domingo, 29 de diciembre de 2013

La foto que siempre quise tomar


Esta ha sido una de las fotos que mis ojos y dedos más han esperado tomar. La tomé con el iPhone, así que no es la gran obra, aunque supera cualquier instagramada. Foto esperada y costosa, porque para tomarla tuve que sobrevivir sin mecatiar cositas por más de 10 meses, escribir muchos libretos, artículos y tuits, esos que no es que den plata pero queman las neuronas; y también desempolvar ilusiones, sacudirme los miedos y sobrevivir a la incertidumbre de agarrar un avión porque sí.

Para tomar esta foto, tuve que buscar pasajes con tarifa económica como siempre lo hago, porque hay que decirlo, lo mío es viajar en temporada alta con presupuesto de temporada baja. Además, tuve que pedirle prestada una maleta grande a mi abuela, quien vino a esta ciudad muchos años antes que yo y celebró cuando le di la noticia. Es duro, porque soy de esos antisuficientes que no quieren deberle favores a nadie, mucho menos a la familia.

Esta foto es mía y la valoro porque para tomarla también tuve que enfrentar de nuevo a la aduana americana, la misma que hace un año largo me hizo sentir como discípulo de Pablo Escobar. Tuve que rellenar la reforma migratoria, someterme a requisas donde perdí parte de la dignidad dejando que escaneen hasta las palmas de los pies, pasar una noche en México durmiendo en una esquina y correr para no perder una conexión en una terminal inaccesible, pero esa es otra historia.

Esta foto costó sangre, regaños, lágrimas, desamores, pleitos, gritos, susurros, mordiscos y sobre todo muchas oraciones, porque es el Todopoderoso quien debe llevarse la gloria de los logros cumplidos. Sudé mucho y por eso pienso disfrutarlo, porque esto de ser libre a causa de otro trae la responsabilidad de aprenderse a vivir.

En la foto se ve Times Square, en la Avenida Broadway con calle 44 W. Se alcanza a ver la tarima que están montando para el habitual Balldrop, el clásico espectáculo de la bola de acero que desciende cada 31 de diciembre sobre las 12 de la noche. Transeúntes de todas las nacionalidades, turistas de todos los colores, historias que se vienen a mi cabeza.

Es mi foto, mi forma de ver esta quimera a la que siempre quise llegar y la que recorreré en esta temporada. La Fiebre de las Cabañas New York Season On Air.


Desde Mayo, cuando supe que vendría, esta canción no ha dejado de sonar en mi cabeza. Sí, a veces veo Glee.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Obey the pez

Llega diciembre con su alegría, pero también tristeza. Esperamos este mes porque traduce receso, vacaciones, primas, sobrinas y demás beneficios resumidos en descanso. Familiar, en el mejor de los casos. Uno espera tanto que llegue diciembre, que cuando llega es duro verlo escurrirse, desapareciendo con la promesa de volver el año entrante. Lo cierto es que desde febrero estamos esperando a que se acabe el año, no se sabe para qué, si lo rico del tiempo es perderlo con libertad.

Se acaba el año y lo agradezco, porque es momento de confesar que estoy entrando en estado catatónico, como me pasa cuando se acerca enero y el cerebro me rebota dentro del cráneo. Además de exhausto, mamado y con la batería a punto de fundirse, llego a diciembre chupado hasta la médula, tanto que hasta le estoy escribiendo una entrada al agotamiento, la idea refrita y figurativa de escribir con las pocas neuronas que quedan. Le escribo a eso y a algo que aprendí casi que a puños este año: la obediencia a ciegas.

Seguramente, oh amados caba-ñeros, caba-ñeras y caba-perros (porque las mascotas también tienen caba-lugar), ustedes habrán visto en Semana Santa la película de Jonás, o sabrán quién es, o lo inferirán por lógica planetaria, porque como saben no soy periodista sino plagiador, y de los buenos. Es la historia de un tipo que tenía la misión de advertirle a Nínive que sería destruida, pero se resistió a hacerlo y huyó, agarrando mar con unos tipos que lo vieron quedarse dormido mientras se armaba la hecatombe en Piscilago.

Cuenta la Biblia que los marinos que lo acompañaban echaron suertes y pillaron que la culpa no era de la vaca, sino de Jonás. Lo botaron del barco y todo mejoró, como deberían hacerse las cosas en muchos de los estamentos de la vida real, porque hay gente que no hace más que estorbo y a veces hay que darle de baja de nuestro bote, textualmente. El punto es que los marinos estos conocieron el poder de Dios y decidieron cambiar su vida fue precisamente por la desobediencia a Dios del profeta, quien terminó en el vientre de un pez. Lo que pocos saben es que Jonás no escapó por cobardía o falta de vitaminas, sino porque era un pueblo malo y perverso que había afectado a su propia familia.

Viéndolo así, yo hubiera hecho lo mismo. Yo sí dejaría que todos esos cafres se pudrieran carcomidos por el holocausto zombi, pero lo lindo de la historia es que después de salir del pescao-cao y todo eso, Jonás llegó y les advirtió el mensaje de Dios, con tan buena (o mala) suerte que la gente se arrepintió y cambió. Y lo más rococó: Dios los perdona y deja a Jonás viendo un chispero, rabón y al borde de una neurosis atípica porque el tipo lo que quería era ver las balas entrar y la sangre correr.

Lo que he entendido de Jonás es que se parece a mí, en que en cierta medida espero que todos mueran por culpa de sus malas decisiones, todo para quedarme moralmente por encima de ellos; pero ahora me doy cuenta que es la obediencia personal lo que confirma lo grande e incomprensible que es Dios. Jonás tal vez sabía que Dios haría eso, que le pediría que hiciera un conato infructuoso a pesar de tener la redención escrita. A mí me pasa lo mismo, digo y hago afirmaciones, promesas y cuanto voto moral puedo para saber que al final me tendré que tragar todas y cada una de las palabrejas.

Eso también es agotador y desgastante, pero como Johnny (como le decimos los cercanos), justamente es la rendición personal lo que atrae la salvación comunal. Pero lo impensable es que hasta en la aparente desobediencia, en el escapismo y lo que llamaban los Looney Tunes "la graciosa huida", hay sucesos que nos van llevando a brillar aunque insistamos en empuercarnos. Es algo así como meter gol con un tiro con chanfle involuntario.

Como se me acabaron las ideas por este año, y tampoco quiero pensar más en nada que sea viajar, termino el año dando las siguientes reflexiones, que son tuits moralistas recalentados y resumen lo que aprendí este 2013: Hay que dejar todo en la cancha, es prudente empezar con lo que se tiene y siempre es bueno mirar atrás, para nunca olvidar de dónde es que Dios nos sacó.

jueves, 12 de diciembre de 2013

El fin de las vacaciones

Cuando la abrazoterapia va terminando y se escuchan los últimos sollozos, el profe sabe que es tiempo de repartir los pañuelos. Esta vez está ocupado, sosteniendo la cabeza del muchacho que vende churros mientras le da cauce al mar de lágrimas que tiene en su hombro. El profesor le hace un gesto a la niña de confitería, la misma que de cuando en vez ha tenido que entretener a los niños que visitan el parque. Diligente, ella reparte finos pañuelos de tela almidonada, forrados todos con un lazo negro.

Los empleados están de luto. Uno de ellos, el encargado de los juegos de feria, va mirando las fotos de tiempos de antaño, cuando la gente reía mientras perdía con sus juegos, diseñados todos para que el parque siempre ganara. A él se le suma la niña de la taquilla, quien le pide prudencia ante los dummies. Esos sí que la han sufrido con la noticia, pues aunque muchos creerían que el trabajo de fundirse en un traje felpudo y perder hasta la última gota de sudor en él es fastidioso, ellos se daban cita con los niños de la guardería con la mejor de las energías, todo antes de que ocurriera el siniestro.

Dicen que fue un extraterrestre, un artefacto de Lucifer que para muchos tomó forma de cerdo diabólico. Nadie sabe. Nadie da cuenta de eso, lo único cierto es que un destello fulguroso subió del suelo y penetró en las mentes de los humanos, quienes lentamente empezaron a olvidar el significado de las vacaciones. Todo fue paulatino: primero dejaron de verle gracia a los carros chocones y a la rueda de Chicago, luego olvidaron a qué sabe el algodón de azúcar y lo peor fue cuando dejaron de reír.

El profe rememora ese discurso cerca del féretro, el cual reposa en medio de la oficina de su oficina de administrador encargado, la misma que servía de comedor y dormitorio para empleados cuando el parque estaba en temporada de alta demanda. Siempre sabio, el profe recuerda que en la radio decían que las vacaciones eran no tener nada que hacer y disponer de todo el día para hacerlo. El de los churros no puede evitar llorar de rodillas, mientras la de confitería le pasa una insípida chocolatina que le sabe a nostalgia.

Tiempo después, dicen que la de confitería se dedicó a trabajar en una oficina; el de los juegos de feria siguió su carrera de estafador como abogado y la niña de la taquilla ahora es gerente de operaciones de un banco. El de los churros ahora es actor, según parece. Nadie supo qué pasó con el profe, el duro. Dicen que nunca pudo soñar un mundo sin vacaciones ni diversión y que por eso tomó la vía fácil: se fue a trabajar en la tierra de Mickey Mouse.


Publicado en la Revista Mallpocket 

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Hello, Goodbye

De un tiempo para acá, me he dado cuenta de dos cosas: me encanta dormir en los aviones y arrancar las entradas de este hijueblog contando las historias de otras personas. Creo que esta vez será la excepción, pues eso hace parte del combo de vivir de la escritura, o por lo menos intentarlo. La gente cree que esto es algo que fluye, que se puede enseñar y por supuesto aprender. La verdad es que escribir es muy difícil, desgastante y generalmente incierto, porque uno le mete la ficha a ideas y personajes creyendo que serán la versión contemporánea de Seinfeld, pero terminan en la papelera de reciclaje de Cristovisión.

Lo más duro de escribir es que uno tiene que conocer profundamente la condición humana, literalmente hablando. Uno aprende a tocar fondo tomando decisiones que cree que porque vienen del cielo serán buenas y provechosas, pero el margen de error aumenta y la prisa entra. Esto porque estoy entrando en una nueva teoría conspirativa, que tiene que ver con viajes y curiosamente estoy tratando de aterrizar.

Me encanta viajar. Creo firmemente que el hombre que viaja solo renace, y que como decía Chaparrón Bonaparte: "Si cuando viajes no quieres quejas, cuando tú viajes viaja sin viejas". Hay que agarrar cuanto avión lo permita el pasaporte para descubrir esas peculiaridades de la vida, esos reveses y giros mentales tan necesarios para aprender a vivir. Uno viaja y crece, madura, aprende a desarrollar la paciencia y a convivir con la adrenalina, y eso es bueno. Pero si algo he aprendido desde que empecé a viajar fuera del país es que hay viajes que no son para ciertas personas, aunque todas las personas deban viajar.

Ya alguna vez conté lo que viví cuando estuve por primera vez en Los Ángeles. No puedo negar que estando allá tuve el pensamiento fugaz de quedarme, no de aguado, pero sí de tomarme una buena temporada en los yunais para pensar, ganar plata en la meca cinematográfica y probarme a mí mismo que estoy hecho para cosas grandes. Pero ya después de que pasó el jet lag, me di cuenta que estaba pensando desde el sentimiento y el alma, no desde lo que realmente soñaría.

Eso de empacar la vida entera en una maleta y largarse tiene su letra menuda, porque no es que esté mal viajar, lo malo es viajar cuando no era el momento de hacerlo. La gente hippie es así, creen que a través de un viaje se van a encontrar consigo mismos, o con un duende revelador. Y va uno a ver y se queda con esa idea tan hollywoodense de la resolución de la vida, como otorgándole al azar poderes curativos, como si contemplar la idea de empezar de nuevo fuese el milagro en forma de examen de inglés con alto puntaje.

Lo cierto es que esa incipiente sensación de libertad que produce el cambio, el por fin empezar a mandar sobre la vida de uno, se desdibuja cuando va pasando el tiempo. Alguna vez oí que la razón por la que nos gusta irnos es porque o corremos de o corremos a, y creo que es verdad. Nos encanta disfrazar de progreso y avance las ganas de escapar de la triste vida que no es que nos ha tocado, sino nosotros mismos escogimos.

Estando allá, me sentía el Tarantino de Soacha. Un talentoso pez que había salido de la pecera y crecería mucho más estando en el mar. Lo peor es que estoy seguro de que lo hubiera logrado: trabajaría como guionista, viviría cerca de Koreatown, sería parte activa de una Iglesia increíble y me estaría cuadrando con una actriz de origen guatemalteco, por aquello del intercambio cultural. Pero lo que más predominó en mi cabeza por aquellos días fue esa suerte de superioridad moral de quien está afuera y ve con desdén a los que están del otro lado del charco.

Ahora pienso que es la misma relación social que tienen los urbanos de los campesinos: siempre se subestima al que no ha viajado y se siente estar más cerca de la iluminación que ese que no entiende lo que es vivir afuera, porque es un religioso que piensa que en este país tercermundista está lo suyo. No tomé la decisión siquiera de intentar quedarme, porque me repugnó hacer de mi vida un pedestal de orgullo y prepotencia que además se largaría dejando atrás todo por delante.

Todavía me emociona pensar en que todo lo impactante de viajar se resume en decir hola por primera vez y adiós por última, tanto aquí como allá. Estoy seguro de que me caerán a palos, como de costumbre, por decir lo que pienso. Pero cuando decidí decirle hola a mi propósito y adiós a mi sueño, cuando decidí quedarme en esta tierra chibcha y decirle adiós a la comodidad de largarme, también compré los cupones de la crítica, censura y humillación pública por serle fiel a lo que siento que Dios me ha llamado a hacer.

A estas alturas del partido, una mala decisión me puede dejar destrozado y bombardeado con napalm.