lunes, 27 de mayo de 2013

Pura belleza

Supongamos que usted es un oficinista calvo, de camisa templada por los calzoncillos -porque no usa bóxer por miedo al varicocele- y que se llama, digamos, Óscar. Ahora supongamos que hace 35 minutos usted está haciendo fila para pagar, digamos, una factura de su servicio de telefonía móvil. Justo cuando está a dos lugares de llegar a la anhelada caja, ve entrar por la puerta a, digamos, Alejandra, quien amablemente le pide que le haga un inmenso favor mientras le va entregando su factura, para que se usted la pague. Usted asiente sin musitar palabra, pues el “eres un sol, Osquitar”, lo dejó embebido.

Si le preguntáramos por Alejandra, estamos seguros que nunca diría que le hizo el favor –de pagarle- porque tiene buen corazón, o porque al prójimo se le ayuda sin mirarlo. La verdad es que desde que vio a Alejandra, la rubia escultural que escasamente lo saluda cuando necesita monedas para la máquina de café, usted esperó una situación donde pudiera congraciar ante tal belleza. Eso es precisamente lo que la socióloga Catherine Hakim menciona en su libro “Capital erótico: el poder de fascinar a los demás”, donde sostiene que una mujer bonita tiene un 25% más de opciones de recibir ayuda y auxilio que otra no tan atractiva.

Ahora supongamos que estamos en la fase eliminatoria de un reinado, donde para escoger a las candidatas se les lanzan preguntas mordaces esperando respuestas altruistas. Si a alguna candidata le preguntaran qué es la belleza, lo razonable es esperar su silencio. No porque sea una tonta que se ajusta al prejuicio de reina descerebrada, sino porque entrar a definir el concepto de belleza es una de las tareas más titánicas que cualquier persona puede responder.

¿Es entonces la belleza un concepto subjetivo, o existirá un código tácito que dictamine quién es bonito y quién no? Hablar de “lo bello” es complejo, pues diversos sectores pueden apelar a argumentos de corte estético, pero lo cierto es que detrás de dicha palabra existe una innegable combinación de elementos visuales, físicos, sociales y sexuales que establecen relaciones sociales que la califican.

“Se han realizado varios estudios para averiguar si la belleza se ve de la misma manera en todo el mundo, y la conclusión ha sido que se trata de un concepto universal”, dice Hakim. ¿Qué hace que alguien sea bonito entonces? Al respecto, podríamos traer a colación el trabajo del cirujano oral y maxilofacial Stephen Marquardt, quien desarrolló una teoría universal de la belleza basada en las matemáticas.

“Los griegos decían que la belleza era matemática. Si eso es verdad, entonces hay un código, una fórmula matemática que puede describir la belleza facial”, dice en su portal web www.beautyanalisis.com. El número al que se refiere es el 1.618, llamado el Golden Ratio, el cual en una proporción a uno, está presente en la simetría de la naturaleza. Así las cosas, Marquardt diseñó una máscara que mide el grado de belleza de una cara según dicha lógica matemática.

No es el primer intento de universalizar la belleza física, pues basta recordar que en la antigua Grecia la belleza era un ideal propio de Apolo y Afrodita, o en la era renacentista, donde el hombre de Vitrubio dictó las proporciones exactas: quienes no se adecuaran, ergo, no eran bellos sino feos. En la actualidad, son muchas las investigaciones en torno a la cara perfecta, como por ejemplo la de la Universidad de California, la cual sostiene que el rostro perfecto “tiene una distancia entre las pupilas de 46% de toda la cara; la distancia entre los ojos y la boca debe ser ligeramente mayor a una tercera parte de la distancia entre la base del pelo y la quijada”.

Dicho de otra manera, una persona es bella si se parece al ideal instintivo que tenemos marcado por diseño, idiosincrasia y demás experiencias sensoriales de vida. Eso explica por qué desde la evolución, el ser humano ha buscado prolongar la raza con fenotipos que denoten buenos genes: caderas anchas, pómulos rosados, sensación de bienestar y de fertilidad. La atracción llega después de ese proceso instintivo de reconocimiento simétrico del otro.

Es innegable que este tipo de estudios revelan el interés humano por lo bello, en contraposición y negación de lo feo. Hoy existen múltiples maneras de modificar lo feo y “corregir” lo imperfecto para estar cada vez más cerca de ese ideal simétrico y estético. Lo cierto es que la belleza también es evolutiva, pues detrás de las mujeres barrocas rellenas, que para dicha época eran sinónimo de armonía y belleza, ahora son reemplazadas con la flaqueza estilizada de las súper modelos y los demás estándares corporales que han mutado, así como la misma raza se ha interrelacionado física, genética y sobre todo, mentalmente.

A lo mejor exista una manera más simple de responder quién es bonita y quién no. Solo haría falta que usted, Osquitar, volviera a hacer fila otra media hora en aquel centro de pagos, para ver si cuando una Beatriz Pinzón contemporánea le pide el mismo favor que le pidió Alejandra, usted es capaz de hacerlo, o si opondría resistencia ante el bagre.


Publicado en la Revista Mallpocket

martes, 21 de mayo de 2013

El Cabañazo

Este pasado 9 de abril se cumplieron 65 años de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal que cambió la historia de Colombia. Vivo la hubiese cambiado de otra manera, pero muerto también lo hizo, pues a raíz de su incierto asesinato se desató la ola cruel de muerte y violencia que nos ha definido como país.

No creo que seamos el país del Sagrado Corazón -por aquello de que no soy católico-. Pienso que en realidad somos el país del corte de franela, del corte de corbata, del corte de florero. Somos unos caregallinas tristes, que todavía luchamos por ganar el sustento y por olvidar lo doloroso de nuestra condición, tal cual como sucedía en aquel 1948. ¿Pesimismo? Ojalá así lo fuera. Vivimos y sufrimos como colombianos porque nos importa más nuestra individualidad y comodidad que pensar siquiera en que existe otro.

Pero ese no es el tema de hoy, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras, porque si buscan análisis noticioso y coyuntural, remítanse a los periódicos temporales.  De toda esta fatídica historia nacional, me cautiva el personaje de Juan Roa Sierra, a quien muchos atribuyen como el asesino de Gaitán. Ha sido tanto el interés por el personaje, que diversos autores han escrito e investigado, como Miguel Torres, quien escribió El crimen del siglo, un libro que no he leído, pero como buen colombiano citaré y juzgaré sin conocer, desde la ignorancia.

En primer lugar, Roa Sierra era un perdedor. Sí, porque nada tan perdedor como llegar a los 30 años y seguir viviendo con la mamá. Luego se casó y tuvo una hija, pero no supo hacerla feliz y lo dejó, negándole a su hija la oportunidad de tener un papá, como hacen los perdedores. Se le abona que le gustaba el tango, pero todo eso se desmorona cuando se refugia en el rosacrucismo y cree que el espíritu de Santander reposa en él. Otra vez Míster perdedor en acción.

Roa contó con la ayuda de Johan Umland Gert, un astrólogo de origen alemán que le adivina la suerte y le sugiere que vaya a la oficina de Gaitán y le pida ayuda para conseguir trabajo. Dice la historia que el caudillo lo ignoró, actitud que despierta el odio y el resentimiento de Roa Sierra. A este punto, empiezo a tener afinidad con el tipo, pues si en algo nos parecemos es en que ambos hemos recibido sendos portazos en la nariz, nos han tildado y rotulado de cosas que nosotros sabemos que no somos.

No pretendo justificar lo que pudo haber hecho -si es que en verdad mató a Gaitán-, pero lo que me inquieta es que Roa era un equis, un pobre diablo que supo jugarse la suerte de todo un país en una rabieta, que para muchos era producto de un delirio esquizoide -como La Fiebre de las Cabañas-. Lo cierto es que El Bogotazo no fue Gaitán muriendo, sino Roa Sierra suicidándose al hacerlo.

Me pregunto, ¿qué pasaría si yo fuese un caudillo prometedor? Lucharía por cambiar el mundo, por darle a conocer a la gente el amor de Jesús; pero en estos tiempos eso cuesta la vida. Para mí, la muerte debe ser directamente proporcional a quien la padece: si uno es alguien grande, debe morir como tal. Gaitán era un grande, pero morir en manos de un mequetrefe y zascandil gazmoño, -como dirían en la época-, le debió doler mucho más que nunca llegar a la Presidencia.

Pensé en mi muerte y en mi vida, en que paso por la vida sembrando ideas y cosechando enemigos, y que como tal espero morir en manos de otro grande, de un antagonista admirable, así como siempre debió ser. Ese sería El Cabañazo, el registro de haber caído en manos de un guerrero fuerte, no de un perdedor con suerte.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Epifanía

No sé dibujar, ni pintar, ni jugar fútbol, ni muchas otras cosas. Procuro ser honesto cuando digo que soy bueno en lo que sé hacer, no para orgullo mío, sino en gratitud a Dios, quien es el dador de dones, diseñador de personajes, motor inmóvil y la creatividad en sí misma. No alardeo de lo que no tengo ni he visto, pero sí me emociona contar lo que he encontrado en esta temporada de verano de La Fiebre de las Cabañas, que parece igual aunque no es la misma.

Tuve una visión. Sí, una de esas epifanías no fruto del trance mambero, sino de un momento de oración reflexiva. No, no meto perico; no, no soy hippie -gracias a Dios-; no, no y no a cuanta cosa puedan estar pensando, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras. Digamos que ví varias cosas en mi interior, sin la necesidad de recibirle un cuncho de yagué a alguna india, más bien producto de una pincelada de Dios mostrándome lo que no había podido ver antes.

Por unos instantes vi mi corazón como un set televisivo que tan solo tenía una luz cenital, la cual bañaba una silla de madera puesta sobre un tapete de muchos colores. El fondo era negro, tan oscuro como el vacío que me produce recordarlo. En esa silla estaba sentado yo, en una especie de terreno feudal dominado por mí mismo. Como lo mío son las imágenes descritas y no propiamente pintadas o rodadas, empecé a preguntar por Jesús, a quien se supone tengo en el corazón. Me sorprendió verlo arrinconado, con sus dreadlocks -que es como lo imagino- achilados y relegados al confinamiento de quien no lo ha invitado del todo a sentarse en el trono.

Le pedi que siguiera, y con solo esas palabras empecé a ver que el fondo oscuro se pintaban de un extraño blanco con amarillo. Vuelvo y repito, no sé nada de colores, pero era como un color melocotón. Me giré y vi que el tapete de colores ahora no brillaba tanto, pues además del fondo, la silla ahora había mutado a una de corte isabelino, de color blanco y dorado. Yo tuve que ponerme en pie de esta silla, pues cuando quiero soy educado y cedo el puesto, mucho más si Jesús es quien espera a mi lado. Le di mi asiento y él me sonrió, se sentó y el lugar empezó a brillar: ahora el set era un sinfin de perpetuo blanco, parecido a la habitación del tiempo en la que entrenaba Gokú, donde 6 horas son como un minuto, y un minuto son como 0.16 centésimas.

Lo que quiero decir que el tiempo se congelaba mientras estaba allí, sabiendo que la vida real transcurría afuera. Tampoco me importaba, porque era tiempo de sacar algo que me estaba trancando, una piedra en el zapato, un libro de color amarillo y negro en donde estaban todas mis ideas, prejuicios, conceptos y demás material probatorio de pensamiento. La gente no lo cree, pero hasta el más revoltoso de los cristianos puede tener sus propios episodios de religiosidad. Los míos estaban en ese libro, donde mis fórmulas, frustraciones, rayes contra otros cristianos y demás ínfulas de superioridad moral quedaron anotadas con tinta negra en hojas de lo que parecía una Moleskine envejecida.

Le entregué mi manual de operaciones a Jesús, quien me sonrió cuando le dije que se parecía al Jesús de South Park, pero solo en la cara. Jesús tomó el manual, lo puso en su regazo y lo abrió, para vergüenza mía. Una vez más me dio una paz ilógica que creció cuando vi que cerró el libro y lo metió en una caja de cartón que tenía al otro lado. De repente le pedí que se pusiera cómodo, y fue ahí cuando me abrazó, de lado, con un solo brazo, acercándome a él con la fuerza que lo caracteriza. Me sentí apenado, pues lo que vi fue a un Jesús que esperaba eso, que le diera mis conceptos y demás ideas que, la verdad, me han estorbado.

Jesús estiró sus pies y su manto cubrió la caja, la cual no pude ver más. Le dije que no la guardara, porque tenía muchas otras cosas qué entregarle, así que de lugares que todavía no me explico, saqué unas pequeñas estatuas doradas. Eran como Óscares brillantes, con estrados negros con forma y nombres de personas que admiro, entre los que estaba una mía propia. Es una estupidez amarse a uno mismo más que a los demás, pero en mi caso es una lucha egoísta entre mi identidad y mi propio ego.

Le entregué las estatuas a Jesús, quien sonriéndome las puso sobre sus piernas y las abrió, permitiéndoles caer en la misma caja de antes. Me fijé en sus pies, que entre unas relucientes sandalias, se veían cómodos moviendo debajo de su silla la caja con todo lo que hasta la fecha me ha proporcionado seguridad.Ahí me sentí indefenso, pues prácticamente estaba renunciando a todo. Ahí entendí que ese es el plan de Dios: que muramos diariamente para que él se siente en el trono de nuestros corazones.

Lo que vi después me impresionó, pues Jesús estiró sus pies con comodidad contagiosa y puso sus sandalias sobre un estrado negro en tamaño real, tal como el que tenían las estatuas. Jesús ahora se transformaba, ante mi mirada, en el galardón de mayor fulgor, al cual solo pude terminar de ver estando de rodillas. Me postré y le di gracias, porque son esas oportunidades las que pagan la venida.

Ahora, no pretendo ser el nuevo Rick Joyner de la era bloggera. Solo he entendido que uno no se jacta de lo mucho que Dios ha hecho con uno, sino de cómo puede servirle a él con todo ese nuevo material.

martes, 7 de mayo de 2013

Fuera del aire

Llevo toda la vida trabajando en medios de comunicación. No se dejen descrestar, pues mis años laborales como egresado no superan el lapso entre dos Copas del Mundo. Escribir, investigar, crear, proponer y sugerir son cosas habituales para mi cabeza oficinista, pero ahora que soy zombi me cuesta hacer de todo, inclusive en lo que creía que era bueno.

Ahora me la paso en medio del letargo, esperando como Pedro Picapiedra que chille algún pajarraco que me dé salida de la oficina. Cuento los minutos mientras llega el anhelado fuera del aire que gritan los directores para dar por finalizadas las grabaciones. Espero el final de los días, que pase el tiempo, pero no tengo muy claro para qué.

Siempre pensé qué escribir cuando volviera, y heme aquí, cuando ya ni lo quiero hacer, porque esto de la rendición y la consagración resultó más cómodo de lo que pensaba. Vivo tranquilo, dejando que la gente haga su vida y con la firme decisión de amar, de hacer resistencia justificada ante el sistema del mundo, de avanzar en lo invisible.  

Pero hay algo que no termina de ajustarse. Miro por la ventana de la oficina y me siento triste, como si me estuviera perdiendo de algo afuera, como si el corazón me gritara que me quite este carné verde, que viéndolo de cerca parece más un grillete que me recuerda lo infeliz que puedo ser. Infelicidad ilógica, porque hacer carrera como libretista en un canal de televisión es una oportunidad que muchos quisieran tener, pero ya ni sé si eso es lo que quiero, o para lo que nací, o lo que me hará disfrutar la vida.

Se despierta otra vez esa sensación de peregrino en lugar de paso, pues cuento los minutos para que llegue el fin de semana, no para descansar, sino para trabajar de verdad. Entre semana hipoteco mi visión, me pongo el disfraz de Peter Parker y vivo mi vida en medio de multitudes alicoradas y lujuriosas. Me cuentan de sus planes, sus tomatas y metas de vida, resumidos en vivir rápido para morir joven, pero con buen kilometraje. Yo solo pienso que hay algo más, que la vida no puede ser ahorrar para una Dodge Journey y una casa con ático triangular.

Siempre he dicho que la vida real es lo que pasa los fines de semana, cuando uno está más cerca de sentirse pleno pero más lejos de pagar las deudas. Cuando llega lo disfruto y no quiero que se acabe, pero también espero que llegue el lunes para volver a la oficina, a sentirme triste, volver a extrañarlo y así. Esto de pagar derecho de piso es un mal necesario, mucho peor cuando solo se sabe hacer algo con lo que pocos pueden sobrevivir: escribir.

Lo cierto es que en una era como la que vivimos, llegará el día en que los hobbies sean lo que nos dé de comer. Sueño con que llegue ese día, en que sea lo suficientemente valiente para tomar la decisión de confesar que amo los hobbies sabatinos y dominicales, porque hace mucho le dejé de ver sentido a lo que hago de lunes a viernes.