

Tuve una visión. Sí, una de esas epifanías no fruto del trance mambero, sino de un momento de oración reflexiva. No, no meto perico; no, no soy hippie -gracias a Dios-; no, no y no a cuanta cosa puedan estar pensando, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras. Digamos que ví varias cosas en mi interior, sin la necesidad de recibirle un cuncho de yagué a alguna india, más bien producto de una pincelada de Dios mostrándome lo que no había podido ver antes.

Por unos instantes vi mi corazón como un set televisivo que tan solo tenía una luz cenital, la cual bañaba una silla de madera puesta sobre un tapete de muchos colores. El fondo era negro, tan oscuro como el vacío que me produce recordarlo. En esa silla estaba sentado yo, en una especie de terreno feudal dominado por mí mismo. Como lo mío son las imágenes descritas y no propiamente pintadas o rodadas, empecé a preguntar por Jesús, a quien se supone tengo en el corazón. Me sorprendió verlo arrinconado, con sus dreadlocks -que es como lo imagino- achilados y relegados al confinamiento de quien no lo ha invitado del todo a sentarse en el trono.

Le pedi que siguiera, y con solo esas palabras empecé a ver que el fondo oscuro se pintaban de un extraño blanco con amarillo. Vuelvo y repito, no sé nada de colores, pero era como un color melocotón. Me giré y vi que el tapete de colores ahora no brillaba tanto, pues además del fondo, la silla ahora había mutado a una de corte isabelino, de color blanco y dorado. Yo tuve que ponerme en pie de esta silla, pues cuando quiero soy educado y cedo el puesto, mucho más si Jesús es quien espera a mi lado. Le di mi asiento y él me sonrió, se sentó y el lugar empezó a brillar: ahora el set era un sinfin de perpetuo blanco, parecido a la habitación del tiempo en la que entrenaba Gokú, donde 6 horas son como un minuto, y un minuto son como 0.16 centésimas.

Lo que quiero decir que el tiempo se congelaba mientras estaba allí, sabiendo que la vida real transcurría afuera. Tampoco me importaba, porque era tiempo de sacar algo que me estaba trancando, una piedra en el zapato, un libro de color amarillo y negro en donde estaban todas mis ideas, prejuicios, conceptos y demás material probatorio de pensamiento. La gente no lo cree, pero hasta el más revoltoso de los cristianos puede tener sus propios episodios de religiosidad. Los míos estaban en ese libro, donde mis fórmulas, frustraciones, rayes contra otros cristianos y demás ínfulas de superioridad moral quedaron anotadas con tinta negra en hojas de lo que parecía una Moleskine envejecida.

Le entregué mi manual de operaciones a Jesús, quien me sonrió cuando le dije que se parecía al Jesús de South Park, pero solo en la cara. Jesús tomó el manual, lo puso en su regazo y lo abrió, para vergüenza mía. Una vez más me dio una paz ilógica que creció cuando vi que cerró el libro y lo metió en una caja de cartón que tenía al otro lado. De repente le pedí que se pusiera cómodo, y fue ahí cuando me abrazó, de lado, con un solo brazo, acercándome a él con la fuerza que lo caracteriza. Me sentí apenado, pues lo que vi fue a un Jesús que esperaba eso, que le diera mis conceptos y demás ideas que, la verdad, me han estorbado.

Jesús estiró sus pies y su manto cubrió la caja, la cual no pude ver más. Le dije que no la guardara, porque tenía muchas otras cosas qué entregarle, así que de lugares que todavía no me explico, saqué unas pequeñas estatuas doradas. Eran como Óscares brillantes, con estrados negros con forma y nombres de personas que admiro, entre los que estaba una mía propia. Es una estupidez amarse a uno mismo más que a los demás, pero en mi caso es una lucha egoísta entre mi identidad y mi propio ego.

Le entregué las estatuas a Jesús, quien sonriéndome las puso sobre sus piernas y las abrió, permitiéndoles caer en la misma caja de antes. Me fijé en sus pies, que entre unas relucientes sandalias, se veían cómodos moviendo debajo de su silla la caja con todo lo que hasta la fecha me ha proporcionado seguridad.Ahí me sentí indefenso, pues prácticamente estaba renunciando a todo. Ahí entendí que ese es el plan de Dios: que muramos diariamente para que él se siente en el trono de nuestros corazones.

Lo que vi después me impresionó, pues Jesús estiró sus pies con comodidad contagiosa y puso sus sandalias sobre un estrado negro en tamaño real, tal como el que tenían las estatuas. Jesús ahora se transformaba, ante mi mirada, en el galardón de mayor fulgor, al cual solo pude terminar de ver estando de rodillas. Me postré y le di gracias, porque son esas oportunidades las que pagan la venida.

Ahora, no pretendo ser el nuevo Rick Joyner de la era bloggera. Solo he entendido que uno no se jacta de lo mucho que Dios ha hecho con uno, sino de cómo puede servirle a él con todo ese nuevo material.

1 comentario: