martes, 29 de octubre de 2013

Legado

Lo mejor de ser oficinista, además de las bebidas ilimitadas y la fotocopiadora disponible a toda hora, es ver historias de vida de esas que superan cualquier ficción truculenta. En esta oficina he conocido rosacrucistas, gays que antes eran cristianos, amantes del servicio social geriátrico, amas de casa acomodadas, testigos de Jehová sin vocación de predicación, entre otros. Todos comparten -o compartimos- esa extraña sensación de inseguridad que produce habitar en medio de la diferencia, pues en esta selva cualquier colibrí podría dar mordidas de fiera.

Esa inseguridad también viene acompañada de miedo, ya sea a perder el trabajo o a quedarse ahí para siempre; pero sobre todo a ser reemplazado. La gente no quiere ser reemplazada. No nos gusta siquiera pensar que llegará otro a tomar el lugar que tenemos, por el cual nos hemos matado estudiando y lamboneando. Luchamos por sobrevivir a quien nos hace la zancadilla pagándole con la misma moneda, porque el sistema laboral es así. Para mí es culpa de Hollywood, quien nos ha vendido la idea de que todos tenemos roles protagónicos, cuando va uno a ver y hay gente destinada a ser figurante, o extra con pocas apariciones en la vida de otro.

Debe ser por eso que admiro profundamente a las personas que detectan cuándo es el momento de dar el paso al costado, que no es ni antes ni después, sino es cuando es. Eso nadie lo entiende, porque uno los ve bien posicionados y totalmente comprometidos con sus causas, pero en el fondo ellos saben que ese ciclo hace mucho tiempo se cerró. Ese tipo de decisiones son de orden espiritual, casi divino, todo lo opuesto al oficinismo. Ya de por sí el oficinismo es bien satánico como para añadirle más líneas y cerebro a algo que ni vale la pena.

Hay dos casos que me impactan. Peter Furler, cantante de Newsboys, fundó y lideró su banda por más de 20 años y un buen día dijo que daría su lugar para dedicarse a producir canciones y pastorear. Ahí llegó Michael Tait, excantante de DC Talk, quien recibió el manto para seguir con "el sueño de Dios". El más reciente, aunque fue hace tiempo, es el anuncio de retiro de Mark Stuart de Audio Adrenaline, quien parece haberse inspirado en Furler con esto de cederse, además con otro excantante de DC Talk, Kevin Max. Lo que se supo tiempo después fue que la decisión se basó en motivos de salud.

¿Qué tal en la vida nos toque eso, empezar cosas para que otros las terminen? Siempre he soñado con ser fundador de algo, y muchas veces no me doy cuenta que lo que hago al trabajar con personas es justamente eso, sembrar para que otros cosechen. Debe ser emocionante dar un paso al costado, porque con eso viene la redención para el otro, quien también espera esa nueva oportunidad para correr más que uno y llevar el testigo a otro que hará lo propio.

Para no ir muy lejos, el fin de semana pasado una de mis bandas favoritas dio su último concierto. Rojo, que ha sido una de las joyas más grandes de la música cristiana, tenía claro que su tiempo no superaría los diez años y hace mucho habían pactado este final que para muchos -me incluyo- siempre será un interrogante con cara de admiración, porque nos cuesta entender cómo otros han superado el dolor de dejar ir el presente y piensan en construir legado.

Para mí, esa es la definición de trabajar y caminar con Jesús: le meto la ficha a algo que no veré terminado, porque entiendo que no soy el protagonista, sino el figurante que tan sólo debe guiar a otros a que terminen de armar el edificio del cuál tan sólo alcancé a medio delinear los planos.

lunes, 21 de octubre de 2013

Al mundial

La Fiebre de las Cabañas es un reflejo de la colombianidad: todo llega tarde y cuando ya no es noticia. Debe ser que por eso no fui periodista, porque lo mío no es la operación en caliente de contenidos, aunque me gusta eso de la inmediatez. Digo esto porque cuando lean estas letras digitales, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras, sabrán lo que aprendí de Breaking Bad, lo que pienso de Tuiter y también que MiSeletsión ya tiene su tiquete al Mundial Brasil 2014.

Aunque no soy un hincha furibundo del fútbol, tengo la costumbre de regir mi vida en torno a los Mundiales. A la fecha, he vivido seis Copas del Mundo y con la que viene siete, lo cual representa más de 24 años de sufrimiento colectivo, desilusiones familiares y demás recuerdos que cada cuatro años construyo mientras el planeta entero se vuelca de atención al balón.

En Italia 90 hasta ahora estaba aprendiendo a hablar, pero por fortuna mi mamá hizo sendas grabaciones de mis precarias locuciones, cantando los goles de Frely Lincon y creyendo que era primo mío. Recuerdo que vivíamos al sur de Bogotá y que mis papás pasaban por una extraña crisis que no entendía, pero hacía que mi papá fuera y viniera a la casa tan solo para ver a Colombia jugar contra Yugoslavia, Emiratos Árabes y Alemania, quien sería la selección campeona.

Si algo corre por nuestras venas colombianas es esa peligrosa sensación triunfalista, la misma responsable de expresiones como usted no sabe quién soy yo y ayúdate que yo te ayudaré. Con el fútbol no ha sido la excepción, pues con ese empate a Alemania, Colombia entró a octavos con el ego en la cabeza y la sobradez en los pies. Nos montamos en el caballo sin ensillarlo y nos juramos la última Coca Cola del desierto sin siquiera haber entrado al mercado de los goles.

El 5 de septiembre de 1993 mi hermano tenía tres días de nacido, y como mi mamá estaba convaleciente, mi papá me llevó a donde mi abuelita, para que no estuviera fastidiando a la criatura recién nacida con las típicas bromas que le hacía cuando era tan sólo una barriga redonda. Recuerdo que esa noche habilitaron el salón comunal y un vecino llevó un video beam precario, integrado por un VHS que recibía la señal de la programadora Caracol en Cadena Uno y proyectaba en la pared aquel evento que partió en dos la historia del país.

Tenía cinco años y recuerdo que lloré de la felicidad, no tanto por Colombia, sino porque mi familia estaba nuevamente unida celebrando, a pesar de que en Marzo de ese año murió mi abuelo y todo se desajustó en nosotros. Lo único que alcanzó a dejarme el viejo fue el álbum lleno de USA 94, el cual usé para ver cada partido, celebrarlo a su nombre y que ahora colecciono como un tesoro, pues también es la confirmación de que de nada sirve tener una herencia si no hay un legado detrás de ella. Vimos la final en la casa de un tío abuelo, comiendo mute santandereano y aplaudiendo a Taffarel.

En 1998 mi papá trabajaba como administrador de un parque que ahora le pertenece al Distrito. Ya tenía dos hermanos igualmente curiosos con quienes vimos el gol de Preciado y la derrota ante Inglaterra. Recuerdo a Mondragón llorando desconsolado y al Pibe cambiando la camiseta con Beckham, mientras pensaba que el fútbol es un martirio constante del cual era mejor prescindir. Así que dejé de seguir a Millonarios, desempapelé los afiches y decidí pensar que eso de ganar no era para nosotros, por lo que el Mundial de 2002 pasó sin pena ni gloria por mi cabeza, pero lo recuerdo perfectamente porque fue el año en que mi papá consiguió viaje directo a una nueva sucursal, con azafata a bordo.

Al principio me culpé, como todo hijo que percibe un matrimonio que se desmorona ante sus ojos. Pensé que mi renuncia al fútbol y el desinterés de mi mamá por el deporte lo habían lanzado en brazos de la moza, quien resultó más escurridiza que cualquier balón pateado por Ronaldo. Aprendí que en líos de pareja lo mejor es hacerse a un lado, y que tal vez debía esperar el próximo Mundial para recuperar la magia familiar pasada.

En 2006 estuvimos con mis hermanos en compañía de mi papá -y ya sin mi mamá-, viendo el cabezazo de Zidane en una pantalla improvisada en el parqueadero de Cafam Floresta. Me acuerdo que ese día también lloré, no por Francia, ni por lo triste de los comentaristas invitados, sino porque recordé que cada final de la Copa del Mundo mi vida está en un estado distinto, totalmente opuesto. Esa misma sensación tuve en 2010, cuando vimos la transmisión del partido que ganó España a través del canal de televisión para el que trabajo.

Lo chévere de los Mundiales es que parten el año en dos: antes del Mundial, tiempo en el que nos la pasamos hablando de los partidos, las pollas, las láminas por conseguir; y después del Mundial, cuando nos la pasamos hablando de lo que pasó y de lo que vendrá. Tengo esas expectativas del año que viene, que me agarre por sorpresa y que cuando esté viendo esa final, las cosas no se parezcan a los recuerdos, ni los colores se vean como parecen.

martes, 15 de octubre de 2013

Perro rabioso

He recibido quejas, amenazas digitales, intentos de fleteo y demás afrentas desde que decidí renovar mi mente y actitud bloggera. Para tranquilidad de ustedes, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras, no tengo pactos con el Procurador Ordóñez, ni milito en la derecha, ni en la izquierda. Lo mío es el centro de cadera, como buen carnívoro en desarrollo aunque no en crecimiento. Ya saben que sigo siendo el mismo, pero no demasiado.

Amenazas no sólo digitales sino reales, pues desde que se han dado noticias como estas, he tenido que guardar mi integridad y la de Colbón, el pitbull familiar que llegó el enero pasado, cuando tan sólo era un tierno cachorro que representaba el premio por buen comportamiento de mi hermano. No suficiente con tener a Ágatha, la gata oficial, nos embarcamos en la tarea de educar un perro, de esos que para muchos son los de "raza peligrosa", los censurados, los asesinos, la ralea canina.

 Buscando un nombre pegajoso, dimos con Colbón. El chiste se cuenta solo.

Lo mejor de tener un pitbull es vivir con un animal gracioso que más que instinto asesino, como cree la chusma ignorante, es un animal leal y sumamente juguetón. Es un protector fuerte que cuando sale a la calle llora porque quiere jugar con otros perros que lo ven intimidados, mucho más cuando sus dueños gritan y se escandalizan al pensar que un terrier con bozal en el cuello se acerca.

Los dueños se llevan a los perros y Colbón queda íngrimo en el parque, con todas las ganas de relacionarse a cuestas. Me imagino que no hay que ser perro para sentirse menospreciado, porque peor que los perros somos los humanos. Nuestra raza bípeda, que se precia de la razón y la lógica como elementos de pensamiento, es la que más suele rechazar a los mismos de su especie basándose en las apariencias. Pero no culpo a nadie en particular, finalmente la ignorancia es la comidilla de la gente mediocre.

                           
Colbón y su juguete favorito. ¡No contaban con su astucia!

No hay animales peligrosos, sino maleducados. Para la muestra uno y hasta dos botones: Ágatha y Colbón.

No contentos con que use bozal, ni con que salga a deshoras, los vecinos y demás transeúntes de la ciclovía ocultan a sus niños, gritan y lanzan indirectazos al aire como si con palabras pudieran acorazarse de la supuesta amenaza. No los culpo, son los mismos que idolatran a gente como esta, que juzgan las razones y motivaciones de un paro agrario sin siquiera saber el por qué, que se sienten colombianos de bien porque sonríen entre sí, pero estarían dispuestos a clavarle el puñal trapero a su propia familia si se lo pidieran. Y lo hacen.

Tan solo puedo recordar la historia de Old Yeller, aquel perro que se convirtió en una amenaza y tuvo que ser sacrificado para que la comunidad pudiera volver a dormir tranquila. Pero eso, erradicar lo que nos incomoda, sólo es una solución tipo cobija corta, de esas que tapan la cabeza pero destapan los pies y que con el tiempo no servirán de nada.

Lo triste es darse cuenta de que somos una raza contaminada, que juzga, señala y se regodea en la caída de alguien para pontificar doctrina moral. Buscamos chivos y hasta perros expiatorios para cargarles nuestras culpas y así intentar redimir nuestras conciencias orgullosas. Tal parece que la rabia no es propia de los animales, que son esos perros humanos los que sobreviven con su mente corta y enferma, buscando una vacuna contra su infecciosa ignorancia.

Dame una risa que me muestre tu paladar.

lunes, 7 de octubre de 2013

Tuiterología

Llevo dos años con una cuenta en Twitter, que para efectos del español pulcro siempre he llamado Tuiter, así a secas. Me fastidian esos anglicismos del arribista promedio, que pronuncia Tuirer pero se jacta de usar bluyins negros, tomar Coacola y vacacionar en Uropa. En fin, esto confirma lo que he concluido en estos días: Tuiter me afecta porque siempre saca lo peor de mí.

Ya no lo disfruto como antes, cuando pensaba que se trataba de mencionar a Chespirito y mandarle elogios. Luego entendí que el truco era tuitear y ya, pero la cosa se complicó. Antes me dejaba llevar simplemente por la cultura del microblogging y decía barbaridades para que no se me olvidaran, casi como una libreta de apuntes virtual y pública. Pero luego entré en una carrera de ratas en búsqueda de seguidores, como si de eso dependiera mi libertad del Icetex.

Escribo una que otra verdad bíblica y de a puño, pero la gran mayoría de tuits son idioteces que no sé por qué algunos sobrevaloran como si fuese la verdad revelada. Eso es algo que me preocupa, el nivel de literalidad de mucho tuitero amateur. La gente se toma todo muy en serio, me leen al pie de la letra y eso es triste, porque no hay nada más frustrante que tener que explicar el chiste. El problema es que empecé a darme a conocer, y con eso vinieron seguidores que no merezco, como pastores, comediantes, periodistas, medios de comunicación y Rescate, mi banda favorita. Se me hizo extraño, porque con las idioteces que escribo lo que merezco es que me ignoren y hasta me bloqueen.

Hace poco superé lo 7000 tuits y entré en crisis, porque me di cuenta que Tuiter es un termómetro perverso de aceptación de ideas. No sufro cuando la gente me elimina de Facebook, porque allá se muestra es carne y cristianos pidiendo la mano. En Tuiter uno muestra intelecto y puntos de vistas, donde el ego y el orgullo arman un nido placentero en el que se besan, o algo así. Vivo obsesionado con los ojos encima del número de seguidores, y sufro cuando se reducen, porque es como si me estuvieran rechazando. Luego llegan otros y remplazan las vacantes, entonces vuelve a mí la paz de siempre, la del enfermo digital.

Ya dije que me sigue gente que admiro, y ese es otro problema. Me la paso pensando en qué publicar, para descrestarlos, pero también para no embarrarla y que tomen la decisión de irse. De vez en cuando me paso por sus cuentas a verificar si todavía me siguen, si no se han arrepentido ante tanta incoherencia y verborrea mal ponderada. Digo incoherencia porque la gente cree que uno es eso que postea, y va uno a ver y sí se parece, pero en realidad lo que he hecho es construir un personaje de mí mismo, un avatar al que juzgan y admiran pero en la vida real es tan simple como desilusionante.

Lo peor de todo es que no planeo irme de Tuiter. He hecho ayunos esporádicos para curarme la opinadera, y han funcionado. Pero vuelven a mí esas ganas de tuitear, como buscando que detrás de mi testimonio de vida (el mío, no el del avatar) la gente disfrute y conozca algo de lo que creo y pienso. Solo busco que entiendan que esto es un juego, que no es la vida real y que por lo tanto da licencias para una ficción comprada, acomodada y ante todo irónica.

Ahora me iré a tuitear, porque hay cosas que nadie más hará por uno.