lunes, 25 de agosto de 2014

20 años de grandes éxitos

Todavía recuerdo con exactitud lo que estaba haciendo el 31 de diciembre de 1999. Y lo digo con una suerte de orgullo, pues para la fecha era un preadolescente de memoria y gustos precoces, y con muchas dudas existenciales y personales. Ya empezaba la hora cuchi cuchi, las 11 de la noche, fracción de tiempo que ha servido de escenario para chick-flicks, fiestas y comelonas familiares. Era el fin de una década, era un cambio de vida, era un riesgo.

Por esas épocas se le temía (mucho más que nunca) al tan sonado “fin del mundo”, mucho más cuando el monstruoso Y2K asomaba sus garras amenazantes con retrasar la humanidad desde las tecnologías. Si me lo preguntan, a lo único que le tenía físico pavor del Efecto 2000 era a que se me dañara el Walkman, el mismo que tenía listo para las 12 en punto.

Para mí, la música lo era todo, y lo sigue siendo pero en menor escala; porque eso va pasando mientras crecemos: nos ocupamos de lo irrelevante que nos da dinero para dejar las pasiones atrás. Llevaba dos años largos tocando batería, oyendo Radioacktiva y creyendo que la salida era rebelarme contra los curas dominicos que pretendían educarme como un hombre de verdad, aunque en el fondo la desesperanza era mi religión.

Pensaba que si mi vida se iba a acabar, porque sin música no valía la pena pensar en un futuro, lo mejor era despedirme con los sonidos que por esos días le daban sentido a mi vida inyectados directamente a mis oídos. Fue así como preparé un casete con “Got The Life”, de Korn. A las 12 en punto le di play, olvidándome por completo de abrazar a mi abuela o a quien fuera, porque a nadie le gusta que lo interrumpan en un momento de clímax y menos cuando no vale la pena.

Murieron los 90 y arrancaron los 2000, que como una ola arrasaron musicalmente con todo. Atrás quedaron los años que vieron configurarse al Grunge y consolidar a la radio juvenil, para pasar a una década ecléctica donde se valía todo con todo, hasta fusiones culturales donde el pop de las Boys Band devoraría todo a su paso.

Todos tenemos una década favorita, pero como algunos de nosotros hemos vivido pocas no hay mucho de dónde escoger. Es por eso que no hay nada que nos recuerde mejor de dónde hemos salido que la música, aquella compañera de recuerdos y decisiones tomadas. Alguna vez oí que uno no escoge la música que oye, de hecho, que es ella la que se toma el trabajo de buscar y encontrar oídos que la disfruten. No pedí que me gustara Limp Bizkit, Los Fabulosos Cadillacs o Metallica, pero fueron sonidos de una época de mi vida y como tal permanecen en la memoria.

Por mi lado, debo confesar que hace años le perdí la pista a Korn. Lo último que supe fue que uno de sus guitarristas se volvió cristiano, cambió su vida y referentes musicales, tal cual como me pasó a mí, el que ya no recibe el año nuevo oyendo las mismas canciones de la adolescencia aunque a veces por el look pareciera que sí.



viernes, 15 de agosto de 2014

Cara de payaso

Con tanto nazi digital a uno hasta le da cosa trinar, comentar o siquiera pensar. Y es que la moda trollera es fungir de cruzado, al punto de andar detrás de quien se lamenta por un tema que no le compete, o la muerte de alguien a quien no conoció. Es mi caso, no del nazi, sino del cristiano de a pie que al enterarse de noticias de otro se deja afectar por eso.

Estaba frente al computador cuando por la radio me enteré de la muerte de Robin Williams, comediante de los grandes a quien admiré desde que lo vi siendo Mrs Doubtfire, luego el mozalbete de Jumanji y el creador de Flubber. No pensé que me fuera a afectar la muerte de un actor además de Chespirito, que no ha muerto, pero a quien sí prometo guardarle su buen luto por todo lo que significa para mí.

El punto es que varios medios empezaron a publicar que Williams anduvo sus últimos días sumido en la más rastrera de las depresiones, fruto de sus constantes luchas contra la cocaína y el alcohol. Aunque nadie me lo crea, cuando me entero de que alguien muere, o se suicida sin haber logrado la victoria sobre sus aflicciones, me aterro y paralizo, porque he pasado mucho tiempo pensando en la eternidad como para no valorar a quienes se la van a perder.

No sólo extraño el talento del personaje desaparecido, (ando pegado a The Crazy Ones y ahora sufro al saber que se tendrá que acabar) sino que también duele el hecho de apostar qué estaba pensando y sintiendo para tomar la decisión que tomó. Lo cierto es que, para mí, Williams no se veía a sí mismo como el resto de los humanos tal vez lo vimos. Esa justamente es la gran paradoja del artista, de la misma que cantaba Joe Arroyo y que se despliega también a los comediantes: se aparenta una cosa, se vive otra y la gente no entiende eso.

Y no está mal del todo, pues el artista sabe que maneja roles y círculos sociales donde son pocos los cercanos que logran entrar a su camerino, aunque muchos aguardan afuera creyendo que lo que ven en escenario es del todo real. Entonces viene el sufrimiento de sentirse amado como artista y no como hombre, además de los demonios internos que todavía no terminan de salir de la cabeza y que generalmente golpean al bajarse de la tarima, pues el artista es altamente sensible y por tanto deprimible.

Ya he dicho que cuando se es comediante o creativo, se vive rabioso, abrumado y mentalmente en pugna. Los estándares que uno pone cada vez más van subiendo, pues todos esperan nuevos niveles de comentarios hilarantes y actuaciones difíciles de sobrepasar, lo cual lo convierte a uno en un ser imposible de sorprender, adicto a la aprobación y con menos tolerancia al fracaso que antes.

El comediante es tan inteligente que cohabita con la oscuridad, y creo que justamente eso es lo que le hace gracioso, el hecho de tener que enfrentar con humor la dureza de su realidad. Lo amargo es cuando esa fuerza creativa se desboca y se convierte en un tsunami emocional que termina con acabarlo todo. Eso es lo que me entristece, ver una mente brillante desaparecer producto de no aterrizar esa habilidad de separar el cómo me veo, del cómo soy; alguien que no conectó que la admiración de la gente está por debajo del autoconcepto y que se podía vivir a plenitud superando la frustración.

La pérdida está y no queda más que quedarse con la idea, aunque tal vez sea falsa, de que el artista desaparecido, un Williams, un Van Gogh, un Andrés Caicedo, en su tormentosa genialidad terminaron cegándose por sus propias emociones, y que de no haberlo hecho así,  tal vez nos hubiesen dado el privilegio de aprenderles un poquito más.


viernes, 8 de agosto de 2014

Fallas de origen

Cada vez se hace más difícil alimentar a este hijo bobo que tengo por blog, el único que me hace posponer una maratón de Breaking Bad o dejar de estudiar bajo, adicciones en la que gracias a Dios volví a caer. Escribir me desgasta más que cualquier cosa, porque cada vez que lo hago siento que lo dejo todo en la cancha; lo malo es que no hay sauna ni turco para el cerebro más que la misma calle, o un cambio de actividad, que siempre traduce gastar plata o tener contacto social.

Entonces me remito a mis coterráneos y a sus historias, porque cuando exprimo toda mi vergüenza en público no tengo de dónde más agarrarme que de lo que otros me cuentan. Hace poco estuve hablando con un hombre, quien me abrió su frustrado corazón para contarme que acababa de terminar con su novia. Eso no es noticia, y menos en Colombia, donde nos anestesiamos con la violencia diaria en pequeña y gran escala, casi como si fuese una sección más del noticiero. El punto es que el tipo contó que su ex lo mandó a volar bajo una excusa que, espero, alguien logre descifrar: "te dejo porque no te costó nada conquistarme".

En un libreto, ahí acotaría corte directo a otra escena, o hasta un inserto de un mico tocando los platillos dentro de mi cabeza, porque francamente sigo sin pillármela. Lo único que puedo concluir es que entrando al año donde Marty McFly flotaba en su patineta, seguimos construyendo esquemas rococós del amor y las relaciones que, sin querer queriendo, detienen el avance de la humanidad entera, casi como quien tiene la rueda para movilizarse e insiste en usar un cuadrado sin pulir.

Debo decir que la cultura del sufrimiento, del "Preocúpate cuando las cosas sean fáciles porque puede significar que su valor sea escaso" me parece acertada en primera instancia. En el amor funciona, y lo digo como libretista de televisión que soy, porque uno define la validez de las historias de amor en la medida en que son dignas de visualizarse, debido a la lucha y a las constantes oposiciones que vence una pareja para consumar su amor. Las historias amorosas en pantalla juegan a eso, a complicarse la vida porque quedan otros 118 capítulos por rellenar entre el capítulo uno, donde los protagonistas se conocen, y el 120, donde terminan casándose.

No quiero sonar a un Martín-Barbero de la era bloggera, pero es imposible no apelar a la definición técnica del asunto, donde además se está hablando de un high concept que sostiene una mentalidad: lo bueno cuesta, es caro y debes sentirte culpable si lo conseguiste con menos alteraciones de las que esperabas. Surgen preguntas: ¿Y si no sufriste, no fue amor? ¿Debe ir el amor, la plenitud y la consecución de los sueños personales ligado al dolor? ¿Es la vida como un gimnasio donde el éxito se mide por calorías quemadas y lágrimas derramadas?

Nacemos imperfectos, sobre todo de mente, conceptos y referentes empaquetados en miedos que gente como yo fabrica en las cabezas de la gente cuando los sienta a ver sus historias, donde todo es color de hormiga y muta a color rosa para que valga la pena haber pagado la boleta. Tenemos demandas sociales y emocionales que dictaminan cómo deben conquistarnos, querernos y demostrarnos interés. ¿Y qué si nuestras historias de amor no calcan lo que pasaba en Sweet November o en Betty la fea?

Nacemos imperfectos, y la cosa se pone peor cuando esperamos que otro nos perfeccione y complete. Esa imperfección se mantendrá hasta que entendamos que lo somos, y que las expectativas que tenemos frente a la vida y el amor no deben ser ciento por ciento cumplidas, porque esto no es ficción. No soy partidario de conformarse con lo que tocó, pero creo que hasta para esto, para dejarse sorprender con lo impensable, hay que aprender a renovar la forma de pensar. Decía una amiga que cualquier historia de amor verdadero es digna de contar, por más simple que parezca. Entonces, ¿por qué no eliminar esas fallas de origen, ese ruido blanco que no deja ver lo lindo de lo simple?

Ahora mi reto será escribir historias televisivas que partan de esto, de lo idiotas útiles que le somos a un sistema de pensamiento que deliberadamente nos acartona, cuando tal vez el amor, literalmente, quiera sorprendernos a la vuelta de un salón comunal, o en una fila de banco, o en cualquier lugar donde el romance también dependerá de quien se deje sorprender por él.