miércoles, 14 de agosto de 2013

Regreso al colegio

Me gusta leer la Biblia porque siempre encuentro en ella no sólo historias inspiradoras o promesas canjeables, sino también analogías de situaciones y, sobre todo, una mirada de Dios como un personaje que se hace real y concreto a través de Jesús. Creo que lo que dice la Biblia es verdad: Jesús nos entiende porque pasó las mismas pruebas que nosotros. Así que si él pudo, cualquier mortal kombat de a pie como uno también; claro, si confía en Dios como él lo hizo.

Esta es una verdad de a puño de la que tuve que convencerme hace unos días, tiempo en el que recibí una invitación que en otras ocasiones rechazaría, pero que en el fondo sabía que debía aceptar, todo para cerrar una tumba abierta que ya hedía con fetidez. Los que me conocen, saben que he odiado el colegio desde que nací, porque me recuerda los años de reclusión y sometimiento a leyes de un sistema retrógrado, la censura por ser cristiano y ser tomado como poca cosa por dicha condición espiritual, el divorcio de mis papás, la separación y muerte (no literal) de grandes amigos y muchos otros traumas en proceso de superación.

Debe ser por eso que no me interesaba en lo más mínimo volver. Para mí, la gente que regresa a su colegio después de graduada se me hace la más perdedora del planeta, porque ¿Quién va a querer volver al sitio donde le deformaron la mirada, le boicotearon los sueños y además le tocó pagar por eso? ¿Qué sujeto pensante en proceso de avance piensa en pertenecer a una asociación de exalumnos, donde el recuerdo personal es la base de un supuesto futuro colectivo? Me tragué los mil y un juramentos, olvidé cuando me sacudí el polvo de los pies cuando me gradué y heme aquí, escribiendo desde el día de la familia de esta institución escolar comandada por curas de sotana blanca y negra.

Aunque los salones y la cafetería han cambiado, los profesores están intactos. Me los encuentro de frente y algunos prefieren ignorarme, como evitando enfrentar la frustración de ver un egresado de hace casi 10 años y reconocer que han estado haciendo lo mismo por tanto tiempo. Si en mi época ya se les notaba la ausencia de pasión por la gente y el odio propio, no quiero imaginar cómo deben ser las clases por estos días.

Otros me saludan amables con un "Hola, Ávila. Tiempo sin verlo. ¿En qué anda?" Como sé que ellos esperan que les cuente que triunfé para sacar su parte, para alardear de su influencia en mi vida, les adelanto el cuaderno con humildad, aun cuando ellos mismos se opusieron a que estudiara Comunicación Social, o a que me dejara crecer el pelo, o a que hiciera un cine club, o a que pusiera música cristiana en la emisora, o a que regalara el uniforme del colegio a los indigentes, porque según ellos, "el traje escolar no se comparte". 

No voy a resentirme, porque igual decidí perdonarlos y destapar la hoguera amarga donde he cocinado las más oscuras intenciones, pero reconozco que si Jesús nos entiende, es porque él sabe que volver a estos sitios es imposible si no se cuenta con él. Así que decidí perdonar al colegio. Sí, puede sonar ridículo, pero para mí es liberador venir a poner la cara y así mismo seguir con mi vida dejando atrás los comentarios cortopunzantes y las palabras adobadas con arsénico. ¡Que viva el colegio... pero lejos!

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