lunes, 13 de abril de 2015

El club de los 27

Toda la vida soñé con cumplir 27 años, porque se supone que es la edad donde uno ya tiene la vida resuelta, está viviendo de hacer lo que ama y construyendo un legado, o haciendo historia de cualquier forma. Para mí, los 27 significaban plenitud en todas las áreas, y soñaba con vencer la niñez para llegar a ser grande, por lo menos de alma y experiencias porque sabía que la predestinación genética me dejaría siendo un Ávila más promedio cundinamarqués.

De eso me acordé por estos días, cuando llamé a un viejo amigo para felicitarlo por su cumpleaños y en medio de la charla, nos dimos cuenta de que ambos ya llegamos a esa edad donde tendríamos que destacar en algo, o por lo menos estar rozando una supuesta plenitud en varias áreas de la vida. Creo que todo se complica por esa bendita maña que tenemos de compararnos con otros, y es ahí donde empieza la infelicidad.

De niño crecí oyendo música e historias que me hacían pensar que cuando llegara a la edad en la que murieron Kurt Cobain, Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Janis Joplin y Brian Jones, sería uno más de ellos, no porque planeara morir inmerso en un mundo de excesos -aunque iba orientado hacia allá-, pero sí por el hecho de haber logrado algo histórico en mi área de interés, que siempre ha rondado los campos creativos. Esperaba que a los 27 ya hubiese grabado varios discos, comedias y prensado libros, es decir, haber vivido muchas cosas que me ha tocado ir corriendo de a pocos para los 30, que es como el deadline final de quienes crecimos en una civilización occidental forzosamente orientada al éxito a toda costa.

A los 27 de mis papás, yo ya había dejado de ser una ecografía y ya era real, de carne, hueso y heces fecales. Pienso en mí mismo siendo papá a esta edad, y me consuelo con cuidar a Colbón y Ágatha, porque lo demás lo veo tan lejano como que me guste la música de Silvestre Dangond, que es mucho decir (aunque se relaciona con las heces que fabrican mis hijos). Sin ir más lejos, a los 27 -y menos-, muchos de mis amigos ya tienen propiedades a su nombre, viven cerca del trabajo, no sufren por el ICETEX y van por el mundo caminando de la mano de alguien que los complementa. Yo, escasamente tengo este blog, unos LP's de The Beatles y varias camisetas envidiables.

Uno vive comparándose con el yo infantil, y es inútil, porque la vida no ha salido como uno la dibujó en aquella tarea del jardín infantil, donde con crayolas plasmamos el futuro tradicional que imaginábamos. Ahora ya tengo 27, y como otro cumpleaños más, no me dolió ni significó algún cambio particular como esperaba. Y es que crecer implica eso, que uno deje de pensar en el carácter milagrero de los días, como si dejarlos pasar fuese suficiente para ser mejor persona. Ahora pienso que aunque he vivido una vida con la cual me siento a gusto, quisiera poder hacer historia y no fama, porque la última es efímera, pero la primera es eterna.

Yo no sé si es tiza en el cerebro, o mucho tiempo de reflexión post Semana Santa, pero creo que llega un punto en la vida donde uno debe tomar partido ante esa insatisfacción de pre adulto contemporáneo, y pensar que esto se trata de hacer algo relevante o de morir en el intento, y para eso lo primero también es dejarse llevar por la inercia de quien ya se ha movido, dejar de remar y permanecer enfocado en el camino personal, donde cada uno escribe su historia de vida y descubre que la plenitud es relativa, pero ser silvestrista es imperdonable.


No hay comentarios:

Publicar un comentario