viernes, 30 de agosto de 2013

¿Qué pasaría si Sofía Vergara protagonizara una telenovela colombiana?

Dicen las malas lenguas que en el top of mind del norteamericano promedio hay tres conceptos que describen a Colombia: una sustancia blanca inhalable, una cantante que miente con las caderas (¿o era una mentirosa que da caderazos con la voz?) y Sofía Vergara. Podríamos decir que es uno de nuestros productos de exportación, de esas razones por las cuales nuestro país sigue tan bien posicionado en el exterior.

Lo primero sería decir que nuestra Toti, como la conocen sus cercanos -pero como la llamamos todos los que amamos montarnos en el bus de la victoria-, tiene precisamente eso, posición. Seguramente lograría entrar a cualquier canal colombiano abriéndose paso ampliamente, casi que tumbando las puertas de los ejecutivos. ¿Es que con esa delantera quién no lograría desarticular cualquier cosa?

Porque hay que decirlo: Sofía tiene dos razones para tener miles de pares de ojos encima. Y no, no son las que están pensando. Nos referimos a su talento y a su gracia, ambos inmensos… grandes… gigantes. El caso es que si Sofía llegara a ser protagonista de una novela, pasaría a la historia como la primera actriz en volarse todos los filtros televisivos con facilidad. Porque eso sí, si hay algo que pare el tráfico, la oficina y otras cuantas extremidades, es esta Afrodita de la pantalla chica.

Sofía llegaría al set asediada por practicantes, técnicos y hasta por los señores de seguridad, todos presas de querer tomarse una foto con ella y acompañar sus noches de soledad con el recuerdo de la única colombiana que ha pasado por Baywatch. Seguramente no necesitaría mostrar su reel, en el que reposa aquel memorable comercial donde la arena de la playa le quemaba los pies y la obligaba a gemir y correr. Es el sueño de todo hombre: una Sofía que gima y corra hacia él, aunque en este caso lo hacía para beber una gaseosa.

A lo mejor el director pasaría buen tiempo oyéndola hablar y tratando de descifrar ese barranquillero con mezcla de inglés arrastrado, pues aunque linda, no es que brille por su facilidad de anglo palabra. Le corregiría las muletillas y le aclararía que madafoca es una palabra que primero ni existe, pero que tampoco acepta la parrilla del prime colombiano, aunque de prepagos y diosas coronadas con palabras y gestos peores es que nos estamos alimentando.

La telenovela se caracteriza por contar la historia de amor de una mujer benigna, pobre y sufrida. Pero seamos sinceros, Sofía tiene cara de todo menos de eso. Además de estar en la lista de la Revista Forbes como una de las actrices mejor pagadas –se dice que gana al año cerca de 20 millones de dólares-, tiene su propia línea de ropa y con frecuencia es contactada para comerciales donde le pagan hasta la risa.

Uno piensa en qué más le falta a alguien así: bella, famosa, radicada en Los Ángeles y además comprometida con un pichimillonario que le dice sí a todos sus deseos. ¿No es eso el sueño de cualquier mujer? ¿Un musculoso con pinta de chirri, pero con la disposición para corretearlas y complacerlas de un pincher adiestrado?

Bajo estos hechos, Sofía tendría que debutar en una historia que rompiera los cánones de la novela, pero como Ana María Orozco ya hizo de Betty la fea, sería la historia de una bella que se debe afear para enamorarse de un tipo platudo que la odia. Actuaría en compañía de un reparto justo para que se luzca: Linda Lucía Callejas, como la odiosa vecina que le baja la ropa del tendedero, Alejandro Riaño como el nieto bobo de Amparo Grisales –que en la historia sería un espectro milenario- y el regreso a la pantalla de Endry Cardeño en el papel de un ángel asexuado. El galán sería Víctor Mallarino, destacado actor a quien le pagan por hacer siempre de sí mismo.

Sería un melodrama donde debido a lo absurdo de su historia, le pedirían a Sofía que dejara ver la garra, la casta, lo que aprendió en Hollywood. Sofía se esforzaría, pero la comedia voluptuosa es lo suyo y para historia de amor se necesita es saber llorar, no despertar bajas pasiones. La sensación de fracaso sería la misma que tuvo John Leguizamo cuando Dago lo trajo a protagonizar una de sus películas.

Ante las bajas curvas de rating, finalmente Sofía se marcharía. Como toda diva, lo haría sonriendo y con la frente en alto. En entrevistas invitaría a que no se perdieran su novela, pero de dientes para adentro añoraría que su jet privado la saque de la peor decisión que alguien con dos dedos de frente puede llegar a tomar: hacer carrera en la televisión colombiana.


Publicado en la Revista Mallpocket

martes, 27 de agosto de 2013

La ex-cremento

De un tiempo para acá, empecé a recibir noticias de mis ex-es. Sí, a pesar de mi consagración absoluta a la comunidad Jedi de La Castellana, tuve mis deslices y resbalones con una que otra amiga política, vecina de pupitre o referencia local de modelo ochentero. Eso de que a lo que más se le teme llega es verdad, porque ahora a todas mis heces (no me sobrestimen, que contándolas no superan los dedos de una mano), les dio por cristianizarse, por cambiar su vida y enderezar el caminado, cuando para mí lo mejor que pudo pasarme fue dejarlas ir.

Ahora les dio por agregarme de nuevo a Facebook, por intentar acercarse para simplemente ser amigos en la fe, pero si algo aprendí de Friends es que uno no puede ser amigo de una ex, ni debería caerle a la ex de un amigo, y del mismo modo en el sentido contrario. De cualquier manera, esta no es una entrada para teens pagada por la Revista Tú, sólo que es curioso el fenómeno amnésico del cristiano promedio, ese que demanda dinamitar los recuerdos, quemar los barcos y destruir cualquier puente hacia la vida pasada.

No me someto a regresiones ni mucho menos (como cree la chusma), pero si somos honestos, nadie quiere que le recuerden sus peores decisiones. Una de ellas me mandó un mensaje por Facebook y me contó un resumen de su vida, casi como si necesitara que me rindiera cuentas. Me dijo que ahora que estaba en la Iglesia entendía muchas cosas, que comprendía las razones que le di para tomar distancia en aquellas épocas. Hasta contó que terminó con el novio posterior a mí, aludiendo a su nuevo estatus en el mercado del usado. No le respondí nada para no ser grosero.

Otra de este clan me contactó por Facebook (otra vez esta vitrina de vanidad) y me envió una solicitud de amistad que a la fecha no he sido capaz de aceptar, tal vez en un intento de dejar las cosas en su lugar, de embalsamar la momia y dejarla podrir en el olvido que seremos. Lo curioso es que meses después tuve que encontrármela de frente, y como ahora estoy en tono de arreglar el pasado, acepté saludarla por su segundo nombre, ese que quedó sepultado en el pasado para darle vida al primero, el de su nueva vida.

Aunque la charla no duró más de 38 segundos y contadas 10 milésimas, me sentí inmundo cuando me dijo que gracias a mí había conocido de Jesús, que eso le cambió la vida por completo. Para mí, ella es un simple píxel que recalentó el sistema y produjo error, pero para ella fue el paso trascendental hacia la cruz. Me fui caminando y pensando en una frase de esas que no se me olvidan y promulgo a manera de dato coctelero para impresionar: la ex es excremento. Se dice y es chistoso, pero se escribe y es insensible, porque nadie es desecho de ningún otro, ni nada parece suceder por error.

A veces nos damos muy duro por las excrementadas del pasado, pero de nada sirve hacerse el loco, seguir derecho o fingir demencia ante el presente. Es verdad que la idea es no mirar por el retrovisor, pero a veces escarbando en esos desechos se puede evidenciar la necesidad de depender de Dios ahora que supuestamente se va a comer bien.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Mala memoria

Con el pasar del tiempo empiezo a sentir que mis súper poderes tradicionales están en proceso de reinvención. Ya conté que desde que me visitó la gastroenteritis no puedo volver a ser el pollo finquero de siempre; pero ahora tengo otro problema, y es que estoy perdiendo la memoria. No hablo de andar ocupado pensando en otras cosas, ni de frases mañé como esa que el infiel promedio reza: los caballeros no tienen memoria. Hablo de la amnesia temporal, del inexplicable borrón de recuerdos colectivos sin razón.

Hace mucho tiempo empecé a sospecharlo, pero preferí olvidarlo también. Creí que era la maduración de mi ya conocida memorización selectiva, que en pocas palabras traduce que me acuerdo de lo que quiero y ya. Me afecta, porque uno va por la vida construyendo recuerdos con las personas, quienes los atesoran y guardan en sus memorias, pero para mí ni siquiera son episodios borrosos, sino inexistentes.

Me di cuenta de esto hace unos años, cuando me encontré con gente del colegio que fielmente me recordaba las travesuras y demás matoneo que perpetré. No me acuerdo de nada. Después vinieron los encuentros con la gente de la universidad, donde más o menos guardo en mi cabeza colores y pantallazos con los colores de Facebook, pero nada concreto.

Lo confirmé hace un par de meses, cuando una amiga me recordó que comimos chocorramo en un parque. Para mí sigue siendo un enigma. Luego estuve en un cumpleaños, donde todos recordaban con claridad lo que sucedió el año inmediatamente anterior, pero a mí me costó mucho trabajo. También me pasa cuando me reencuentro con personas y en conversaciones sacan a colación supuestas frases mías de otras épocas, diciendo que las aprendieron y oyeron de mi propia boca. Quisiera que los que aprendieron algo de mí vinieran y me lo enseñaran de nuevo, porque ahora hasta lo aprendido está embolatado.

Ahora soy un homenaje al protagonista de Memento: vivo con una agenda escribiéndolo todo. Y cuando no la tengo a la mano, tuiteo. Y cuando me recuerdan recuerdos, redundantes para ellos pero frescos para mí, solo puedo quedarme callado, pensando en que tengo que escribirlo todo. Ahí recuerdo que por eso empecé este hijo bobo al que llamo blog, para que no se me olvide la razón de por qué hago lo que hago, pero hay cosas que prefiero dejar ir, como ciertos elementos del pasado, o sea de ayer.

Es duro, pero tengo memoria de protagonista de programa unitario: no tengo continuidad, resuelvo los problemas en cada capítulo y al siguiente sigo como si nada, confiando en que el guion no me va a llevar a repetir algo que ya vieron todos pero yo olvidé. Me da tristeza, porque quisiera seguir siendo ese vademécum de sabiduría pop cristiana, pero el cerebro parece no darme para tanto.

Me acuerdo (aunque no tengo derecho a usar este verbo) de Funes el Memorioso, quien no olvidaba nada. Quisiera tener una cabeza así, con una mente envidiable. Luego recuerdo al tipo de Una mente brillante  y pienso que es mucha responsabilidad. Avanzo, trato de atar cabos y concluyo que de meterle tanta información a la cabeza sólo queda la amnesia, cuando el sistema se atrofia para beneficio propio.

Suena contradictorio, pero es real. Tan solo recuerdo que alguna vez le pedí a Dios que me ayudara a dejar el orgullo, a dejar de alardear de mis logros y a perdonar a los que me lastimaron. Parece que su respuesta llegó en forma de mala memoria, la misma que Él usó para olvidar mis malos ratos y que me dio para avanzar en la vida.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Regreso al colegio

Me gusta leer la Biblia porque siempre encuentro en ella no sólo historias inspiradoras o promesas canjeables, sino también analogías de situaciones y, sobre todo, una mirada de Dios como un personaje que se hace real y concreto a través de Jesús. Creo que lo que dice la Biblia es verdad: Jesús nos entiende porque pasó las mismas pruebas que nosotros. Así que si él pudo, cualquier mortal kombat de a pie como uno también; claro, si confía en Dios como él lo hizo.

Esta es una verdad de a puño de la que tuve que convencerme hace unos días, tiempo en el que recibí una invitación que en otras ocasiones rechazaría, pero que en el fondo sabía que debía aceptar, todo para cerrar una tumba abierta que ya hedía con fetidez. Los que me conocen, saben que he odiado el colegio desde que nací, porque me recuerda los años de reclusión y sometimiento a leyes de un sistema retrógrado, la censura por ser cristiano y ser tomado como poca cosa por dicha condición espiritual, el divorcio de mis papás, la separación y muerte (no literal) de grandes amigos y muchos otros traumas en proceso de superación.

Debe ser por eso que no me interesaba en lo más mínimo volver. Para mí, la gente que regresa a su colegio después de graduada se me hace la más perdedora del planeta, porque ¿Quién va a querer volver al sitio donde le deformaron la mirada, le boicotearon los sueños y además le tocó pagar por eso? ¿Qué sujeto pensante en proceso de avance piensa en pertenecer a una asociación de exalumnos, donde el recuerdo personal es la base de un supuesto futuro colectivo? Me tragué los mil y un juramentos, olvidé cuando me sacudí el polvo de los pies cuando me gradué y heme aquí, escribiendo desde el día de la familia de esta institución escolar comandada por curas de sotana blanca y negra.

Aunque los salones y la cafetería han cambiado, los profesores están intactos. Me los encuentro de frente y algunos prefieren ignorarme, como evitando enfrentar la frustración de ver un egresado de hace casi 10 años y reconocer que han estado haciendo lo mismo por tanto tiempo. Si en mi época ya se les notaba la ausencia de pasión por la gente y el odio propio, no quiero imaginar cómo deben ser las clases por estos días.

Otros me saludan amables con un "Hola, Ávila. Tiempo sin verlo. ¿En qué anda?" Como sé que ellos esperan que les cuente que triunfé para sacar su parte, para alardear de su influencia en mi vida, les adelanto el cuaderno con humildad, aun cuando ellos mismos se opusieron a que estudiara Comunicación Social, o a que me dejara crecer el pelo, o a que hiciera un cine club, o a que pusiera música cristiana en la emisora, o a que regalara el uniforme del colegio a los indigentes, porque según ellos, "el traje escolar no se comparte". 

No voy a resentirme, porque igual decidí perdonarlos y destapar la hoguera amarga donde he cocinado las más oscuras intenciones, pero reconozco que si Jesús nos entiende, es porque él sabe que volver a estos sitios es imposible si no se cuenta con él. Así que decidí perdonar al colegio. Sí, puede sonar ridículo, pero para mí es liberador venir a poner la cara y así mismo seguir con mi vida dejando atrás los comentarios cortopunzantes y las palabras adobadas con arsénico. ¡Que viva el colegio... pero lejos!