domingo, 29 de diciembre de 2013

La foto que siempre quise tomar


Esta ha sido una de las fotos que mis ojos y dedos más han esperado tomar. La tomé con el iPhone, así que no es la gran obra, aunque supera cualquier instagramada. Foto esperada y costosa, porque para tomarla tuve que sobrevivir sin mecatiar cositas por más de 10 meses, escribir muchos libretos, artículos y tuits, esos que no es que den plata pero queman las neuronas; y también desempolvar ilusiones, sacudirme los miedos y sobrevivir a la incertidumbre de agarrar un avión porque sí.

Para tomar esta foto, tuve que buscar pasajes con tarifa económica como siempre lo hago, porque hay que decirlo, lo mío es viajar en temporada alta con presupuesto de temporada baja. Además, tuve que pedirle prestada una maleta grande a mi abuela, quien vino a esta ciudad muchos años antes que yo y celebró cuando le di la noticia. Es duro, porque soy de esos antisuficientes que no quieren deberle favores a nadie, mucho menos a la familia.

Esta foto es mía y la valoro porque para tomarla también tuve que enfrentar de nuevo a la aduana americana, la misma que hace un año largo me hizo sentir como discípulo de Pablo Escobar. Tuve que rellenar la reforma migratoria, someterme a requisas donde perdí parte de la dignidad dejando que escaneen hasta las palmas de los pies, pasar una noche en México durmiendo en una esquina y correr para no perder una conexión en una terminal inaccesible, pero esa es otra historia.

Esta foto costó sangre, regaños, lágrimas, desamores, pleitos, gritos, susurros, mordiscos y sobre todo muchas oraciones, porque es el Todopoderoso quien debe llevarse la gloria de los logros cumplidos. Sudé mucho y por eso pienso disfrutarlo, porque esto de ser libre a causa de otro trae la responsabilidad de aprenderse a vivir.

En la foto se ve Times Square, en la Avenida Broadway con calle 44 W. Se alcanza a ver la tarima que están montando para el habitual Balldrop, el clásico espectáculo de la bola de acero que desciende cada 31 de diciembre sobre las 12 de la noche. Transeúntes de todas las nacionalidades, turistas de todos los colores, historias que se vienen a mi cabeza.

Es mi foto, mi forma de ver esta quimera a la que siempre quise llegar y la que recorreré en esta temporada. La Fiebre de las Cabañas New York Season On Air.


Desde Mayo, cuando supe que vendría, esta canción no ha dejado de sonar en mi cabeza. Sí, a veces veo Glee.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Obey the pez

Llega diciembre con su alegría, pero también tristeza. Esperamos este mes porque traduce receso, vacaciones, primas, sobrinas y demás beneficios resumidos en descanso. Familiar, en el mejor de los casos. Uno espera tanto que llegue diciembre, que cuando llega es duro verlo escurrirse, desapareciendo con la promesa de volver el año entrante. Lo cierto es que desde febrero estamos esperando a que se acabe el año, no se sabe para qué, si lo rico del tiempo es perderlo con libertad.

Se acaba el año y lo agradezco, porque es momento de confesar que estoy entrando en estado catatónico, como me pasa cuando se acerca enero y el cerebro me rebota dentro del cráneo. Además de exhausto, mamado y con la batería a punto de fundirse, llego a diciembre chupado hasta la médula, tanto que hasta le estoy escribiendo una entrada al agotamiento, la idea refrita y figurativa de escribir con las pocas neuronas que quedan. Le escribo a eso y a algo que aprendí casi que a puños este año: la obediencia a ciegas.

Seguramente, oh amados caba-ñeros, caba-ñeras y caba-perros (porque las mascotas también tienen caba-lugar), ustedes habrán visto en Semana Santa la película de Jonás, o sabrán quién es, o lo inferirán por lógica planetaria, porque como saben no soy periodista sino plagiador, y de los buenos. Es la historia de un tipo que tenía la misión de advertirle a Nínive que sería destruida, pero se resistió a hacerlo y huyó, agarrando mar con unos tipos que lo vieron quedarse dormido mientras se armaba la hecatombe en Piscilago.

Cuenta la Biblia que los marinos que lo acompañaban echaron suertes y pillaron que la culpa no era de la vaca, sino de Jonás. Lo botaron del barco y todo mejoró, como deberían hacerse las cosas en muchos de los estamentos de la vida real, porque hay gente que no hace más que estorbo y a veces hay que darle de baja de nuestro bote, textualmente. El punto es que los marinos estos conocieron el poder de Dios y decidieron cambiar su vida fue precisamente por la desobediencia a Dios del profeta, quien terminó en el vientre de un pez. Lo que pocos saben es que Jonás no escapó por cobardía o falta de vitaminas, sino porque era un pueblo malo y perverso que había afectado a su propia familia.

Viéndolo así, yo hubiera hecho lo mismo. Yo sí dejaría que todos esos cafres se pudrieran carcomidos por el holocausto zombi, pero lo lindo de la historia es que después de salir del pescao-cao y todo eso, Jonás llegó y les advirtió el mensaje de Dios, con tan buena (o mala) suerte que la gente se arrepintió y cambió. Y lo más rococó: Dios los perdona y deja a Jonás viendo un chispero, rabón y al borde de una neurosis atípica porque el tipo lo que quería era ver las balas entrar y la sangre correr.

Lo que he entendido de Jonás es que se parece a mí, en que en cierta medida espero que todos mueran por culpa de sus malas decisiones, todo para quedarme moralmente por encima de ellos; pero ahora me doy cuenta que es la obediencia personal lo que confirma lo grande e incomprensible que es Dios. Jonás tal vez sabía que Dios haría eso, que le pediría que hiciera un conato infructuoso a pesar de tener la redención escrita. A mí me pasa lo mismo, digo y hago afirmaciones, promesas y cuanto voto moral puedo para saber que al final me tendré que tragar todas y cada una de las palabrejas.

Eso también es agotador y desgastante, pero como Johnny (como le decimos los cercanos), justamente es la rendición personal lo que atrae la salvación comunal. Pero lo impensable es que hasta en la aparente desobediencia, en el escapismo y lo que llamaban los Looney Tunes "la graciosa huida", hay sucesos que nos van llevando a brillar aunque insistamos en empuercarnos. Es algo así como meter gol con un tiro con chanfle involuntario.

Como se me acabaron las ideas por este año, y tampoco quiero pensar más en nada que sea viajar, termino el año dando las siguientes reflexiones, que son tuits moralistas recalentados y resumen lo que aprendí este 2013: Hay que dejar todo en la cancha, es prudente empezar con lo que se tiene y siempre es bueno mirar atrás, para nunca olvidar de dónde es que Dios nos sacó.

jueves, 12 de diciembre de 2013

El fin de las vacaciones

Cuando la abrazoterapia va terminando y se escuchan los últimos sollozos, el profe sabe que es tiempo de repartir los pañuelos. Esta vez está ocupado, sosteniendo la cabeza del muchacho que vende churros mientras le da cauce al mar de lágrimas que tiene en su hombro. El profesor le hace un gesto a la niña de confitería, la misma que de cuando en vez ha tenido que entretener a los niños que visitan el parque. Diligente, ella reparte finos pañuelos de tela almidonada, forrados todos con un lazo negro.

Los empleados están de luto. Uno de ellos, el encargado de los juegos de feria, va mirando las fotos de tiempos de antaño, cuando la gente reía mientras perdía con sus juegos, diseñados todos para que el parque siempre ganara. A él se le suma la niña de la taquilla, quien le pide prudencia ante los dummies. Esos sí que la han sufrido con la noticia, pues aunque muchos creerían que el trabajo de fundirse en un traje felpudo y perder hasta la última gota de sudor en él es fastidioso, ellos se daban cita con los niños de la guardería con la mejor de las energías, todo antes de que ocurriera el siniestro.

Dicen que fue un extraterrestre, un artefacto de Lucifer que para muchos tomó forma de cerdo diabólico. Nadie sabe. Nadie da cuenta de eso, lo único cierto es que un destello fulguroso subió del suelo y penetró en las mentes de los humanos, quienes lentamente empezaron a olvidar el significado de las vacaciones. Todo fue paulatino: primero dejaron de verle gracia a los carros chocones y a la rueda de Chicago, luego olvidaron a qué sabe el algodón de azúcar y lo peor fue cuando dejaron de reír.

El profe rememora ese discurso cerca del féretro, el cual reposa en medio de la oficina de su oficina de administrador encargado, la misma que servía de comedor y dormitorio para empleados cuando el parque estaba en temporada de alta demanda. Siempre sabio, el profe recuerda que en la radio decían que las vacaciones eran no tener nada que hacer y disponer de todo el día para hacerlo. El de los churros no puede evitar llorar de rodillas, mientras la de confitería le pasa una insípida chocolatina que le sabe a nostalgia.

Tiempo después, dicen que la de confitería se dedicó a trabajar en una oficina; el de los juegos de feria siguió su carrera de estafador como abogado y la niña de la taquilla ahora es gerente de operaciones de un banco. El de los churros ahora es actor, según parece. Nadie supo qué pasó con el profe, el duro. Dicen que nunca pudo soñar un mundo sin vacaciones ni diversión y que por eso tomó la vía fácil: se fue a trabajar en la tierra de Mickey Mouse.


Publicado en la Revista Mallpocket 

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Hello, Goodbye

De un tiempo para acá, me he dado cuenta de dos cosas: me encanta dormir en los aviones y arrancar las entradas de este hijueblog contando las historias de otras personas. Creo que esta vez será la excepción, pues eso hace parte del combo de vivir de la escritura, o por lo menos intentarlo. La gente cree que esto es algo que fluye, que se puede enseñar y por supuesto aprender. La verdad es que escribir es muy difícil, desgastante y generalmente incierto, porque uno le mete la ficha a ideas y personajes creyendo que serán la versión contemporánea de Seinfeld, pero terminan en la papelera de reciclaje de Cristovisión.

Lo más duro de escribir es que uno tiene que conocer profundamente la condición humana, literalmente hablando. Uno aprende a tocar fondo tomando decisiones que cree que porque vienen del cielo serán buenas y provechosas, pero el margen de error aumenta y la prisa entra. Esto porque estoy entrando en una nueva teoría conspirativa, que tiene que ver con viajes y curiosamente estoy tratando de aterrizar.

Me encanta viajar. Creo firmemente que el hombre que viaja solo renace, y que como decía Chaparrón Bonaparte: "Si cuando viajes no quieres quejas, cuando tú viajes viaja sin viejas". Hay que agarrar cuanto avión lo permita el pasaporte para descubrir esas peculiaridades de la vida, esos reveses y giros mentales tan necesarios para aprender a vivir. Uno viaja y crece, madura, aprende a desarrollar la paciencia y a convivir con la adrenalina, y eso es bueno. Pero si algo he aprendido desde que empecé a viajar fuera del país es que hay viajes que no son para ciertas personas, aunque todas las personas deban viajar.

Ya alguna vez conté lo que viví cuando estuve por primera vez en Los Ángeles. No puedo negar que estando allá tuve el pensamiento fugaz de quedarme, no de aguado, pero sí de tomarme una buena temporada en los yunais para pensar, ganar plata en la meca cinematográfica y probarme a mí mismo que estoy hecho para cosas grandes. Pero ya después de que pasó el jet lag, me di cuenta que estaba pensando desde el sentimiento y el alma, no desde lo que realmente soñaría.

Eso de empacar la vida entera en una maleta y largarse tiene su letra menuda, porque no es que esté mal viajar, lo malo es viajar cuando no era el momento de hacerlo. La gente hippie es así, creen que a través de un viaje se van a encontrar consigo mismos, o con un duende revelador. Y va uno a ver y se queda con esa idea tan hollywoodense de la resolución de la vida, como otorgándole al azar poderes curativos, como si contemplar la idea de empezar de nuevo fuese el milagro en forma de examen de inglés con alto puntaje.

Lo cierto es que esa incipiente sensación de libertad que produce el cambio, el por fin empezar a mandar sobre la vida de uno, se desdibuja cuando va pasando el tiempo. Alguna vez oí que la razón por la que nos gusta irnos es porque o corremos de o corremos a, y creo que es verdad. Nos encanta disfrazar de progreso y avance las ganas de escapar de la triste vida que no es que nos ha tocado, sino nosotros mismos escogimos.

Estando allá, me sentía el Tarantino de Soacha. Un talentoso pez que había salido de la pecera y crecería mucho más estando en el mar. Lo peor es que estoy seguro de que lo hubiera logrado: trabajaría como guionista, viviría cerca de Koreatown, sería parte activa de una Iglesia increíble y me estaría cuadrando con una actriz de origen guatemalteco, por aquello del intercambio cultural. Pero lo que más predominó en mi cabeza por aquellos días fue esa suerte de superioridad moral de quien está afuera y ve con desdén a los que están del otro lado del charco.

Ahora pienso que es la misma relación social que tienen los urbanos de los campesinos: siempre se subestima al que no ha viajado y se siente estar más cerca de la iluminación que ese que no entiende lo que es vivir afuera, porque es un religioso que piensa que en este país tercermundista está lo suyo. No tomé la decisión siquiera de intentar quedarme, porque me repugnó hacer de mi vida un pedestal de orgullo y prepotencia que además se largaría dejando atrás todo por delante.

Todavía me emociona pensar en que todo lo impactante de viajar se resume en decir hola por primera vez y adiós por última, tanto aquí como allá. Estoy seguro de que me caerán a palos, como de costumbre, por decir lo que pienso. Pero cuando decidí decirle hola a mi propósito y adiós a mi sueño, cuando decidí quedarme en esta tierra chibcha y decirle adiós a la comodidad de largarme, también compré los cupones de la crítica, censura y humillación pública por serle fiel a lo que siento que Dios me ha llamado a hacer.

A estas alturas del partido, una mala decisión me puede dejar destrozado y bombardeado con napalm.

viernes, 29 de noviembre de 2013

¿Qué pasaría si el cerdo diabólico hubiera hablado?

Seguramente se hubiera incriminado, porque un cerdo parlante en esta tierra tropical nunca será bien visto. Nunca sabremos si ‘Pacho’, el protagonista de aquella nota de noticias y terror de las fincas en Córdoba, tenga alguna especie de sociedad maligna, un pacto con Belcebú, todo por culpa de aquel periodista.

Sí, porque si el tipo tuviese su sentido arácnido afilado, nunca le hubiera arrimado el micrófono. Le pediría al camarógrafo que lo grabara un buen rato, a ver si en algún momento brotaba de su hocico algún gesto parecido a los de Luz Buenona y Salomé, las diablas de Tentaciones.

O seguramente no hubiera entrevistado al cerdo, sino a las vacas sobrevivientes. Ellas son la primera fuente, las que seguramente vieron cuando el cerdo se saltaba la cerca o se teletransportaba, nunca lo sabremos. Esas reses con marcas moradas en sus patas son las que reconocen detrás de qué animal Satanás se esconde, como por ejemplo un chacal periodístico, que ávido de notas curiosas, supo hundirse en la porqueriza de la opinión pública, muy distinta a la que Pacho frecuenta.

Si hubiera hablado, ¿cuáles serían sus primeras palabras? ¿Arrepiéntanse pecadores? ¿Yo reinaré? ¿Les traigo paz? Si no estamos listos para oír verdades ambientales, y no nos gusta que nos la monten por no cuidar el planeta, mucho menos nos vamos a aguantar a un vocero del Patas que nos dé lora. Ya somos lo suficientemente lobos de mar en hacernos los de las gafas como para que un cerdo se las venga a dar de sapo.

El cerdo diabólico tal vez tendría el secreto de la felicidad, pero tristemente el periodista empezaría a pedalear, pidiendo un cambio para transmitir en directo y tocaría llamar a un traductor porcino. Por-si-no le entendemos, como seguramente sería. El cerdo se pondría sobre sus dos patas y abofetearía al periodista, no tanto por llevar ese mensaje del mal al país, sino porque el vecino y la vecina llevan peleándose las tierras hace años, y han usado a toda la finca como caballos de batalla. Le diría que por ahí debió empezar.

Luego gruñiría enfadado que no conoce a Mister Satán, que solo lo ha visto en televisión fungiendo de alto dirigente, pero que si le preguntan prefiere no opinar de la realidad del país. Seguramente inculparía de todos los males al bebé poseído de Lorica, el mismo que aparecía riéndose en casas que terminaban incendiadas.

Ese sería el origen de la rebelión en la finca, nuestra versión colombiana de un clásico animal.

Publicado en la Revista Mallpocket 

martes, 26 de noviembre de 2013

La suegra

Un amigo sufre cada vez que su novia le dice que tienen que salir a comer con sus papás. El tipo hace de tripas corazón y se esfuerza tanto por agradar, que termina haciendo ridiculeces, de esas que quedan para el anecdotario y entrarán en el álbum de recuerdos, el mismo que comparte estante con el de fotos del matrimonio. Yo lo envidio un poco, porque siempre he amado a mi suegra, aunque todavía no la conozca.

Todo hombre en estado de madurez natural, con el tiempo deja de buscar novia y se preocupa por encontrar suegra. Nunca será lo mismo, porque es casi la tercera mujer por la que uno dará la vida, aunque lo niegue y oculte. Una suegra, me imagino yo en mi ignorancia de soltero por imposición social, es como una nueva mamá a la que también hay que robarle el corazón. Así que si uno se fija bien, es casi como el levante en tercer grado de consanguinidad, porque no es suficiente con que la hija quiera estar con uno, sino también conseguir que la matrona dé el sí.

No piensen que soy un hobbit fracasado, o un pitufo emocional en asuntos de relaciones. Sí he tenido suegras, lo que pasa es que algunas ni se han enterado. La verdad es que siempre fui el amante bandido al que las chicas buscaban por su talento para socializar, bailar y besar. Varias veces fui la golfa, la de esconder, y por eso no conozco de cerca el protocolo de tener otra mujer encima en la escala evolutiva.

Sueño con el día en que la pueda conocer para poner a prueba mis teorías. Aunque dicen que de suegras nadie sabe, porque igualmente son mujeres y como tal nunca se les va a entender. Bastará con amarla y dedicarme a verla, para saber qué le gusta, si esa blusa y reloj nuevos que le regalé son de su agrado, aunque haya tenido que raspar la Master Card unas veinte veces para poder comprarlos.

Si es inteligente, se aprovechará de esta necesidad de aprobación para o agarrarme de chofer, o simplementeponerme penitencias tácitas, de esas que les gustan a las mujeres a fin de probar la casta de uno como yerno. Yo con todo gusto le diría que sí, que la acompaño a probarse toda la tienda, o a mercar y luego organizar lo comprado, o a la Iglesia. Es lo menos que puedo hacer por la mujer de quien mi novia sacó parte de su belleza. Hay que decirlo, uno ama a la suegra porque así como uno la ve, es como será la novia en unos 20 o 30 años.

Estoy convencido de que una mujer llega a la vida de uno y lo cambia todo, hasta la bendita autosuficiencia con la que uno ha convivido por más de 25 años. Y si me voy a ser colaborador de una mujer, qué mejor que venga con suegra colaboradora incluida, de esas que ayudarán a cuidar la casa y pagar los recibos cuando su hija y yo estemos recorriendo el mundo viviendo lo que fuimos llamados a hacer.

Espero que también entienda que soy un hijo prestado, y como tal debería valorarme como yo la valoro a ella. Le agradeceré el buen gusto que le inculcó a su hija, encarnado por supuesto en mí, pero también en los colores de las sábanas, en la sazón de la comida y en la ropa con que vestiremos a mis hijos, sus nietos. La suegra es garantía de una esposa honrosa; aunque también aplica si es loca, adicta al crack o a Jesús.

Así como le ofrezco mis servicios de comedia ambulante y refinada, espero que en correspondencia esté siempre disponible para solucionar los problemas que tengamos. Ojo, no es que se vaya a meter de chaperona en la relación, pero hay que aceptar que uno que otro consejo experimentado no caería mal para repetir historias de matrimonios o relaciones funestas.

Así las cosas, entiendo que uno no tiene ni idea en la que se está metiendo cuando se fija en alguien, seriamente hablando, porque así como todo niño viene con su pan debajo del brazo, toda mujer viene con su madre en el calabazo. Por eso me dedico a mirar no solamente mujeres, sino también sus madres, a quienes les va la madre por no querer verme de vuelta.

viernes, 15 de noviembre de 2013

La gran V

En este mundo todo está al revés. La policía acompaña a Justin Bieber a grafitear libremente por Bogotá, mientras hace un par de años la misma institución acribillaba a Diego Felipe Becerra dizque como medida preventiva. Aman el reggaetón y a los vampiros, pero se burlan de quien toma la decisión de ahorrar y estudiar. Lo último que me llamó la atención fue que un concejal cristiano empezó una campaña a favor de la virginidad en los jóvenes, con el hashtag #VirginidadSí. Ahora es casi que prerrequisito para todo tuitero burlarse de él y trollearlo.

Tengo que decir que este señor no me representa del todo, porque si algo me fastidia del cristianismo son los cristianos, como decía Gandhi. Sigo a Jesús, reconozco que comparto muchos puntos de pensamiento con Marco Fidel Ramírez, pero no voy con la manera en que promueve valores y moralidad, porque para mí es realmente algo fastidiosa su manera quisquillosa de no aprender a comunicarse, aunque insisto en que en su discurso hay algunas verdades a decantar.

Está claro que a la gente no le gusta que le digan la verdad, ni en la cara, ni en pantalla, ni de ninguna forma. Nos encanta habitar en nuestras zonas de comodidad porque eso nos implica no movernos de a mucho, menos en cuanto a ideas se refiere. Vivimos en una era donde el respeto es tan mutuo, que cualquier discurso es válido, pero cuando un cristiano se levanta a decir no lo que piensa, sino lo que dice la Biblia, es juzgado severamente, puesto en la palestra pública como el peor de los retrógrados bufones.

Eso es agotador. Si la gente quiere que se le respete su vida, ¿por qué no respetarán al otro? Uno de cristiano se trasnocha porque el otro no haga cosas que lo alejen del diseño original, pero llega un punto en que se aprende a respetar las decisiones diversas de las personas. Tengo amigos y hasta familiares gais a los que amo profundamente. No los juzgo, aunque por mi moralidad no esté de acuerdo con muchas de las decisiones que toman. Entrar a convencerlos con argumentos de que están errados les daría el derecho de hacer lo mismo conmigo, por eso prefiero ahorrarme la discusión bizantina y decirles que Dios los ama y ya. Mi punto es que es interesante ver cómo un tema tan casual como la virginidad, o la gran V, entra en boga y nos pone a hablar de ideas acerca del sexo y el matrimonio.

La cultura cristiana es el revés del mundo. Aquí la gente no alardea de los muchos encuentros sexuales que ha tenido, sino de haberse cuidado el kilometraje en lo posible. Vayan ustedes a una reunión de cristianos para que vean que somos gente especializada en comer, interactuar con juegos de mesa y hablar del matrimonio. Somos una raza alienígena que cree en esa idea de querer cimentar una familia para toda la vida, y por lo tanto se toma la decisión personal de consagrarse el toche para que no lo apuñalen. Brusco pero cierto.

La virginidad vuelve a estar de moda, vuelve a ser Trending Topic, todo por un fanático bulloso de esos que espantan al promedio de seres humanos. Pero el resto de cristianos permanecemos ahí, vírgenes de opinión y criterio, pasando de agache con un tema donde se nos van a burlar, pero estaría bien aprovechar para compartir del amor que acepta con o sin recorrido, con la gracia que todo lo llena, con el poder de un sueño y una visión por la que vale la pena esperar.

martes, 12 de noviembre de 2013

Resiste, oficinista

Según un estudio de la Universidad de Texas, a nivel mundial, tan solo el 29% de los trabajadores se siente satisfecho con su trabajo. El porcentaje restante se siente algo satisfecho con lo que está haciendo y una gran mayoría siente que mejor sería darse un balazo en el paladar y ver la sangre correr. O en su defecto, balear al vecino oficinista que hace más amarga la existencia.

Esto porque vivo haciendo cosas que a veces me gustan, pero generalmente me cuestan. Trabajo en una oficina increíble, pero me he hecho especialista en conectar video beams, montar el garrafón de agua y hacer reír a la gente con mis agonías personales. Uno estudia una carrera y sueña con dar pasos agigantados en las empresas, o en su defecto independizarse joven, pero no todos corremos con suerte y nos toca pagar derecho de piso haciendo caso y obedeciendo. No tengo problema con eso, lo malo es cuando se me olvida el por qué ando donde ando y hago lo que hago.

Ya he dicho antes que mi memoria es selectiva. Sólo aprendo lo que me interesa, que a veces son idioteces de la cultura pop. Idioteces que no sirven para nada, porque no me ha hecho mejor persona acordarme de memoria de todas las canciones de Dragon Ball Z, o del orden de grupos de los equipos del Mundial de 1994. Descubrí que vale la pena tener pasiones, y que ser un gran televidente de Chespirito sí me iba a servir para algo en la vida. Eso nunca se me olvida, al igual que un afiche que en un capítulo de Los Simpson Marge pegó en su improvisada oficina cuando intentó ser empresaria de Pretzels.


Tal vez alguien necesite imprimir esta foto, o cualquiera de las que circulan en Internet con gatos reales. Yo prefiero esta que por lo menos me anima, porque el gato nunca se va a caer simplemente porque no existe. Suena pesimista, pero la vida oficinista termina por recordarnos que no somos nada, que las empresas no tienen memoria y que hay tiempos muertos para quedarse quieto ahí, aguantando un poquitico más.

Siempre es bueno recordar que el secreto de las cosas está en permanecer. Se nos olvida porque vivimos casados con futuros que amamos, mientras nos juntamos con presentes que odiamos. Es aquí cuando uno debe armarse de valor para no saltar del barco sin ensillarlo, o montarse al caballo sin ancla, o algo así. Es una lección para todo en la vida, por eso son testigos de algo que nunca he hecho, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras: dar una cátedra de teleconsejos oficinistas.

1. ¡Examínese!
Lejos de sonar a campaña de prevención del cáncer de mama, es importante darse cuenta de qué es lo que frustra y cansa del trabajo: uno mismo, el ambiente, las tareas asignadas, uno mismo, la rutina o uno mismo. A diario hay que dar el paso de volver a ponerse el carné entendiendo que la decisión está en uno mismo, y que a veces el problema y la solución son iguales. La actitud es algo que la quincena no alcanza a comprar.

2. Calmao ventarrón, que aquí te traigo tu menticol
Las empresas son mundos opuestos donde las metodologías y demás formas de trabajo son cambiantes. Uno no llega a imponerse en contra del sistema, pero sí trabaja a diario por proponer nuevas reglas, las propias. La idea no es calcar, sino siempre ofrecer una forma personal de hacer las cosas. Hasta donde sea posible lo mejor es no desesperar ni precipitarse a irse sin haberse dado cuenta de que con paciencia se gana terreno.

3. Se es lo que es, y se parece ser
Tener visión no es leer de corrido la tarjeta de letras con la que el optómetra revisa si se necesitan gafas o no. Es tener claridad en las metas y en la manera de lograrlas, por eso uno se comporta con altura aunque lo traten como bajeza. Si uno se desanima, no debe dejar que eso se note, mucho menos en el trabajo que se hace. Es necesario levantar la frente y sonreír mientras llega la quincena.

4. Hablando se entiende la gente
Vivimos atemorizados con hablarle a los superiores, nunca entenderé por qué. Siempre hay que buscar la manera de encontrar espacios donde uno manifieste sus sentires y venires, quien quita sea ese el vehículo para desenmarcarse del promedio mediocre con el que se comparte a la hora del almuerzo.

martes, 29 de octubre de 2013

Legado

Lo mejor de ser oficinista, además de las bebidas ilimitadas y la fotocopiadora disponible a toda hora, es ver historias de vida de esas que superan cualquier ficción truculenta. En esta oficina he conocido rosacrucistas, gays que antes eran cristianos, amantes del servicio social geriátrico, amas de casa acomodadas, testigos de Jehová sin vocación de predicación, entre otros. Todos comparten -o compartimos- esa extraña sensación de inseguridad que produce habitar en medio de la diferencia, pues en esta selva cualquier colibrí podría dar mordidas de fiera.

Esa inseguridad también viene acompañada de miedo, ya sea a perder el trabajo o a quedarse ahí para siempre; pero sobre todo a ser reemplazado. La gente no quiere ser reemplazada. No nos gusta siquiera pensar que llegará otro a tomar el lugar que tenemos, por el cual nos hemos matado estudiando y lamboneando. Luchamos por sobrevivir a quien nos hace la zancadilla pagándole con la misma moneda, porque el sistema laboral es así. Para mí es culpa de Hollywood, quien nos ha vendido la idea de que todos tenemos roles protagónicos, cuando va uno a ver y hay gente destinada a ser figurante, o extra con pocas apariciones en la vida de otro.

Debe ser por eso que admiro profundamente a las personas que detectan cuándo es el momento de dar el paso al costado, que no es ni antes ni después, sino es cuando es. Eso nadie lo entiende, porque uno los ve bien posicionados y totalmente comprometidos con sus causas, pero en el fondo ellos saben que ese ciclo hace mucho tiempo se cerró. Ese tipo de decisiones son de orden espiritual, casi divino, todo lo opuesto al oficinismo. Ya de por sí el oficinismo es bien satánico como para añadirle más líneas y cerebro a algo que ni vale la pena.

Hay dos casos que me impactan. Peter Furler, cantante de Newsboys, fundó y lideró su banda por más de 20 años y un buen día dijo que daría su lugar para dedicarse a producir canciones y pastorear. Ahí llegó Michael Tait, excantante de DC Talk, quien recibió el manto para seguir con "el sueño de Dios". El más reciente, aunque fue hace tiempo, es el anuncio de retiro de Mark Stuart de Audio Adrenaline, quien parece haberse inspirado en Furler con esto de cederse, además con otro excantante de DC Talk, Kevin Max. Lo que se supo tiempo después fue que la decisión se basó en motivos de salud.

¿Qué tal en la vida nos toque eso, empezar cosas para que otros las terminen? Siempre he soñado con ser fundador de algo, y muchas veces no me doy cuenta que lo que hago al trabajar con personas es justamente eso, sembrar para que otros cosechen. Debe ser emocionante dar un paso al costado, porque con eso viene la redención para el otro, quien también espera esa nueva oportunidad para correr más que uno y llevar el testigo a otro que hará lo propio.

Para no ir muy lejos, el fin de semana pasado una de mis bandas favoritas dio su último concierto. Rojo, que ha sido una de las joyas más grandes de la música cristiana, tenía claro que su tiempo no superaría los diez años y hace mucho habían pactado este final que para muchos -me incluyo- siempre será un interrogante con cara de admiración, porque nos cuesta entender cómo otros han superado el dolor de dejar ir el presente y piensan en construir legado.

Para mí, esa es la definición de trabajar y caminar con Jesús: le meto la ficha a algo que no veré terminado, porque entiendo que no soy el protagonista, sino el figurante que tan sólo debe guiar a otros a que terminen de armar el edificio del cuál tan sólo alcancé a medio delinear los planos.

lunes, 21 de octubre de 2013

Al mundial

La Fiebre de las Cabañas es un reflejo de la colombianidad: todo llega tarde y cuando ya no es noticia. Debe ser que por eso no fui periodista, porque lo mío no es la operación en caliente de contenidos, aunque me gusta eso de la inmediatez. Digo esto porque cuando lean estas letras digitales, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras, sabrán lo que aprendí de Breaking Bad, lo que pienso de Tuiter y también que MiSeletsión ya tiene su tiquete al Mundial Brasil 2014.

Aunque no soy un hincha furibundo del fútbol, tengo la costumbre de regir mi vida en torno a los Mundiales. A la fecha, he vivido seis Copas del Mundo y con la que viene siete, lo cual representa más de 24 años de sufrimiento colectivo, desilusiones familiares y demás recuerdos que cada cuatro años construyo mientras el planeta entero se vuelca de atención al balón.

En Italia 90 hasta ahora estaba aprendiendo a hablar, pero por fortuna mi mamá hizo sendas grabaciones de mis precarias locuciones, cantando los goles de Frely Lincon y creyendo que era primo mío. Recuerdo que vivíamos al sur de Bogotá y que mis papás pasaban por una extraña crisis que no entendía, pero hacía que mi papá fuera y viniera a la casa tan solo para ver a Colombia jugar contra Yugoslavia, Emiratos Árabes y Alemania, quien sería la selección campeona.

Si algo corre por nuestras venas colombianas es esa peligrosa sensación triunfalista, la misma responsable de expresiones como usted no sabe quién soy yo y ayúdate que yo te ayudaré. Con el fútbol no ha sido la excepción, pues con ese empate a Alemania, Colombia entró a octavos con el ego en la cabeza y la sobradez en los pies. Nos montamos en el caballo sin ensillarlo y nos juramos la última Coca Cola del desierto sin siquiera haber entrado al mercado de los goles.

El 5 de septiembre de 1993 mi hermano tenía tres días de nacido, y como mi mamá estaba convaleciente, mi papá me llevó a donde mi abuelita, para que no estuviera fastidiando a la criatura recién nacida con las típicas bromas que le hacía cuando era tan sólo una barriga redonda. Recuerdo que esa noche habilitaron el salón comunal y un vecino llevó un video beam precario, integrado por un VHS que recibía la señal de la programadora Caracol en Cadena Uno y proyectaba en la pared aquel evento que partió en dos la historia del país.

Tenía cinco años y recuerdo que lloré de la felicidad, no tanto por Colombia, sino porque mi familia estaba nuevamente unida celebrando, a pesar de que en Marzo de ese año murió mi abuelo y todo se desajustó en nosotros. Lo único que alcanzó a dejarme el viejo fue el álbum lleno de USA 94, el cual usé para ver cada partido, celebrarlo a su nombre y que ahora colecciono como un tesoro, pues también es la confirmación de que de nada sirve tener una herencia si no hay un legado detrás de ella. Vimos la final en la casa de un tío abuelo, comiendo mute santandereano y aplaudiendo a Taffarel.

En 1998 mi papá trabajaba como administrador de un parque que ahora le pertenece al Distrito. Ya tenía dos hermanos igualmente curiosos con quienes vimos el gol de Preciado y la derrota ante Inglaterra. Recuerdo a Mondragón llorando desconsolado y al Pibe cambiando la camiseta con Beckham, mientras pensaba que el fútbol es un martirio constante del cual era mejor prescindir. Así que dejé de seguir a Millonarios, desempapelé los afiches y decidí pensar que eso de ganar no era para nosotros, por lo que el Mundial de 2002 pasó sin pena ni gloria por mi cabeza, pero lo recuerdo perfectamente porque fue el año en que mi papá consiguió viaje directo a una nueva sucursal, con azafata a bordo.

Al principio me culpé, como todo hijo que percibe un matrimonio que se desmorona ante sus ojos. Pensé que mi renuncia al fútbol y el desinterés de mi mamá por el deporte lo habían lanzado en brazos de la moza, quien resultó más escurridiza que cualquier balón pateado por Ronaldo. Aprendí que en líos de pareja lo mejor es hacerse a un lado, y que tal vez debía esperar el próximo Mundial para recuperar la magia familiar pasada.

En 2006 estuvimos con mis hermanos en compañía de mi papá -y ya sin mi mamá-, viendo el cabezazo de Zidane en una pantalla improvisada en el parqueadero de Cafam Floresta. Me acuerdo que ese día también lloré, no por Francia, ni por lo triste de los comentaristas invitados, sino porque recordé que cada final de la Copa del Mundo mi vida está en un estado distinto, totalmente opuesto. Esa misma sensación tuve en 2010, cuando vimos la transmisión del partido que ganó España a través del canal de televisión para el que trabajo.

Lo chévere de los Mundiales es que parten el año en dos: antes del Mundial, tiempo en el que nos la pasamos hablando de los partidos, las pollas, las láminas por conseguir; y después del Mundial, cuando nos la pasamos hablando de lo que pasó y de lo que vendrá. Tengo esas expectativas del año que viene, que me agarre por sorpresa y que cuando esté viendo esa final, las cosas no se parezcan a los recuerdos, ni los colores se vean como parecen.

martes, 15 de octubre de 2013

Perro rabioso

He recibido quejas, amenazas digitales, intentos de fleteo y demás afrentas desde que decidí renovar mi mente y actitud bloggera. Para tranquilidad de ustedes, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras, no tengo pactos con el Procurador Ordóñez, ni milito en la derecha, ni en la izquierda. Lo mío es el centro de cadera, como buen carnívoro en desarrollo aunque no en crecimiento. Ya saben que sigo siendo el mismo, pero no demasiado.

Amenazas no sólo digitales sino reales, pues desde que se han dado noticias como estas, he tenido que guardar mi integridad y la de Colbón, el pitbull familiar que llegó el enero pasado, cuando tan sólo era un tierno cachorro que representaba el premio por buen comportamiento de mi hermano. No suficiente con tener a Ágatha, la gata oficial, nos embarcamos en la tarea de educar un perro, de esos que para muchos son los de "raza peligrosa", los censurados, los asesinos, la ralea canina.

 Buscando un nombre pegajoso, dimos con Colbón. El chiste se cuenta solo.

Lo mejor de tener un pitbull es vivir con un animal gracioso que más que instinto asesino, como cree la chusma ignorante, es un animal leal y sumamente juguetón. Es un protector fuerte que cuando sale a la calle llora porque quiere jugar con otros perros que lo ven intimidados, mucho más cuando sus dueños gritan y se escandalizan al pensar que un terrier con bozal en el cuello se acerca.

Los dueños se llevan a los perros y Colbón queda íngrimo en el parque, con todas las ganas de relacionarse a cuestas. Me imagino que no hay que ser perro para sentirse menospreciado, porque peor que los perros somos los humanos. Nuestra raza bípeda, que se precia de la razón y la lógica como elementos de pensamiento, es la que más suele rechazar a los mismos de su especie basándose en las apariencias. Pero no culpo a nadie en particular, finalmente la ignorancia es la comidilla de la gente mediocre.

                           
Colbón y su juguete favorito. ¡No contaban con su astucia!

No hay animales peligrosos, sino maleducados. Para la muestra uno y hasta dos botones: Ágatha y Colbón.

No contentos con que use bozal, ni con que salga a deshoras, los vecinos y demás transeúntes de la ciclovía ocultan a sus niños, gritan y lanzan indirectazos al aire como si con palabras pudieran acorazarse de la supuesta amenaza. No los culpo, son los mismos que idolatran a gente como esta, que juzgan las razones y motivaciones de un paro agrario sin siquiera saber el por qué, que se sienten colombianos de bien porque sonríen entre sí, pero estarían dispuestos a clavarle el puñal trapero a su propia familia si se lo pidieran. Y lo hacen.

Tan solo puedo recordar la historia de Old Yeller, aquel perro que se convirtió en una amenaza y tuvo que ser sacrificado para que la comunidad pudiera volver a dormir tranquila. Pero eso, erradicar lo que nos incomoda, sólo es una solución tipo cobija corta, de esas que tapan la cabeza pero destapan los pies y que con el tiempo no servirán de nada.

Lo triste es darse cuenta de que somos una raza contaminada, que juzga, señala y se regodea en la caída de alguien para pontificar doctrina moral. Buscamos chivos y hasta perros expiatorios para cargarles nuestras culpas y así intentar redimir nuestras conciencias orgullosas. Tal parece que la rabia no es propia de los animales, que son esos perros humanos los que sobreviven con su mente corta y enferma, buscando una vacuna contra su infecciosa ignorancia.

Dame una risa que me muestre tu paladar.

lunes, 7 de octubre de 2013

Tuiterología

Llevo dos años con una cuenta en Twitter, que para efectos del español pulcro siempre he llamado Tuiter, así a secas. Me fastidian esos anglicismos del arribista promedio, que pronuncia Tuirer pero se jacta de usar bluyins negros, tomar Coacola y vacacionar en Uropa. En fin, esto confirma lo que he concluido en estos días: Tuiter me afecta porque siempre saca lo peor de mí.

Ya no lo disfruto como antes, cuando pensaba que se trataba de mencionar a Chespirito y mandarle elogios. Luego entendí que el truco era tuitear y ya, pero la cosa se complicó. Antes me dejaba llevar simplemente por la cultura del microblogging y decía barbaridades para que no se me olvidaran, casi como una libreta de apuntes virtual y pública. Pero luego entré en una carrera de ratas en búsqueda de seguidores, como si de eso dependiera mi libertad del Icetex.

Escribo una que otra verdad bíblica y de a puño, pero la gran mayoría de tuits son idioteces que no sé por qué algunos sobrevaloran como si fuese la verdad revelada. Eso es algo que me preocupa, el nivel de literalidad de mucho tuitero amateur. La gente se toma todo muy en serio, me leen al pie de la letra y eso es triste, porque no hay nada más frustrante que tener que explicar el chiste. El problema es que empecé a darme a conocer, y con eso vinieron seguidores que no merezco, como pastores, comediantes, periodistas, medios de comunicación y Rescate, mi banda favorita. Se me hizo extraño, porque con las idioteces que escribo lo que merezco es que me ignoren y hasta me bloqueen.

Hace poco superé lo 7000 tuits y entré en crisis, porque me di cuenta que Tuiter es un termómetro perverso de aceptación de ideas. No sufro cuando la gente me elimina de Facebook, porque allá se muestra es carne y cristianos pidiendo la mano. En Tuiter uno muestra intelecto y puntos de vistas, donde el ego y el orgullo arman un nido placentero en el que se besan, o algo así. Vivo obsesionado con los ojos encima del número de seguidores, y sufro cuando se reducen, porque es como si me estuvieran rechazando. Luego llegan otros y remplazan las vacantes, entonces vuelve a mí la paz de siempre, la del enfermo digital.

Ya dije que me sigue gente que admiro, y ese es otro problema. Me la paso pensando en qué publicar, para descrestarlos, pero también para no embarrarla y que tomen la decisión de irse. De vez en cuando me paso por sus cuentas a verificar si todavía me siguen, si no se han arrepentido ante tanta incoherencia y verborrea mal ponderada. Digo incoherencia porque la gente cree que uno es eso que postea, y va uno a ver y sí se parece, pero en realidad lo que he hecho es construir un personaje de mí mismo, un avatar al que juzgan y admiran pero en la vida real es tan simple como desilusionante.

Lo peor de todo es que no planeo irme de Tuiter. He hecho ayunos esporádicos para curarme la opinadera, y han funcionado. Pero vuelven a mí esas ganas de tuitear, como buscando que detrás de mi testimonio de vida (el mío, no el del avatar) la gente disfrute y conozca algo de lo que creo y pienso. Solo busco que entiendan que esto es un juego, que no es la vida real y que por lo tanto da licencias para una ficción comprada, acomodada y ante todo irónica.

Ahora me iré a tuitear, porque hay cosas que nadie más hará por uno.

lunes, 30 de septiembre de 2013

La pecera

De Pescao Vivo aprendí que pez se le llama al animal cuando está vivo, y pescado cuando está muerto. Sea como sea, devoro un pargo rojo con patacones, ensalada y jugo de guayaba, responsable de prevenir cualquier alteración estomacal. Lo mejor de comer en la playa es la opción de meter los pies en la arena al tiempo en que se mastica, uno de esos placeres que no salen en televisión y por eso a simple lectura suena bizarro.

Es que el calor tiene un efecto secundario en mí, que además de despertarme una sensibilidad ramplona que se nota en lo que escribo, me hace cobrar fuerza y valor físico. Soy como un Wolverine de la tierra caliente, pues hasta me siento más vigoroso y saludable aunque de piel para afuera soy el mismo escuálido que no bebe cerveza. Me divierte ver que en esta tierra soy de los de estatura promedio, pues predominan tantas razas y credos como la diversidad lo permite, algo que disfraza mis piernas retráctiles.

Siempre he creído que en el mar la vida es más sabrosa. Y va a uno a ver y sí, sobre todo cuando de conquistar se trata. Ante mis ojos impávidos veo a un kogui (más bajito que yo) en proceso de flirteo con una hippie de acento chileno, que está a 20 centímetros más cerca del cielo y se nota que está de paso. Es evidente que mientras no venda todas sus manillas de tela no se irá, así que parece estar dispuesta a aprovechar el tiempo metiéndose al mar de la mano del kogui, seguramente a tener una aventura de gran tamaño. Al otro lado, una pareja de adolescentes en luna de miel también celebran con demasiada cercanía. No los envidio, porque si algo tengo claro, además de que estoy cercado, es que eso de estar emparejado está sobrevalorado.

Sobrevaloramos todo. Por eso no me sorprende ver que la oleada de centros comerciales agringados también ha llegado a la costa, y el Ocean Mall no es la excepción. Lo recorro casi que por obligación, porque es el punto de encuentro para que me recojan quienes prometieron llevarme a la Iglesia y vienen en camino, exactamente hace una hora. Espero como siempre, sin quedarme quieto ni varado. Lo mío es el movimiento, así sea en círculo, porque lo mejor es darse prisa mientras se espera. Sin saberlo, la lección de la noche iría por ese lado.

Justamente entro al Centro Bíblico Internacional, la misma Iglesia que la noche anterior me recibió en plena cruzada evangelística. Me reciben Yoenis y Doyza, ujieres locales que me indican donde sentarme. Y solamente hago eso, medio me acerco a la silla en plena reunión ya iniciada, para que la banda empiece a coverear una canción gratamente conocida. Me siento como en casa.

La reunión prosigue y ahora sale a escena el Pastor Donaldo, quien promete "fajarse" una predicación mejor que la de hace ocho días, que seguirá teniendo el mismo tema: amor, esta vez para solteros. Yo, como soy el Anthony Bourdain de las Iglesias cristianas, le compro la idea, porque solo quien se deja sumergir logra disfrutar del sabor hasta la última gota. Lo divertido es ver la ilustración con la que arranca, bastante acuática y adrede para la jornada en la que vengo.

El amor está en el aire (y en el agua)

Como evento eclesial cristiano que se respete, todo inicia con dinámicas comparativas, esas típicas interacciones tipo Recreación Cafam que hacen que uno alce la mano según su categoría. Solteros, casados, ennoviados, viudos, dudosos y así. El Pastor es claro e indica que, contrario a lo que muchos pensarían, la soltería es una ventaja, es el tiempo para descubrir quién es uno, de qué está hecho y para dónde va. Es plenitud con Dios.

Y le creo, porque eso de seguir la cruz demanda toda la energía posible, algo que de casado hay que aprender a moderar. Uno vive afanado por entrar al mercado del amort pero si algo enseña la Biblia es que Adán no estaba buscando una carne de su carne, simplemente trabajaba cumpliéndole a Dios con la tarea de ponerle nombre a los animales. Luego se cansó y se quedó dormido, lo cual lleva a pensar que no fue él quien se dedicó a buscar ayudaidonea, sino el mismo Dios fue quien lo introdujo en los asuntos del amor.

Debe ser por eso que cuando Dios labra el camino, él mismo pone las ideas para enamorar. Esto no es un intento de uno por hacerse notar, es más bien un ejercicio de nado constante dentro del cardúmen. Me siento ya no dentro de una cerca, sino en una pecera donde todos somos peces (o pescados, según el grado de descomposición) diferentes, coloridos, multiformes, pero sólo uno destaca por usar sombrero y sandalias de tres puntas.

Cuando termina la charla, salgo a comer. Me ofrecen pescado, pero me niego en el acto, porque en la pecera no nos pisamos las aletas.

martes, 24 de septiembre de 2013

La cerca

La vida se pone interesante cuando uno se detiene a mirar el espejo retrovisor, donde el camino recorrido queda impreso en la memoria y en las emociones. No, no estoy poseído por el demonio de Coelho o Arjona, o eso creo. Deben ser los 30°C de esta tierra samaria los que me llevan a pensar así, pues escribo estas líneas al exterior del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, que de internacional tiene los letreros doblados al inglés y nada más. No importa, igual disfruto viajar a donde sea y como sea.

Mientras viajo en taxi y observo las calles polvorientas, es imposible no recordar previas aventuras en estas tierras. Lo interesante es que haciendo el plan retorno de la memoria, he visto que hay un común denominador de los últimos tres años de viajes: en algún punto, todos me han llevado a comprobar que Dios ha estado ahí. No me malentiendan, hillsongeros de lectura literal, sé que Dios está en todo lugar, pero también que hay lugares donde disfruta estar y otros donde no. Aquí parece gozarlo mucho.

Y digo esto porque no fue sino bajarme del taxi y entrar a Villa Toledo, el conjunto donde me hospedo, para oír a los lejos ciertos pregones espirituales, de esos que no me sé pero reconozco por mera cultura general cristiana. Me acerco como puedo y veo que una cancha multideportiva, equipada con sillas Rimax y luces que cuelgan de los marcos, es el escenario donde toca la banda mientras un grupo de bailarinas de baletas y lazos danza (como las cristianas) con mucha fuerza en medio del inclemente suelo de concreto desportillado.

Me acerco y la banda termina de tocar. No por mí, creo, sino porque el Pastor Camilo pide el micrófono para dar la bienvenida al concierto de Amor y Amistad del Centro Bíblico Internacional, quienes se aseguraron de invitar a toda la comunidad aledaña repartiendo volantes que al parecer terminaron decorando la caneca de la portería.

Si algo admiro del cristiano promedio es ese ahínco por predicar el evangelio. La verdad, yo no lo tengo. Soy de esos que mediocremente espera que con el ejemplo sea más que suficiente, pero gracias a Dios últimamente me ha quedado claro que con eso no basta, que hay que ir directo a la yugular así no les guste, porque uno no viene solamente a entretener. "Si tú, mi amigo, tienes por ahí una mocita, es hora de que la dejes. No vivas en adulterio porque es pecado, y el pecado te lleva al infierno", dice una de las líderes y me hace dar un poco de pena ajena, aunque es lo que curiosamente la gente necesita oír y además es lo que más les impacta.

Me voy rápido, porque mi viaje no es de placer ni de negocios, sino de compromisos académicos llamados "Grado". No me sobrevaloren, un diplomado por internet lo hace cualquiera. Cualquiera que quiera seguirse preparando, aprendiendo y cambiando, como hacemos quienes ya no tenemos a nadie encima pidiéndonos cuentas. Cumplo con la visita a la Universidad, recibo el diploma, doy abrazos y saludos a gente que hasta ahora conozco, pero con la cual compartí virtualmente los tres meses anteriores. Así debe es la academia del futuro, donde lo presencial es lo de menos y lo autogestionado es lo de más.

No me critiquen. Es mi lado más poético

Tras un paso de tiempo corto, abordo una lancha desde Taganga con destino a Playa Grande, donde el pescado es el manjar de hippies, koguis y turistas de piel paliducha como la mía. Tan solo es cuestión de poner un pie en la isla para ver a un grupo de cocineras hacer lo propio al son que les toca. Sonrío con sutileza, como cayendo en cuenta de que a donde voy, Dios siempre me cerca con música que lo exalta, con Iglesias que le alaban, con personas que le quieren conocer. Me escapo a lugares paradisíacos y él insiste en mostrarme que ahí también está conmigo, tal cual como lo vería el día al final de esa misma tarde.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Famosos anónimos 2

Hace mucho tiempo confesé que colecciono cosas, entre ellas fotos que me encuentro en la calle con las que adorno mi cubículo oficinista en un cuadro honorífico llamado Famosos anónimos. Desde entonces, Juan Pablo, Astrid y Yesid han sido objetos de admiración bizarra, porque la gente que los ve ahí pegados piensa que soy un Norman Bates comediante fusionado con un Charles Manson en versión cristiana. Ni lo uno ni lo otro, aunque a veces lo quisiera.

Lo curioso es que desde entonces la buena costumbre de encontrar billetes (mi código con Dios) y fotos en el suelo no se ha perdido, pues contrario a lo que pensaba, el carrasposo corcho ha podido recibir a otros inquilinos en esta vecindad donde el requisito de ingreso es el desconocimiento colectivo, y si se puede ignorado.

Ahora contamos con Marianella, oficinista del sector público que es oriunda de Barquisimeto pero vive en Bogotá desde que se divorció. Ahora está en el centro de los tres Famosos más viejos, quienes parecen tenerla en la mira. Encima yace Julio, campesino prominente de El Cocuy que llegó a la capital debido a la violencia bipartidista. Allá le decían “Padrino”, y no solo por su evidente parecido con Marlon Brando, sino también por su porte y carácter corajudo de macho alfa.

También está Jeimy Carolina, cuya foto con señales de mordeduras evidencia la tensión que acumuló su mandíbula cuando esperaba la entrevista para trabajar como auxiliar contable en una reconocida empresa de transportes. Al otro lado, John Jairo observa todo con los labios apretados, conteniendo la rabia que le produce haberse tomado la foto 3x4 cuando el trámite de la Visa americana requiere otras medidas.

En este costado también reposan los niños, aquellos infantes que son el objeto más cuidado de este ocioso hall de la fama anónima. Nicolás, María Fernanda y Juan David no se conocen, ni tienen nada qué ver, pero tampoco les importa. Nicolás es hijo de una pareja joven que se descuidó y al no planear las cosas, lo recibieron por sorpresa. María Fernanda sí es la hija soñada de una familia prestante que desde muy pequeña la matriculó en un colegio glamuroso con potrero en Cota. Juan David vive con sus abuelos mientras su papá aparece y le quita el corte honguito que su mamá, tecnóloga peluquera de la Escuela de belleza Luz Alexi, le hace cada dos semanas.

Mojica, el gordo de al lado, se les burla porque son pequeños, los hace llorar y se las monta. Es su forma de desviar la atención del llamado inminente al encorbatado dolor que produce tener que dejarse tantear por el soldado Cucaita mientras le ruega a su papá con los ojos emparamados que le pague su libreta militar. Falta la historias de otro niño, uno que con saco amarillo como el de Yesid también denota la pesadez de madurar biche. Es Henry, amante del fútbol e hincha furibundo de Millonarios.

No contento con eso, me di por bien servido cuando algunos oficinistas llegaron con las últimas adquisiciones: Andrés Orlando, de camiseta negra y blazer café de pana, fue encontrado en un desechado formulario de aplicante a Protagonistas de Nuestra Tele, reality del que no pasó ni el primer filtro por haber dicho que su talento era parecerse a Val Kilmer después de una quimioterapia y no precisamente actuar. Debajo vive Luz Adriana, cajera de banco de sastre y camiseta rosada que además de ser amante de su pelo, es la locochona del turno de la tarde. Debajo está el soldado Cucaita, el mismo encargado de palpar la humanidad de Mojica.

Más que una perdedera de tiempo, esto es un acto creativo con tintes de psicosis. Por eso le dedico todas estas letras, porque las ideas bajan del cielo aunque no llegan solas, porque la vida cotidiana es en sí mismo un referente propio de analizar.


Famosos anónimos, 2013

martes, 10 de septiembre de 2013

Gaslighting

Ya perdí la cuenta de las veces en que he dicho que no me gustan los hippies. Voy en contra de sus manifiestos mugrosos, su vida harapienta y su voz fingida; pero sobretodo detesto esa contingencia rendida, típica actitud perdedora que esconde la pereza y el miedo en frases piadosas como Será será, relajemos el pony, o en el mejor (o peor) de los casos, la versión cristiana: Lo que Dios quiera.

Esa falsa humildad me saca de quicio, porque yo mismo la he utilizado para esconder que soy tan buen ser humano, tan colombiano de bien, que sólo espero lo que el Creador me tenga y estoy dispuesto a aceptarlo pase lo que pase. Nada más falso que eso. A decir verdad, somos egoístas y no tenemos ni idea de lo que queremos, ¿por qué entonces le vamos a botar la pelota a Dios para que él decida? ¿Será que es eso lo que le convencerá de darnos esa persona, trabajo, sueldo y hasta talento soñado? ¿Un voto interno e incendiario reemplazará un clamor honesto?

Creo que Dios quiere lo mejor, pero mi responsabilidad está en buscar qué es lo mejor para mí. Por eso me mama ver cuando los hippies sin ruana (la ruana ahora es del gadget del hipster indignado) promulgan que al no encontrar lo suyo aquí, lo mejor será buscarlo allá, al otro lado del charco, donde supuestamente el pasto es más verde y fresco, donde las hortalizas crecen más y el agua también moja, pero mucho mejor.

Mi problema no son los viajes, de hecho agarrar un avión y largarse es una de las cosas que más amo de la vida. Simplemente creo que los viajes no son buenos ni malos, porque son las personas quienes toman la decisión de hacerlos en el momento inadecuado. Hay viajes buenos y viajes malos, pero todo depende del momento mental y espiritual en que el pasajero compre el tiquete y sobre todo, pensando en qué lo hace: conocer, estudiar, huir de la exnovia que insiste en rechazarlo o sencillamente debutar como kamikaze.

Pero peor que los hippies cristianoides, son esos chocolocos que salen a eventos como The Color Run, una explosión de alegría que ojalá se viera desde el espacio, para que en una invasión alienígena sean estos espolvoreados los primeros en ser dados de baja por el poder de un láser reductor. Yo la verdad no le veo gracia a salir corriendo por la calle a una maratón donde lo que menos se hace es correr, como si embadurnándose en pintura y gritando como gomela en discoteca por cinco kilómetros me fuera a hacer mejor persona. Es tan inservible como el Harlem Shake, solo que este es ambientalmente más cochino.

Quiéralo Dios o no, esto no es una técnica de gaslighting. Aquí nadie va a hacerles creer que están locos, que nada está pasando, que no se les está agrediendo y que están exagerando porque sí. Lo cierto es que en días como hoy me siento superior y con ausencia de misericordia con esos que se dejan llevar por la corriente, aquellos que pierden el discernimiento y de paso la decencia al dárselas de loquillos. Tampoco estoy para tolerar a esos que antes de enfrentar prefieren huir, pues en el fondo me hacen el favor de dejar la cancha lista y perder por W mientras me corono como el campeón emérito de una lucha que pensé sería más interesante.

No en vano, Carl Sagan decía que el miedo parte de la ignorancia. Por eso es que huímos, porque desconocemos a Dios y a nosotros mismos, porque no sabemos ni lo que él quiere y tras del hecho salimos a deberle. Hoy no les traigo amor, ni paz, ni buenos deseos. Hoy no tengo comedia que aguante la satisfacción de haber triunfado ante los hippies y harinosos, porque así lo quiso Dios.

viernes, 30 de agosto de 2013

¿Qué pasaría si Sofía Vergara protagonizara una telenovela colombiana?

Dicen las malas lenguas que en el top of mind del norteamericano promedio hay tres conceptos que describen a Colombia: una sustancia blanca inhalable, una cantante que miente con las caderas (¿o era una mentirosa que da caderazos con la voz?) y Sofía Vergara. Podríamos decir que es uno de nuestros productos de exportación, de esas razones por las cuales nuestro país sigue tan bien posicionado en el exterior.

Lo primero sería decir que nuestra Toti, como la conocen sus cercanos -pero como la llamamos todos los que amamos montarnos en el bus de la victoria-, tiene precisamente eso, posición. Seguramente lograría entrar a cualquier canal colombiano abriéndose paso ampliamente, casi que tumbando las puertas de los ejecutivos. ¿Es que con esa delantera quién no lograría desarticular cualquier cosa?

Porque hay que decirlo: Sofía tiene dos razones para tener miles de pares de ojos encima. Y no, no son las que están pensando. Nos referimos a su talento y a su gracia, ambos inmensos… grandes… gigantes. El caso es que si Sofía llegara a ser protagonista de una novela, pasaría a la historia como la primera actriz en volarse todos los filtros televisivos con facilidad. Porque eso sí, si hay algo que pare el tráfico, la oficina y otras cuantas extremidades, es esta Afrodita de la pantalla chica.

Sofía llegaría al set asediada por practicantes, técnicos y hasta por los señores de seguridad, todos presas de querer tomarse una foto con ella y acompañar sus noches de soledad con el recuerdo de la única colombiana que ha pasado por Baywatch. Seguramente no necesitaría mostrar su reel, en el que reposa aquel memorable comercial donde la arena de la playa le quemaba los pies y la obligaba a gemir y correr. Es el sueño de todo hombre: una Sofía que gima y corra hacia él, aunque en este caso lo hacía para beber una gaseosa.

A lo mejor el director pasaría buen tiempo oyéndola hablar y tratando de descifrar ese barranquillero con mezcla de inglés arrastrado, pues aunque linda, no es que brille por su facilidad de anglo palabra. Le corregiría las muletillas y le aclararía que madafoca es una palabra que primero ni existe, pero que tampoco acepta la parrilla del prime colombiano, aunque de prepagos y diosas coronadas con palabras y gestos peores es que nos estamos alimentando.

La telenovela se caracteriza por contar la historia de amor de una mujer benigna, pobre y sufrida. Pero seamos sinceros, Sofía tiene cara de todo menos de eso. Además de estar en la lista de la Revista Forbes como una de las actrices mejor pagadas –se dice que gana al año cerca de 20 millones de dólares-, tiene su propia línea de ropa y con frecuencia es contactada para comerciales donde le pagan hasta la risa.

Uno piensa en qué más le falta a alguien así: bella, famosa, radicada en Los Ángeles y además comprometida con un pichimillonario que le dice sí a todos sus deseos. ¿No es eso el sueño de cualquier mujer? ¿Un musculoso con pinta de chirri, pero con la disposición para corretearlas y complacerlas de un pincher adiestrado?

Bajo estos hechos, Sofía tendría que debutar en una historia que rompiera los cánones de la novela, pero como Ana María Orozco ya hizo de Betty la fea, sería la historia de una bella que se debe afear para enamorarse de un tipo platudo que la odia. Actuaría en compañía de un reparto justo para que se luzca: Linda Lucía Callejas, como la odiosa vecina que le baja la ropa del tendedero, Alejandro Riaño como el nieto bobo de Amparo Grisales –que en la historia sería un espectro milenario- y el regreso a la pantalla de Endry Cardeño en el papel de un ángel asexuado. El galán sería Víctor Mallarino, destacado actor a quien le pagan por hacer siempre de sí mismo.

Sería un melodrama donde debido a lo absurdo de su historia, le pedirían a Sofía que dejara ver la garra, la casta, lo que aprendió en Hollywood. Sofía se esforzaría, pero la comedia voluptuosa es lo suyo y para historia de amor se necesita es saber llorar, no despertar bajas pasiones. La sensación de fracaso sería la misma que tuvo John Leguizamo cuando Dago lo trajo a protagonizar una de sus películas.

Ante las bajas curvas de rating, finalmente Sofía se marcharía. Como toda diva, lo haría sonriendo y con la frente en alto. En entrevistas invitaría a que no se perdieran su novela, pero de dientes para adentro añoraría que su jet privado la saque de la peor decisión que alguien con dos dedos de frente puede llegar a tomar: hacer carrera en la televisión colombiana.


Publicado en la Revista Mallpocket

martes, 27 de agosto de 2013

La ex-cremento

De un tiempo para acá, empecé a recibir noticias de mis ex-es. Sí, a pesar de mi consagración absoluta a la comunidad Jedi de La Castellana, tuve mis deslices y resbalones con una que otra amiga política, vecina de pupitre o referencia local de modelo ochentero. Eso de que a lo que más se le teme llega es verdad, porque ahora a todas mis heces (no me sobrestimen, que contándolas no superan los dedos de una mano), les dio por cristianizarse, por cambiar su vida y enderezar el caminado, cuando para mí lo mejor que pudo pasarme fue dejarlas ir.

Ahora les dio por agregarme de nuevo a Facebook, por intentar acercarse para simplemente ser amigos en la fe, pero si algo aprendí de Friends es que uno no puede ser amigo de una ex, ni debería caerle a la ex de un amigo, y del mismo modo en el sentido contrario. De cualquier manera, esta no es una entrada para teens pagada por la Revista Tú, sólo que es curioso el fenómeno amnésico del cristiano promedio, ese que demanda dinamitar los recuerdos, quemar los barcos y destruir cualquier puente hacia la vida pasada.

No me someto a regresiones ni mucho menos (como cree la chusma), pero si somos honestos, nadie quiere que le recuerden sus peores decisiones. Una de ellas me mandó un mensaje por Facebook y me contó un resumen de su vida, casi como si necesitara que me rindiera cuentas. Me dijo que ahora que estaba en la Iglesia entendía muchas cosas, que comprendía las razones que le di para tomar distancia en aquellas épocas. Hasta contó que terminó con el novio posterior a mí, aludiendo a su nuevo estatus en el mercado del usado. No le respondí nada para no ser grosero.

Otra de este clan me contactó por Facebook (otra vez esta vitrina de vanidad) y me envió una solicitud de amistad que a la fecha no he sido capaz de aceptar, tal vez en un intento de dejar las cosas en su lugar, de embalsamar la momia y dejarla podrir en el olvido que seremos. Lo curioso es que meses después tuve que encontrármela de frente, y como ahora estoy en tono de arreglar el pasado, acepté saludarla por su segundo nombre, ese que quedó sepultado en el pasado para darle vida al primero, el de su nueva vida.

Aunque la charla no duró más de 38 segundos y contadas 10 milésimas, me sentí inmundo cuando me dijo que gracias a mí había conocido de Jesús, que eso le cambió la vida por completo. Para mí, ella es un simple píxel que recalentó el sistema y produjo error, pero para ella fue el paso trascendental hacia la cruz. Me fui caminando y pensando en una frase de esas que no se me olvidan y promulgo a manera de dato coctelero para impresionar: la ex es excremento. Se dice y es chistoso, pero se escribe y es insensible, porque nadie es desecho de ningún otro, ni nada parece suceder por error.

A veces nos damos muy duro por las excrementadas del pasado, pero de nada sirve hacerse el loco, seguir derecho o fingir demencia ante el presente. Es verdad que la idea es no mirar por el retrovisor, pero a veces escarbando en esos desechos se puede evidenciar la necesidad de depender de Dios ahora que supuestamente se va a comer bien.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Mala memoria

Con el pasar del tiempo empiezo a sentir que mis súper poderes tradicionales están en proceso de reinvención. Ya conté que desde que me visitó la gastroenteritis no puedo volver a ser el pollo finquero de siempre; pero ahora tengo otro problema, y es que estoy perdiendo la memoria. No hablo de andar ocupado pensando en otras cosas, ni de frases mañé como esa que el infiel promedio reza: los caballeros no tienen memoria. Hablo de la amnesia temporal, del inexplicable borrón de recuerdos colectivos sin razón.

Hace mucho tiempo empecé a sospecharlo, pero preferí olvidarlo también. Creí que era la maduración de mi ya conocida memorización selectiva, que en pocas palabras traduce que me acuerdo de lo que quiero y ya. Me afecta, porque uno va por la vida construyendo recuerdos con las personas, quienes los atesoran y guardan en sus memorias, pero para mí ni siquiera son episodios borrosos, sino inexistentes.

Me di cuenta de esto hace unos años, cuando me encontré con gente del colegio que fielmente me recordaba las travesuras y demás matoneo que perpetré. No me acuerdo de nada. Después vinieron los encuentros con la gente de la universidad, donde más o menos guardo en mi cabeza colores y pantallazos con los colores de Facebook, pero nada concreto.

Lo confirmé hace un par de meses, cuando una amiga me recordó que comimos chocorramo en un parque. Para mí sigue siendo un enigma. Luego estuve en un cumpleaños, donde todos recordaban con claridad lo que sucedió el año inmediatamente anterior, pero a mí me costó mucho trabajo. También me pasa cuando me reencuentro con personas y en conversaciones sacan a colación supuestas frases mías de otras épocas, diciendo que las aprendieron y oyeron de mi propia boca. Quisiera que los que aprendieron algo de mí vinieran y me lo enseñaran de nuevo, porque ahora hasta lo aprendido está embolatado.

Ahora soy un homenaje al protagonista de Memento: vivo con una agenda escribiéndolo todo. Y cuando no la tengo a la mano, tuiteo. Y cuando me recuerdan recuerdos, redundantes para ellos pero frescos para mí, solo puedo quedarme callado, pensando en que tengo que escribirlo todo. Ahí recuerdo que por eso empecé este hijo bobo al que llamo blog, para que no se me olvide la razón de por qué hago lo que hago, pero hay cosas que prefiero dejar ir, como ciertos elementos del pasado, o sea de ayer.

Es duro, pero tengo memoria de protagonista de programa unitario: no tengo continuidad, resuelvo los problemas en cada capítulo y al siguiente sigo como si nada, confiando en que el guion no me va a llevar a repetir algo que ya vieron todos pero yo olvidé. Me da tristeza, porque quisiera seguir siendo ese vademécum de sabiduría pop cristiana, pero el cerebro parece no darme para tanto.

Me acuerdo (aunque no tengo derecho a usar este verbo) de Funes el Memorioso, quien no olvidaba nada. Quisiera tener una cabeza así, con una mente envidiable. Luego recuerdo al tipo de Una mente brillante  y pienso que es mucha responsabilidad. Avanzo, trato de atar cabos y concluyo que de meterle tanta información a la cabeza sólo queda la amnesia, cuando el sistema se atrofia para beneficio propio.

Suena contradictorio, pero es real. Tan solo recuerdo que alguna vez le pedí a Dios que me ayudara a dejar el orgullo, a dejar de alardear de mis logros y a perdonar a los que me lastimaron. Parece que su respuesta llegó en forma de mala memoria, la misma que Él usó para olvidar mis malos ratos y que me dio para avanzar en la vida.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Regreso al colegio

Me gusta leer la Biblia porque siempre encuentro en ella no sólo historias inspiradoras o promesas canjeables, sino también analogías de situaciones y, sobre todo, una mirada de Dios como un personaje que se hace real y concreto a través de Jesús. Creo que lo que dice la Biblia es verdad: Jesús nos entiende porque pasó las mismas pruebas que nosotros. Así que si él pudo, cualquier mortal kombat de a pie como uno también; claro, si confía en Dios como él lo hizo.

Esta es una verdad de a puño de la que tuve que convencerme hace unos días, tiempo en el que recibí una invitación que en otras ocasiones rechazaría, pero que en el fondo sabía que debía aceptar, todo para cerrar una tumba abierta que ya hedía con fetidez. Los que me conocen, saben que he odiado el colegio desde que nací, porque me recuerda los años de reclusión y sometimiento a leyes de un sistema retrógrado, la censura por ser cristiano y ser tomado como poca cosa por dicha condición espiritual, el divorcio de mis papás, la separación y muerte (no literal) de grandes amigos y muchos otros traumas en proceso de superación.

Debe ser por eso que no me interesaba en lo más mínimo volver. Para mí, la gente que regresa a su colegio después de graduada se me hace la más perdedora del planeta, porque ¿Quién va a querer volver al sitio donde le deformaron la mirada, le boicotearon los sueños y además le tocó pagar por eso? ¿Qué sujeto pensante en proceso de avance piensa en pertenecer a una asociación de exalumnos, donde el recuerdo personal es la base de un supuesto futuro colectivo? Me tragué los mil y un juramentos, olvidé cuando me sacudí el polvo de los pies cuando me gradué y heme aquí, escribiendo desde el día de la familia de esta institución escolar comandada por curas de sotana blanca y negra.

Aunque los salones y la cafetería han cambiado, los profesores están intactos. Me los encuentro de frente y algunos prefieren ignorarme, como evitando enfrentar la frustración de ver un egresado de hace casi 10 años y reconocer que han estado haciendo lo mismo por tanto tiempo. Si en mi época ya se les notaba la ausencia de pasión por la gente y el odio propio, no quiero imaginar cómo deben ser las clases por estos días.

Otros me saludan amables con un "Hola, Ávila. Tiempo sin verlo. ¿En qué anda?" Como sé que ellos esperan que les cuente que triunfé para sacar su parte, para alardear de su influencia en mi vida, les adelanto el cuaderno con humildad, aun cuando ellos mismos se opusieron a que estudiara Comunicación Social, o a que me dejara crecer el pelo, o a que hiciera un cine club, o a que pusiera música cristiana en la emisora, o a que regalara el uniforme del colegio a los indigentes, porque según ellos, "el traje escolar no se comparte". 

No voy a resentirme, porque igual decidí perdonarlos y destapar la hoguera amarga donde he cocinado las más oscuras intenciones, pero reconozco que si Jesús nos entiende, es porque él sabe que volver a estos sitios es imposible si no se cuenta con él. Así que decidí perdonar al colegio. Sí, puede sonar ridículo, pero para mí es liberador venir a poner la cara y así mismo seguir con mi vida dejando atrás los comentarios cortopunzantes y las palabras adobadas con arsénico. ¡Que viva el colegio... pero lejos!

martes, 30 de julio de 2013

El reto gringou

Hace unos días me monté a un colectivo, de esos que el SITP todavía no ha erradicado y lo llevan a uno por pocas monedas. Es una actividad de alto riesgo hoy en día, pues se corre con el infortunio de ser tildado de vendefrunas, o de rehabilitado recién salido de una fundación cristiana. Como soy un poco de las dos, me subí regateado e hice lo que siempre hago: sentarme cerca del pasillo, recostar la cabeza y asegurarme de tener los audífonos bien puestos para no tener que oír ni hablar con nadie.

Sí, soy de esos antipáticos que prefiere no charlar en el bus, porque eso de establecer conversaciones no es lo mío. Contrario a lo que muchos pensarían, no sé romper el hielo ni mucho menos ahogarlo; tampoco soy el que da el primer paso comunicativo. Si me cuesta hablar hasta con gente conocida, cuánto más con extraños de esos casuales, los que preguntan la hora o buscan confirmar que van en la ruta adecuada.

Estaba ahí, sentado en medio de mi cotidiano autobloqueo de movilidad, esperando llegar a mi destino habitual en Las Américas. Me impactó que de manera abrupta, un hombre alto, canoso y con una guitarra al hombro se trepó en el colectivo. Como vivo en un país donde el rebusque es uno de los deportes nacionales, preferí pensar que era un sujeto de esos que venían a conmover con su historia de deformidad, o a cantar y vender ambulatoriamente porque la necesidad apremia todo, pero me encontré con algo que no esperaba.

Tuve que quitarme uno de los audífonos para confirmar que lo que oía era un acento gringou de spanglish arrastrado. El tipo se montó y lo primero que dijo fue que "no venía a pedir plata, ni a pedir nada". Por el contrario, empezó a sonreír y a decir que venía a "darnos el mejor regalo". Sin más preámbulo, agachó la cabeza, descolgó los hombros y pegó la espalda contra uno de los tubos de donde la gente se agarra, pues su tamaño XL no se prestaba para nuestro transporte público en deterioro.

Ahí pasó su pulgar por las cuerdas, mientras con la otra mano hacía un La menor con el que verificaba la afinación de su desvencijada guitarra. Entonó una canción que jamás había oído, pero decía algo como Jesucristo, él es tu amigo, te dio la vida, murió por ti. La tonada se repitió un par de veces ante la mirada indiferente de la gente que, como yo, tan solo ve el espacio de desplazamiento en un bus como un tiempo muerto que es difícil de aprovechar.

Tan pronto como terminó, me sentí conmovido porque dijo que nos presentaba a Jesús, el único que nos podría ayudar. Sin pena ni aspavientos, empezó a orar por nosotros y le pidió a Dios que nos sanara, que protegiera a nuestras familias y que nos ayudara en nuestras necesidades. Mientras lo hacía, empezó a repartir tratados de manera indiscriminante, como si de eso dependiera un cupo de entrada al Paraíso.

Me quedé pensando en eso, en que he repartido volantes y predicado de mi fe a extraños unas tres o cuatro veces en la vida, porque según mi teoría adolescente, la gente no quiere saber de Jesús ni de Dios. Nada más falso que eso, porque cuando este gringou terminó de repartir los papeles, todos en el colectivo lo recibieron y leyeron con suma atención, lo cual demuestra que la gente quiere que se le hable claro, sin eufemismos positivistas ni distracciones morales. La gente espera la solución con nombre propio: Jesús.

La ruta siguió y empecé a preguntarme: ¿Qué estoy haciendo? ¿Cómo estoy hablando de Jesús? ¿Por qué me hago el gringo? Porque lo fácil es hablar con hechos, actuar y ser buena gente; pero eso de proclamar a viva voz que creo en Jesucristo y sé que él es la solución no se dice tan fácil como se escribe. Por eso, hoy empiezo mi camino hacia el reto gringou: voy a vender y mercadear a Jesús de una manera poco rentable: regalado, con altas expectativas de sus milagros y sobre todo, con entrega y amor constante. ¿Será que alguien más está dispuesto a hacerlo?

martes, 23 de julio de 2013

De gran tamaño

Hace un tiempo vi una nota periodística en la que un concejal denunciaba que lo discriminaban por su estatura. Tras verla, solo pude decir: ¡Ya era hora de que alguien pensara en los niños! Porque con la muerte de Gilma Jiménez, los bajitos quedamos huérfanos. Desde que tengo memoria, yo también he sufrido por el tamaño -o tamañito (¿?)- de mi estatura, pues en el promedio cundinamarqués, soy el que está en la parte más baja, el chichón de piso, el amiguito del suelo.

Acostumbrado a la censura de los lejanos timbres de bus, a los tubos horizontales y las claraboyas abiertas que nunca alcanzo en el Transmilenio, a quedar con los pies meciéndose en el aire cuando me siento en cualquier silla, me envalentoné a escribir esto. Sí, porque lo malo no es ser bajito, sino no aceptar la condición. Esa palabra: condición, es tan chistosa que por eso la gente lo ve a uno con lástima, como si Dios se hubiera quedado corto en materiales a la hora de fabricarlo a uno y lo hubiera castigado condenándolo a ser una versión sachet de ser humano.

Mido 1.60 cms a ras. La verdad no pensé llegar tan alto, pues vengo de una familia perfecta para modelar los juegos de Fisher Price: todos pequeños, de piernas cortas  pero con el orgullo, precio y arrogancia por la nubes. Nada más peligroso que un enano con ínfulas de grandeza, aunque en mi caso, esa combinación me hizo sobrevivir a las burlas del colegio, donde pasé de ser Chiqui a Chiquirambo, pues nunca permitía que me la montaran por ser el más bajito del salón, de la ruta, de la banda marcial, del conjunto cerrado, de la Iglesia y de todo lugar que frecuento hasta la fecha.

La época de colegio siempre es cruel con los bajitos. En mi caso, no logré triunfar en el deporte que más me gustaba: el baloncesto. En la época, mi ilusión la alimentó la película Space Jam, donde Michael Jordan se acompañaba de los Looney Tunes para enfrentar a sus poseído compañeros de la NBA, incluido Muggsy Bogues, el pigmeo al que todos se la montaban, pero que brillaba por su virtuosismo con las pelotas. Como yo, que también destaco por pelotudo.

Pensaba que si Bogues podía destacarse en lo que le gustaba, -así como pudieron otros gigantes como Danny DeVito, Daniel Guzmán (a quien lo conoce la mamá, pero Google dice que medimos lo mismo), Armando Manzanero y el inmenso Roberto Gómez Bolaños-, yo podría hacerlo también. Y he ido creciendo así, con mentalidad de grandeza, por eso es que me fastidia cuando la gente se cree mejor que yo solo por el hecho de poderme mirar por encima del hombro. Sí, perfectamente puedo comprar la ropa en Off Corss y Zara Kids, y hasta me sale más barato que aquellos que les toca endeudarse por una chaqueta mediana.

Y ni hablar de la vida amorosa. Como a las mujeres les gustan grandotes, nosotros debemos enfocarnos en alimentar otras virtudes. En mi caso, tuve que aprender a conversar y a bailar, porque los altos no driblan contra el piso como uno, que ha sido uno con él. Aunque aprendí a bailar salsa como un trompo discotequero y a la altura de los que me llevan años de experiencia, mi vida sentimental siempre se desmorona cuando llega el escaneo visual, ese que revela que tengo las piernas cortas. Eres lindo, pero muy bajito. Así, con diminutivo, que en últimas resulta siendo más ofensivo. Nadie sabe cuántos amores han agonizado por esos centímetros de más, o de menos.

Por eso, hago un llamado a que dejen de vernos como poca cosa. Ya estuvo bien de que siempre nos llamen por nuestros nombres en diminutivo, de que nos traten como si fuéramos de plastilina o pastillaje. Personalmente, estoy hasta la coronilla del típico Los perfumes finos vienen en empaques pequeños. ¿Qué nadie se ha dado cuenta que las muestras gratis también? Ya estuvo bien de los clásicos chistes recocheros como usted se cae de un andén y se fractura, o Es vital que arrojes el anillo al Monte del Destino. ¡Somos como ustedes! Nacimos en la misma tierra, conquistada y abusada por españoles, entonces, ¿Por qué nos la montan? ¿Tienen alguna clase de complejo infantil por resolver con nosotros? No se busquen que nos unamos y en un acto de rebeldía les amarremos los zapatos entre sí, para que mueran descalabrados.

Lo que no saben los que miden más que yo es que mi forma de ver el mundo es tan única e interesante como la de ellos. Sí, pues esto de ver el mundo en contrapicado alimenta las grandes aspiraciones. Tanto, que mis sueños llegan a ser más altos que los de los altos, por aquello de que me encomiendo al Altísimo. Por ahí alguien dijo que lo que cambiará el mundo es la revolución de las cosas pequeñas. Fue Pirry. Y le creo, porque aunque vemos el mundo diferente, lo hacemos a la misma altura. Literal.


Publicado en 747 Oficial

martes, 16 de julio de 2013

Ridículo

Hace casi un año hice mi debut en la comedia malparada, y desde ahí me quedó gustando eso de los escenarios, lugares donde se libran poderosas batallas con el público tan solo por el anhelado botín: su risa. Me gusta hacer el ridículo, que se rían de lo que digo y hasta se ofendan, porque eso de la comedia no admite tonos medios ni sensiblerías. Por algo, Diego Camargo dijo que un comediante que no se mete en problemas no es un comediante. Hay que ser brutalmente honesto y a la mayoría de seres humanos lo que menos les gusta es que alguien les diga la verdad en la cara.

Falta pelo para moño, pero lo cierto es que nunca pensé que podría vivir haciendo el ridículo. Confieso que uso la comedia como una herramienta de denuncia y de emocionalidad previa a un punzazo, pues no hay nada mejor que hacer que la gente se ría mientras sigilosamente se les está lavando el cerebro; pero también que es la forma de ponerse en comunión con el otro, como dice Luis María Pescetti.

La comedia es esa empalagosa y emocional maña de alegrarse ante el dolor ajeno, regodearse en el caído y darse cuenta que siempre habrá alguien peor -y mejor- que uno. Hacer reír es satisfactorio, mucho más cuando se logra habitar entre el lado agrio y el dulce del hecho cómico, donde uno expone el dolor y la frustración personal para que muchos exorcicen sus penurias. La risa libera a través del tabú, de lo que pocos se atreven a decir.

Lo mejor es encontrar que hasta la misma Biblia habla de este importante carácter aburdo y ridículo de la fe. Sí, hay que estar mal de la cabeza para creer que si se trabaja seis días de los siete que tiene la semana, se va a ser más productivo; o que se puede vivir en prosperidad usando solo el 90% de los ingresos. No en vano, el mensaje de amor de una cruz es tomado como una ridiculez para los que no creen, pero para los que sí es la salvación en sí misma.

A mí me aburre el ya trillado concepto Jesus Freak, porque se volvió la excusa chocoloca para rebelarse sin tener clara la intención del corazón para hacerlo. Si miramos la historia, los Jesus Freak no eran loquillos que se sabían las coreografías de canciones, o que estaban a la última moda en música cristiana; eran mártires, gente que persistía en hablar de Jesús y que estaba dispuesta al rechazo, al escarnio y hasta a hacer el ridículo por la causa del Reino.

Escribir es un acto íntimo, actuar es un acto público, pero hacer comedia es la mezcla peligrosa de exponer esa intimidad por una causa mayor. Pero como esto no se trata de hablar con ingenio, es hora de reconocer que el cristiano en sí mismo es un objeto de burla usado por Dios para salvación. La gente a veces no entiende por qué hago o digo cosas, pero el plan de Dios para mi vida es que haga el ridículo, porque solo así puedo ser usado por él.

Si el plan es ese, seguiré buscando la forma de mostrar que es y será mi vida hacer reír, generar emociones y reacciones que hablan de un Dios que está conmigo, y quiere estar con quienes aprenden a reír a manbíbula batiente ante lo cruda que puede ser la vida, mucho más si se está lejos de él.