jueves, 26 de febrero de 2015

La edad de inmerecer, o la virtud de la Meritogracia

He dicho en muchas ocasiones que perder el tiempo es una de las costumbres más sanas que podemos desarrollar, porque es allí donde uno deja que la cabeza solucione las cosas. Es raro, pero entre más uno se obsesiona pensando algo, menos chance le da al cerebro de salir bien librado con una resolución exitosa. Al cerebro y en parte a Dios, a quien me imagino negando con la cabeza cuando intentamos cambiar lo incambiable, o decidimos lo inconsecuente a pesar de nosotros mismos.

Es sabiduría callejera obtenida en la universidad de la vida, en la cual me matriculé hace un año exacto cuando renuncié al oficinismo, agarré un avión que me llevó al exilio cubano del guionista promedio y reformulé mi vida saturándola de formas creativas de solución de problemas, pleonasmo redundante y oximorónico adrede. Y cómo pasa el tiempo, y la vida misma, porque desde entonces he vivido tantas experiencias buenas y malas -malas para otros que lo han visto así-, que me siento cada día más completo, más en edad de inmerecer.

Sí, amigos de la jacaranda y la tropicalidad en todas sus formas, edad de inmerecer, concepto que será el Tropical Tender del presente año del Chivo, y no solamente porque se haya ganado otro Óscar, también porque si "este es el año" -expresión cristiana para conntonar que es momento de flirtear con fines familiares y copulatorios- que sea el tiempo de dejar de dárselas de mucho café con leche, de aterrizar la meritocracia y convertirla en meritogracia, en esa capacidad de entender que lo que tenemos no es por nosotros ni nuestras genialidades de fábrica, sino por gracia de una fuerza externa a la que muchos llaman Universo, Vida, Jah, y yo sé que es Dios.

Nadie sabe qué es eso de merecer algo, así muchos lo asumamos. Suponemos que es merecer algo bueno, a fin de recolectar plata y comodidades que justifiquen lo mucho que nos hemos preparado o estudiando para eso. Y en el amor ni se diga, donde uno traduce "guardarse para la que es" como "me tiene que llegar la versión local de Katy Perry o sino no valió la pena aguantarme las ganas con la de la oficina".

Aquí aprovecho para abogar por esos que, en un acto solemne y extraño, han decidido dejar pasar buenas oportunidades en aras de esperar la mejor de las opciones. Es raro, pero ¿cómo uno va a saber que ese es el bus de la victoria si ni siquiera se da el chance de mirar la ruta? Es duro ser soltero codiciado, y, modestia aparte, sé de lo que hablo cuando lo digo, porque he vivido en un estado de sobrevaloración en el mercado del amor que asusta embarrarla escogiendo mal, y terminar por revelar que se es un simple humano que también puede divorciarse.

Pues eso, no tenemos lo que merecemos y recibimos lo inmerecido. Ese es el equilibrio que nos aterriza, cura el orgullo y además nos sigue confirmando que merecer es una virtud donde las buenas obras no importan, simplemente el dejarse sorprender, sin temores ni reproches, por algo inesperado y libre de remordimientos por lo que se llegó a sacrificar.

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