domingo, 31 de marzo de 2013

Consagración

Siempre he visto el cristianismo como una versión espiritual de The Walking Dead, porque al conocer a Dios estamos en riesgo inminente de vivir muertos. Sí, todo aquel que dice seguir a Jesús debe saber que su sueño de vida, su propósito en la tierra fue precisamente ese: morir. Ergo, el cristiano debe de antemano estar rendido al punto de claudicar. 

Seguramente no será una muerte literal, ni un deceso natural: es una rendición liberadora, un deseo de encontrar algo mayor que lleva a que el sujeto, en pleno uso de su facultades, permita que alguien más le mastique el cerebro para no regirse más por sus criterios de vida, sino por los de un zombi espiritual. Para mí eso es la consagración: dejarse morder el espíritu y lentamente vivir como muerto en vida.

Consagración. Una palabra, tanto significado. Un concepto con tanto bagaje por trabajar. Este año ha sido esa la palabra que me ha estado martillando el cerebro y el corazón, pues me he dado cuenta que esto de ser cristiano no solamente es andar por la vida proclamando valores, sueños y un supuesto amor al prójimo. Hay un nuevo nivel en este sistema solar, donde los planetas que quieran orbitar cerca del sol deben rotar a más velocidad, translar con prisa pero sin pausa, moverse a marcar la diferencia ya no contra el sistema del mundo, sino contra sus propias y santas formas de moverse. Es una lucha contra uno mismo y su propia neuribasura.

Me refiero a esos giros de vida, donde lo que antes era bueno ya no lo es. Llevo años enteros alimentando mis criterios, opiniones, críticas y demás comentarios sarcásticos en torno a gente cristiana y otra no tanto, para al final darme cuenta que eso no cambiará el mundo, ni les mostrará que el cristianismo es una tierna tribu urbana sin trago ni cigarros y con vacantes listas para llenar. Esto se trata de amar. Sí, una difícil palabra para un neurótico espiritual de mi calaña. 

He despotricado, humillado, juzgado y aplastado con mis letras, y creo que llegó el tiempo de revaluar la motivación de confrontar. Se supone que uno confronta porque ama, pero debo confesar que hay gente que no amo y aún así me atrevo a señalar. A todos ellos les pido perdón. A los que amo y confronto, les pido perdón también, porque he sido vehículo de una ira viva, de una falta de misericordia que me hace carnal. A los que simplemente leen y ya, les pido perdón, porque una de las razones por la que di a luz a este hijo, La Fiebre de las Cabañas, fue para retar al cristiano a encontrar su identidad en la cruz, no a sentirse moralmente superior que los que todavía no la han contemplado.

Como hay letras que llenan y edifican, y otras que dan indigestión y matan como las mías, quiero compartir algunos versículos de mi capítulo favorito de la Biblia, pues ahí entenderán por qué estoy tomando la decisión que tomo:

2) No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.

3) Por la gracia que se me ha dado, les digo a todos ustedes: Nadie tenga un concepto de sí más alto que el que debe tener, sino más bien piense de sí mismo con moderación, según la medida de fe que Dios le haya dado. 

9) El amor debe ser sincero. Aborrezcan el mal; aférrense al bien.

10) Ámense los unos a los otros con amor fraternal, respetándose y honrándose mutuamente. 

14) Bendigan a quienes los persigan; bendigan y no maldigan. 

15) Alégrense con los que están alegres; lloren con los que lloran. 

16) Vivan en armonía los unos con los otros. No sean arrogantes, sino háganse solidarios con los humildes. No se crean los únicos que saben.

17) No paguen a nadie mal por mal. Procuren hacer lo bueno delante de todos. 

18) Si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos. 

21) No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien.

Hace muchos años decidí no encajar en el sistema del mundo, pero solo hasta hoy estoy decidiendo buscar el amor genuino, aquel que lleva a dejar el orgullo y sencillamente vivir rendido a los pies de Jesús, donde no importa nada más que dejarse llevar por los impulsos espirituales propios del zombi que ya no vive más, pues voluntariamente ha decidido morir.

Los amados caba-ñeros y caba-ñeras saben que ya antes he tomado tiempo de muerte y en repetidas ocasiones, así que simplemente haré lo que hizo Homero Simpson: me meteré un crayón en el cerebro buscando ser del montón, o por lo menos por un tiempo indefinido. Renunciaré deliberadamente a pontificar, si es que ese es el camino emancipador que me llevará a tener amor y misericordia, a subir de nivel siendo yo mismo, no un ídolo pop al que el mismo Dios se ha encargado de aplastar. 

A lo mejor vuelva más adelante, cuando tenga novia y con ella nuevas historias por contar; o después de ver el nuevo episodio de Breaking Bad, o después de decantar mis deseos tarantinescos, o antes si algo extraordinario ocurre, como por ejemplo un holocausto zombi en el que soy el primero en ser baleado por Rick Grimes. Amén.



@benditoavila

miércoles, 27 de marzo de 2013

Serendipity

No hace falta salir a la calle para respirar el aire de rencor en el que vivimos. Basta con leer los foros y opiniones de distintas páginas para comprobar que en los desahogos digitales hay una suerte de satisfacción, lo que no somos capaces de lograr en la vida real. Es a lo que nos arriesgamos cuando opinamos, damos percepciones y hasta escribimos en nuestro propio blog, que en mi caso es como un hijo, un hijueblog. Esto no es un reclamo, ni una sacada de espina, es algo en lo que pensé esta mañana en el Transmilenio: la gente dice las cosas de frente, pero de frente a la pantalla.

Lo pensé justo cuando me encontré en una estación de Transmilenio a una cristiex, de esas con las que uno termina arrejuntado cuando nadie más responde el Messenger (sí, es una historia vieja), de esas que nunca fueron nada concreto, pero en su momento fueron objeto de oraciones y confirmaciones; de esas inmaduras atracciones producto de los faltantes más no de los propósitos definidos. No lo digo desde el resentimiento, porque habitualmente la he encontrado y nos hemos saludado con la madurez respectiva. Esta vez fue diferente, pues estaba en compañía de su novio recién llegado del exterior, quien estoy seguro sabe quién soy y fui, si es que vale la pena mencionarlo.

Fui el más feliz cuando a finales del año pasado me contó de su nueva relación, de su poco convencional forma de adquirir el compromiso en un aeropuerto, de sus viajes y sus aventuras en pareja. Tal vez por eso me sorprendí cuando nos encontramos los tres, en uno de esos episodios donde el accidente resulta comprobablemente feliz. No me sorprendió que el tipo no me saludara, porque no tenemos nada en común además de la propia existencia. Me asombró fue que no la dejó acercarse a mí, como en un intento de marcar territorio con abrazo y rumbiada en frente de mis ojos.

Es entendible, porque cuando se está frente a un macho alfa hay dos opciones: o se le enfrenta para limar los cachos, o se le evade desde la represión. El tipo prefirió evadirme, no sé si por los 20 centímetros de estatura que nos separan (y en teoría son ventaja para él). También optó reprimir...la, pues ella fue quien con un lejano mohín se limitó a saludar y despedirse en un mismo acto. Lo seguí con la mirada y pensé que en algún momento de la vida hubiera hecho lo mismo: usar una mujer como objeto de conquista y afrenta a los Adonis que podían estarme presenciando. Fue un regreso al colegio, donde uno podía presumir de tener novia bonita y hasta se atribuía esa belleza a sus propias acciones, como si fuera bonita por uno.


Me contuve y traté de escapar del incómodo cuadro, con tan mala suerte que ellos tomaron el mismo bus, y debido a la cultura de la Petrólolis (basura humana y humanos basura), debimos entrar los tres por la misma puerta, en un intento del destino (¿?) por unirnos una vez más. Dentro del bus, el tipo me dio la espalda, porque ni siquiera fue capaz de mirarme, la corrió con su cuerpo hacia otro lugar, lejos de mí.  Llegamos y él la sacó de la mano, con sus dedos entrelazados y al mismo tiempo apretados, tal como me imagino que estaban sus dientes.

Al final recordé el concepto Serendipity: aquel accidente que produce felices resultados. Y fui feliz al ver eso, no porque sienta algo hacia ella o quisiera ir a pelearla, sino porque por fin reaccioné desde el silencio, desde la comodidad de subir los hombros y sonreir mientras se sigue derecho. Me sentí satisfecho porque sabía que llegaría a la oficina a escribirlo, a buscarme lío contra la pantalla, a reflexionar en mis movidas. No es un acto de cobardía, es astucia aplicada, porque las palabras y las reacciones valen más en cuanto nutren la estrategia, más no la desvirtúan.


@benditoavila

martes, 19 de marzo de 2013

Parsimonia


Lo malo de tener tres trabajos, seis roles personales y uno que otro trastorno, es que no puedo darme el lujo de perder ni un solo segundo. Para mí, egresado universitario y endeudado empleado hasta la médula con el Icetex, el tiempo se ha vuelto mi valor más preciado. Es lo único que tengo y además puedo ofrecer. Suena tonto, pero valoro mi tiempo y no lo desperdicio si no le veo provecho. Así que quedarme en un Éxito en la Clínica Cafam, esperando dos horas para un elegante evento con otros oficinistas es un lujo que me duele tomar. Lo bueno es cuando por algún giro del destino esos tiempos de espera traen sorpresas y permiten presenciar cuadros como este:

 Perdonen el píxel. Mi teléfono es más bruto que inteligente.

Es una calurosa tarde capitalina, así que decido entrar al Éxito (que entre otras cosas debería pagarme por mencionarlo más de dos veces) a cambiar un billete de alta denominación como siempre lo hago: comprando papas naturales y helado. Ya adentro, sudando el gabán y cargando una la maleta repleta de libros que a la fecha nada que termino de leer, acepto seguir un rompetráfico que reza: Cafetería Pública. Me causa curiosidad eso, que un almacén capitalistamente salvaje que además se devoró a Cafam, mi preferido de infancia, ofreciera un espacio tan democrático, así que tomo asiento para hacer lo que menos me gusta en esta puerca vida: esperar.

Esperar cuesta, duele y desespera. El tiempo se congela mientras más uno espera que avance, como si la eternidad hiciera su entrada. A mí me cansa tanta mamertada y hippismo literario, porque detrás de esas letras románticas hay un escritor diluyendo la acción, enmorcillando y alargando lo que se podría contar con prontitud. Mientras me siento, destapo las papas y las como afanado, como si de mis masticadas dependiera el avance cronológico. Lo curioso es cuando me doy cuenta de que suena una canción que contrasta directamente con lo que veo, como una música incidental de la vida real:

  Ídem.
 
Si hay un lugar que raya en la inutilidad, es una cafetería sin comida. En esta la especialidad es el deleite, no de oído ni de gusto, sino de caldo de ojo emotivo producido por ver a un grupo de ancianos leyendo revistas de farándula con el mayor de los placeres. Todos parecen tener algo en común, además de su edad: llegan con su revista bajo el brazo y con la más tranquila de las parsimonias, como burlándose del trajín de vida en el que el resto de los mortales vivimos.

¿Sabe dónde están sus abuelos en este momento? Yo sí: bajo tierra. Pero estos abuelos de otros siguen ahí, ante mi mirada, en silencio y salidos de la realidad esperando que vengan a recogerlos, aunque en el fondo pareciera que salir a leer revistas gratis es lo más extremo que han hecho las últimas semanas. Algunos ríen, otros se congelan, los demás se duermen con el libro entre sus dedos, en una especie de rigor mortis involuntario. Pero lo que todos hacen en común es ensalivarse el dedo para pasar la página, práctica que me parece tan tierna y metafórica, como si buscaran saborear y deglutir todo ese contenido actual y farandulero que a veces se resiste a incluirlos.


Por fin alguien más entra a cuadro: es la hija de una de las ancianas, quien viene con el mercado terminado de pagar y afanadamente le estira un par de revistas más mientras se la lleva. La anciana se pone feliz, pues no ha leído esa última edición de 15 minutos, donde se relatan los detalles de la boda de Pedro Palacio y Sandra Mazuera en Las Vegas. Su hija la afana y le pide que salgan, porque se hace tarde. Le chasca los dedos, como si con ello le encendiera algún switch escondido en aquella arrugada nuca. Tal parece que para algunos hijos, los ancianos son esas compañías para hacer vueltas y que para entretenerlos hay que dejarlos por ahí, como en una guardería con letras y caras bonitas en papel.


¿Puedo sentarme? pregunta con gran decencia. Le digo que sí. En primer plano, los restos del cono que me comí y la factura de lo que pagué.

El que se sienta en mi mesa trae una revista de viajes, la cual ojea por encima. Veo que le causa curiosidad uno que otro vestido jovial de vacacionista, pero sigue con su rápido escaneo porque debajo trae otra publicación, una que quiere leer pronto porque habla del papa Francisco y su afición al fútbol. A estas alturas, no sé ni cuánto tiempo ha pasado, ni me importa, porque si algo envidio de todos estos ancianos es ver que tienen claro el verdadero concepto de productividad: disfrutar la vida perdiendo el tiempo.

Los empiezo a ver con ligero resentimiento, porque suelo vivir en una onda diametralmente opuesta a su Slow Down Lifestyle. Mi tranquilidad se esfuma cuando recuerdo todo el trabajo que tengo represado, la plata que no tengo, los minutos que quiero invertir en otros lugares que no sean de paso. Justo ahí, recuerdo que ellos ya vivieron las etapas de siembra y entrega por las cuales transcurro en la actualidad, pues en sus arrugas y canas se esconden años de trabajo, sacrificios y demás actos altruistas por los cuales hoy pueden dedicarse tan solo a hacer nada.


Sueño con que llegue el día en que me dedique a cosechar todo lo que pude sembrar en vida, en el que en algún lugar paradisíaco me dedique a descansar, escribir y disfrutar mi vejez leyendo revistas de farándula. Uno vive afanado por casarse y tener hijos, para saber que el deleite está en el hoy, episodio donde se construye todo ese mañana al cual espera llegar. Me fui de ahí con algunas de esas revistas, las cuales pienso guardar para cuando llegue mi hora.


@benditoavila

jueves, 14 de marzo de 2013

Marca registrada

La primera tarea que hice en la Javeriana fue crear un copy para una clase que se llamaba Composición Visual. Recuerdo que era "Grítale al mundo lo singular que eres", y que a la clase entera le gustó mi afán por rescatar la autenticidad de la gente. Para la época, lo único en lo que pensaba era en quién era yo, por qué hacía todo lo que hacía; por qué causa, razón, motivo o circunstancia me aguantaba el esnobismo de una Facultad de Comunicación cuando yo mismo soñaba con poner una bomba en el túnel, como para meterle sentido a los primeros y huecos semestres morales de la carrera.

El tiempo pasó, como una estrella fugaz, así como fugaces pueden ser las ideas en las vidas de las personas. A la Universidad fui a aprender, a traeme un cartón que me diera derecho de poder presumir que era educado y ahora sí recibiría consignaciones por un trabajo; pero sobre todo fui a compararme, a contrastarme, a poner a prueba mis creencias, a integrar un mercado donde resultó que lo más importante era tener una fuerte identidad. Entré ganando, pues desde que puse un pie en la Ponti ya sabía que lo que soy se lo debo a una cruz vacía. No, no tengo complejo de Neo, el elegido de Matrix, pero sí tenía claro que mi Alma Mater, y el planeta tierra en sí mismo, son lugares de paso en los cuales nunca me quedaré.

En mi vida universitaria conocí gente de muchos tintes, corrientes de pensamiento, orientaciones sexuales, prejuicios, religiones, fes y hasta intenciones musicales. Me gusta la diversidad por eso, porque nutre y complementa la idiotez del que ha vivido encerrado en sus cuatro paredes hasta que le llega la hora de estudiar con gente que no piensa en estudiar. Solo en la Universidad es que podemos jugar a ser grandes, pues alardeamos de tomar decisiones y de ser autónomos siempre y cuando la plata que nos dan nuestros papitos lo permita. Todo esto en el marco del primer mercado sexual y emocional al que llegamos precozmente.

La vida universitaria es una constante búsqueda de identidad. Como en la vida real, existen "Los que son y parecen". Estos generalmente mantienen esa correlación entre su identidad y sus actos, son la quimera a la que todos queremos llegar. También están "Los que son y no parecen", grupo integrado por quienes prefieren guardar un bajo perfil ideológico y sus actos pasan inadvertidos. De otro lado, están "Los que no son y parecen", gente que asevera discursos y promueve pensamientos de los cuales nunca ha estado convencida, o en su defecto se van por el camino tramposo de la apariencia sin contenido alguno. Finalmente, están "Los que ni son ni parecen", gente sobre la cual no tengo nada qué decir.

Mi insatisfacción santa es ver gente que, sabiendo quienes son pero buscando encajar y agradar, van a la Universidad, a la oficina y a donde sea a perder su marca registrada, su sello de fábrica. Ahí me pregunto si en verdad son lo que dijeron ser, o si alguna vez lo han sido. Me detengo a pensar y le doy gracias a ese ambiente plástico y pitillero que los recibe a todos, pues es el encargado de hacer que los fuertes nos fortalezcamos en nuestras fuertes fortalezas redundantes, y que los débiles aprendan que el hierro necesita pasar por el fuego para ser probado.


@benditoavila