domingo, 28 de junio de 2015

En verano

Cuando niño solía viajar al lugar que para la época era mi sucursal del cielo: Cafam Melgar. Era lo más cerca que un pequeño clase media y sin aspiraciones podía estar del Magic Kingdom de Orlando, pues el lugar también tiene su propio castillo azul, sus propios recreadores disfrazados de dummies, su piscina con playita simulada en concreto y sus propias vacacionistas bonitas. Lo mejor: quedaba cerca y no pedían visa.

En Melgar fui muy feliz porque el clima, infernal para muchos, era bálsamo para mis ojos hastiados de la fría Bogotá, donde juré que el cielo era gris a diferencia del de Cafalandia, que siempre estaba azul pintado de azul. Con el calor, sentía que mi cuerpo mejoraba, no me daban alergias, la sinusitis capitalina ahora se hacía mito y el sudar me ponía la piel más suave.

Todo eso lo vine a comprobar de grande, cuando puedo volver y darme cuenta de que en clima caliente suelo ser más productivo. Ahora, no es que uno viaje para ser más eficiente o no, pero siempre crecí con una idea benéfica con relación al verano. A muchos nos ha pasado: nacemos y crecemos con ciertas predisposiciones al clima, otorgándole al sol una cara sonriente y a la nube unas gotas con frías sensaciones, al frío tristeza y al calor alegría.

Es común que vivamos pensando que el clima es lo que determina nuestros estados de ánimo, y en otras ocasiones la efectividad en lo que hacemos. Por eso, creo que el verano se lleva en el corazón, así suene muy hippie. En nuestra era, el verano es más que una estación climática –que los niños clase media solo conocemos cuando salimos de Colombia-, es un espacio semestral donde el mundo gira en torno a la diversión, el goce y por supuesto al añorado calor.

En verano los días son más largos, y por consiguiente las noches son más cortas. Tiene la particularidad, que no tienen otras épocas del año, de ofrecer unas condiciones socioeconómicas claras que se ven en el cambio de comportamiento que produce en las personas. Es el espacio perfecto para que la gente logre desinhibirse, no sé si por el sol, el agua y el ambiente de descanso.

Pareciera que la cultura pop mejora su productividad en verano. No en vano, la mayoría de estrenos cinematográficos –con su tradicional voice over-, festivales de música, lanzamiento de nuevas colecciones y hasta promociones de viajes son para dicha época del año.

¿Qué más tiene el verano que lo hace envidiable? Además del verano del 98, del sé lo que hicieron el verano pasado y de un verano en Neiva York, este verano Mallpocket se pone protector solar y gafas oscuras para hablar de un estilo de vida en torno no solo a un estado sentimental, como muchos pudieron pensar al ver la portada, sino a una decisión cultural de alegría y tranquilidad. ¡A disfrutar!


Publicado en la Revista Mallpocket del mes de Junio de 2013

lunes, 22 de junio de 2015

Instagramero

Nunca suelo escribir en contra de algo o de alguien, principalmente porque cada uno verá qué hace con su vida, si decide destacar en algo o no, si le hace fuerza a Millos o no, si disfruta la música o es silvestrista, y así. Pero si hay algo en lo que me falta respeto y tolerancia es cuando la gente me ve como bicho raro porque afirmo que jamás en la vida tendré cuenta en Instagram. Lo extraño es que no suelo ser una persona pretenciosa aunque sí algo egocéntrica e insegura, que es más o menos lo que se necesita para instagramear.

Lo primero es que viví mucho tiempo abriendo cuanta red social nacía: hi5, MySpace, Facebook, Linkedin, Twitter, y así muchas otras que fui clausurando al leer esas terribles condiciones de privacidad y de patrimonio de contenido que tienen. Igual, sigo en muchas de ellas, pero la que me parece que menos contribuye a la inteligencia es Instagram, porque se nota a leguas que la gente no la sabe usar, y que aunque era un invento para difusión de trabajos visuales de gente experta, ahora es una aplicación para gente que cree hallar talento poniendo dos o tres filtros a sus, de por sí, mal encuadradas fotos.

Creo que al mundo no le faltan más selfis con cara de pato como para tener que sumarme a eso. Y ese es otro problema instagramero que veo, no hay que ir muy lejos para leer la falta de autoaceptación que tenemos como para que le sumemos exponerla en una red social. Basta con ver por encima lo que la gente del común publica para concluir que lo que la humanidad necesita es un abrazo y un par de palmadas en la espalda mientras nos dicen "Tranquilo hijo, ya te vi. Lo hiciste bien". Pero pensando en todo esto, escarbé en los anales de mi historia y me di cuenta que debo criticar lo que conozco, y para la muestra un botón en forma de selfi de soltero.

Creer que el lugar o la foto valen es porque uno demuestre haber estado allí. Cuánta estupidez junta. 

Esta foto la tomé en el Hollywood Bowl, en Los Ángeles, California. Sobra decir que todo esto es una autocrítica contra mí mismo, que también he padecido el delirio del imbécil digital. Conozco gente que sube sus fotos y las valora es por su presencia en ciertos sitios, cosa que de hecho me molesta porque no la entiendo. En Instagram pasa lo mismo, generalmente se sobrevalora la piel y la carne exhibida cuando lo que realmente debería perdurar es la gente que publica fotos tomadas por ellos mismos, donde nos muestran su forma de encuadrar, de aplicar una mínima dirección de arte y su visión del mundo, o la experiencia y el recuerdo generado, que a fin de cuentas es lo que importa.

Pero los chocolocos no, ellos son felices con sus filtros, texturas, mosaicos y demás deformadores de la mirada que afean la realidad, a decir verdad. Y la bobada incluye ecografías, más selfis, el almuerzo del día y demás elementos que si no registran ni comparten en internet, es como si no hubiesen ocurrido. Tengo un amigo que se resistió a abrir Instagram a menos que fuera para subir fotos de la realidad real, mostrando sus cagadas, literalmente hablando. Nomás fue que consiguiera novia para que se domesticara, y ahora además de tener cuenta, sube fotos de cosas cute que son sus seguidores quienes validan o no. Por eso digo, todo es respetable.

Y qué decir de los dichosos Hashtags, que sí que evidencian la estupidez humana en todo su esplendor. Si yo, que no me meto en eso tengo claro que un HT tiene como fin agremiarse en una tendencia en red, me pregunto con extrañeza a qué juega una persona cuando pone palabras como #Vivolavida #Yo #Lepasaacualquiera #Tengohambre y así, como si no bastara con entender que la imagen ya debería venir cargada de todo esto. Pero la peor de todas es #SinFiltro, donde la locura les da para subir una foto de algún sol que prefiriera quemarnos vivos a todos antes de volver a salir en una foto más.

Alguna vez leí que Instagram sumaba un nuevo usuario y 58 fotos cada segundo. Pensándolo bien, son más de 150 millones de puntos de vista donde la gran mayoría terminó por rendirse a compartirnos todas sus comidas del día, montándola de saludables, de felices, de completos, en un acto adictivo por dejarnos claro que debemos envidiar sus viajes, y en general sus #Chocolocuras. Pero no todo es malo, hay una que otra comunidad dedicada a compartir fotos de mascotas, cosa que me alegra, porque ya hay demasiados lagartos, sapos y siberianas #GoPro por aguantar.

En general, defiendo que la gente haga lo que se le dé la gana con su vida, comidas, heces, bebés y amaneceres, pero aprovecho esto para hacer mi propio manifesto: jamás, en lo que me quede de vida, tendré cuenta en Instagram. Espero compartir mi vida con alguien que sí lo tenga, y estaría bien, para usar su perfil y desde ahí seguir chismoseando, criticando a los selfis wannabes, a los que se la pasan subiendo memes robados, a los papás que les abren cuenta a sus pequeños bebés y sobre todo, preparándome para no ofrecer nada ni dármelas de nada, principalmente porque no soy nada. Lo demostré arriba, con mi peor foto instagramera.

lunes, 1 de junio de 2015

Matrimonio en Cartagena

Si de algo puedo presumir en la vida, es de tener un prontuario matrimonial alto. Claro, como asistente, porque de protagonista todavía no he fungido nada más que en las mentes de quienes deliran y hasta se atreven a describir cómo será mi casamiento. No hay nada que me fastidie más que eso, que me atarzanen en plena ceremonia ajena y con cierta sorna pregunten que cuándo es el mío, que yo veré dijo la nube, que si necesito ayuda para conocer a alguien, y así, como si uno fuera un impedido que no supiera hablar o conquistar, o como si uno no supiera que está soltero. ¡Gracias, genios, no me había dado cuenta!

Lo cierto es que he ido a decenas de matrimonios desde que tengo memoria: de niño fui pajecito tantas veces que siento haber quemado todas las ganas de usar corbatín con Converse mucho antes de los 10 años, por eso no le veo gracia a la gente que se casa en tenis y se creen la maravilla. Crecí -en sentido figurado- para seguir siendo pajecito adulto, que es estar en la corte de los novios. He desfilado por muchas entradas matrimoniales y diligenciado tantos sobres como para llenar de cartas a los secuestrados que aguardan mensajes en la selva. En definitiva, me gustan los matrimonios, tanto que me dan ganas de casarme con uno de ellos.

De todas las formas de casarse, ya tuve la oportunidad de asistir a una en la cual jamás tuve fe: el capitalino matrimonio en Cartagena. Sí, porque no hay nada más rolo que casarse en la costa y todo lo que eso implica. Matrimonio en Cartagena: el sólo título ya me suena a película de dudosa reputación, porque puede ir desde lo erótico de una aventura con una amiga de la novia, hasta lo terrorífico de terminarse peleando con unos vendeostras; pasando por la comedia de pagar $15000 por una botella de agua y hasta el drama de salvar a un amigo de las garras de un travesti obsesionado con él. ¡Es que todo puede pasar!

 Aquí el altar, los novios con vista a una especie de yate y los invitados con arena en sus alérgicos dedos.

Pero mis neurosis empiezan cuando me invitan, pues de entrada pienso que me tienen mucha fe. En este caso, asistí porque quiero mucho a la pareja protagonista y porque la novia es oriunda cartagenera; pero no puedo negar que tan pronto me comunicaron su intención de casarse en el Club Naval, mi cabeza, que además no sabe sumar, empezó a hacer cuentas alegres: tiquetes, estadía, plata para mecatiar en cositas, y hasta la pinta, que en últimas para mí es lo de menos. Y es que la boda bogocartagenera demanda que usemos guayabera, chiro hediondo que lo pone a uno a transpirar como caballo, cosa que es lo que uno menos quiere en tierra caliente. Yo, como creativo que aprendió a disfrazar de ingenio la pobreza, descubrí que arrugando una camisa manga corta blanca, podía pasar inadvertido como uno más. Háganlo, se ahorrarán $150000. La propina es voluntaria.

Y además, uno sabe que hacer cuentas, planear y ahorrar es todo lo opuesto a visitar Cartagena, la ciudad donde los matrimonios son otro negocio turístico. Para mí, hay cierto de snob en eso, y no lo digo de resentido: casarse en Cartagena es play, gomelo y algo pretencioso, pues uno de entrada sabe que dejará cierta imagen de opulencia cuando la gente vea las fotos en Facebook y envidiosos den like, porque algunos de ellos no alcanzarían a armar una boda ni en Cafam Melgar, que para mí es mejor inclusive que Disney World.

Mi vista desde la mesa. Si tuviera Instagram les mostraría la comida sin filtro.

Gracias a Dios mis amigos no nos obligaron a bailar mapalé con nativos de la región, ni a ponernos marimondas para las fotos con las palenqueras, que es al cliché que más le temo cuando voy a la costa. En el fondo entiendo que ese era su sueño: casarse en tierra caribeña para marcar así el inicio de un amor de realismo mágico. Yo, como de todo aprendo en la vida, ahora quisiera casarme en Cartagena sólo por una razón: estoy seguro de que el tacaño promedio no irá, y con eso me ahorro la tarjeta y la intención de convidar a gente que sólo le interesaría ver a mi familia, o de invitar por protocolo leguleyo a quienes ocuparán silla inmerecidamente. Para mí, los que son son los que están, los mismos que tienen claro cuándo no faltar y cuándo es importante invertir. Y desde ya los entiendo, porque nada más jarto que pegarse sendo viaje para acompañar la concreción del sueño de otro, mucho más cuando les tocará aguantarse una que otra neurosis de mi parte.