viernes, 24 de febrero de 2012

¡Me lleva el Chanfle!

Todo estaba listo para mi primer viaje a piscina. Sonará raro, pero tenía tan solo dos años de edad y confieso tener vagos recuerdos del bochorno de Melgar, pueblo donde los bogotanos promedio acostumbramos salir a vacacionar. Mi familia siempre ha sido promedio, por eso desde mi temprana infancia crecí con la idea de casarme, viajar, tener una finca y tal vez una mascota qué cuidar.

El calor me ponía la ropa pegachenta y húmeda, tanto o más fastidioso que el pañal de tela sucio que recuerdo haberme encargado de cargar -por no decir otra cosa-. Esa situación es la peor para los bebés, pues lo único que ellos buscan es que el pañal esté bien limpio, que su panza esté llena y su cuerpo fresco. Yo no tenía ninguna, pero la situación empeoraría cuando nos detuvimos a beber gaseosa en un parador -yo solo tomaba leche- donde esperando que trajeran el pedido, sentí una punzada tan aguda y tan intensa en mi oreja derecha que me obligó a llorar en el acto. Señoras y señores: una avispa me había picado. Ahí conocí por primera vez el dolor.

Tras muchos agüeros y maniobras de mis progenitores, recuerdo calmar mi llanto cuando me pusieron una hoja verde encima de la picadura. Lloré y lloré -hora tras hora- hasta que reparé en un pequeño televisor a blanco y negro en cuya pantalla un hombre vestía con antenas y con un corazón en el pecho. Aunque uno a los dos años no repara en detalles geométricos, me cautivó la forma en que se golpeaban y caían los personajes de la cajita mágica, pero mucho más me atrapó ver a un celador local riendo a mandíbula batiente.

Resolví que el dolor de oreja no era nada al lado de lo que hacía reír ya no solo al celador, sino a algunos niños curiosos que merodeaban el lugar. Mi madre notó que el bebé había mermado el llanto y quería ver más de cerca la televisión, así que resolvió decirle en tono mimoso una frase que sin saberlo, cambiaría la vida de ese, su primer hijo: "Mira, Luis Carlos, ese es el Chapulín Colorado".


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En 1992, el Fenómeno del niño amenazaba con trastocar a Colombia y a todos sus colombianos. Bajo el mandato del presidente César Gaviria, esta tierra cafetera enfrentó la peor crisis energética de toda su historia, pues con la reducción en la producción de energía hidroeléctrica venían algunos cambios en nuestros hábitos de vida. La decisión que tomó el Gobierno fue contrarrestar al temible y fenomenal Niño con una serie de apagones programados. Para ellos, el Gobierno decretó el adelanto en una hora de la hora oficial colombiana, ajustándola con los husos horarios de Venezuela.

Esto implicaba que debía levantarme ya no a las 5 am, sino a las 4 am, pero no era tan grave porque en realidad las 4am eran las 5 am. Yo prefería pensar que ahora el día era más clarito y ya, porque lo único que quería era llegar a mi casa en la tarde a comer y a dormir. Con el apagón, mi madre y yo nos vimos en la necesidad de acompañar las tardes con algo que la televisión no nos podía proporcionar, pues en los racionamientos nos quitaban la corriente toda la tarde y parte de la noche. Fue así que recurrimos a la radio, aquella compañera habitual donde descubrí mi pasión por la música, las voces y los sonidos, elementos que a la postre definirían gran parte de mi vida.

Para la época, recuerdo que existía una estación radial dedicada y especializada en los niños y en las niñas de Bogotá: Colorín Colorradio, emisora que en las horas de la tarde daba espacio para que sus oyentitos pidieran canciones, compartieran pensamientos y hasta contaran sus miedos a través de los micrófonos.

Un buen día me aventuré a llamar con tan mala suerte que mi llamada entró y pude salir en vivo. La locutora me preguntó por la canción que quería escuchar, ante lo cual respondí con aquella tierna voz de corista de parroquia: "La vecindad del Chavo, porque es linda de verdad". Esa fue mi primera aparición en radio, y debo confesar que me puse muy nervioso y me latió el corazón tan fuerte -no por haber salido en la radio-, sino por escuchar aquella emotiva canción que sin dudarlo aprendí de memoria luego de anotar en un cuaderno de matemáticas.

Años más adelante, recordaría aquella anécdota infantil al aire en el programa radial que dirigí en la emisora de la Javeriana, el claustro universitario del cual me gradué como Comunicador Social hace unos buenos años.


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Un paso de tiempo me remonta al Jardín Infantil Charlie Brown -bautizado por mí en un acto algo ególatra de infancia como Luis Charlie Brown-. Corría el año 1993 y yo tenía 5 años aunque nadie me lo creyera. Siempre me ha pasado que la edad que tengo no es revelada por mi físico, pues siempre he pasado por niño fruto de portar el legado familiar más particular: la corta estatura.

Toda mi vida sufrí por ser el más bajito y el más flaco del salón, de la ruta, del edificio, de la banda marcial y de cuanto espacio me involucrara, pero como yo no me iba a dejar de los más grandotes, adopté una postura violenta para disfrazar mi autoresentimiento: decidí convertirme en un mini rambo que nunca permitiría que alguien se burlara de él solo por su pequeñez. Recuerdo que por eso me gustaba ver El Chavo, porque yo también era aquel chavo que así fuera a trompadas se hacía respetar, no sin antes producir cierta ternura en los profesores que pretendían castigarlo.


@benditoavila

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