jueves, 11 de diciembre de 2014

Caradura

Toda la vida andamos buscando reconocimiento. Es una de las necesidades básicas desde que somos niños, y como algunos todavía no maduramos del todo, seguimos tratando de encontrar manos que nos aplaudan, palabras que nos soben la espalda, sonrisas que nos retribuyan la paga por lo que se supone que hacemos. Y es una tristeza, porque uno lucha toda la vida por hacer lo que le gusta y en el camino se encuentra con la fama, que en esta sociedad significa éxito, de donde deriva la estabilidad y la seguridad para muchos.

En mi caso, he enfrentado públicos grandes desde los 5 años, cuando me escogieron como maestro de ceremonias en la clausura de mi jardín infantil, todo porque además de que era el que mejor leía del curso, generaba más ternura poner en tarima a un pequeño hobbit charlatán que a uno de estatura normal hablando a trastazos. Y así fui creciendo, creyendo que lo mío era el reconocimiento como fin y no como consecuencia.

Me tomaron 20 años para entender que hay cierto placer en el anonimato, así como lo han mantenido creativos y cantantes a lo largo de la historia. A mí me gusta citar a los tipos de Daft Punk por eso, porque se dedican a lo suyo aún a pesar de sí mismos. Pocos saben que sus nombres son Guy-Manuel de Homem-Christo y Thomas Bangalter, ya que andan detrás de sus máscaras robotizadas, dando pocas entrevistas, como tratando de decirnos que siempre será necesario trascender la humanidad por la confianza en uno mismo, en el mensaje y en la audiencia. Y es que generar esa distancia entre el yo artista y el yo hombre siempre será necesaria, aunque de eso ya he hablado mucho.

Daft Punk en principio daba la cara, pero con el tiempo fueron migrando al anonimato sutil, posando en medio de más personas, o publicando sus fotos de bebés que al crecer se robotizaron. Me gusta pensar en que cuando escribo un personaje, o actúo de algún otro, estoy generando ese distanciamiento artificial que me ayudará a separar lo público de lo privado, porque a veces esto de ser tan transparente es un arma de doble filo.

Alguna vez intenté desarrollar un proyecto a dúo en completo anonimato, algo tipo La Bobada Literaria. Y la verdad me sentí bien hasta que me di cuenta que mi socio buscaba la selfie chismosa, la primicia instagramera y todo ese discurso de inmediatez que terminó revelando, en un deseo de reconocimiento de su parte, que estábamos detrás de ciertos videos virales de rápida difusión y altísima efectividad. Luego fue una pena enfrentar a los admiradores. Es que esto de ser famoso en ciertos sectores (y lo digo con temor y temblor), resulta más riesgoso que andar enmascarado, desde donde se podría vivir más tranquilo.

Ahora ando en una etapa reflexiva, tratando de abrazar esas máscaras que me protegen de mí mismo. La fama, como decía García Márquez, se termina volviendo el oficio del famoso, y no queda más que dedicarse a eso en un intento de retribuir a las personas que lo han ponderado a uno en esos pedestales imperfectos. Yo hace mucho dejé de tomarme en serio a mí mismo y por eso sufro cuando me reconocen en la calle, porque temo desilusionarlos con mi humanidad, con que no todo el tiempo tengo un apunte rápido para alegrarles la vida o que no siempre estoy de buenas pulgas para hablar de Chespirito. Quizá algunas veces la gente se siente defraudada, pero así es como quiero hacerlo.

No quisiera convertirme en ese ser al que lo abordan en la calle para pedirle fotos y autógrafos (cosa que me parece horrorosa), porque creo que soy exactamente igual que ellos. Y en el amor pasa lo mismo, muchas veces he descrestado desde la tarima y no desde la fila para el auditorio, donde todos somos iguales. Ahora entiendo esa necesidad de escape plasmada detrás de gente como Gorillaz, Ziggy Stardust, Kiss, y hasta Slipknot, porque yo también quiero tener la cara dura para ser un caradura con mi reputación personal.

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