lunes, 27 de agosto de 2012

Transmiseria

Las historias bien contadas tienen la ventaja de narrarse en tiempos variables y aún así siguen impactando. Uno puede contar algo y años después cómo ese algo afectó todo. Aunque ya volví a Colombia, debo confesar que quedó mucho material del viaje en el tintero que nunca pude plasmar por culpa del oficinismo. Ser oficinista es todo lo opuesto a creativo, soñador, visionario, aunque de eso ya he hablado mucho. Lo que más da grima del oficinista es su facultad de gorrero, goterero, recostado y cuando término coloquial colombiano quepa para definir a alguien oportunista y tacaño.

El oficinista no viaja. Vive su triste vida en un cubículo alimentando sus sueños de lo que oye de otros. Hay otros más aguerridos que se atreven a pedir regalo a quien se va de vacaciones. Uno piensa en estos de pobre mentalidad -porque muchos de ellos hasta ganan más que uno- cuando compra un llavero o una postal para regalarles. Es todo lo que verán hasta que no dejen de pensar que viajar es de ricos, o que no le ven sentido a un viaje solo y arriesgado, o que en Tabio también hay chinos como en Los Angeles.

Ese es nuestro problema, la mentalidad acomodada y algo que se podría denominar el "ustednosabequiensoyyoísmo". Sí, un término que nos remite a concejales borrachos, nepotistas y a uno que otro cristiano con ínfulas de grandeza pero poca convicción de realeza. La mentalidad de tercer mundo nos tiene jodidos. Es ella la que nos lleva a sentirnos orgullosos de la trampa, el morbo, Protagonistas de Nuestra Tele, la cultura narco y Andrés López. No progresaremos como nación hasta que no superemos los chistes de su pelota, su ventana y su frutica.

Estamos mal y se nos nota. No es posible que alguien en Transmilenio ante un reclamo como "Por favor tenga cuidado, estoy embarazada", consteste con un "pues si no le gusta, pague taxi". Para mí, un moralista contemporáneo, este tipo de cuadros me entristecen. Nos acostumbramos al codazo en la nariz, al apretuje, al contacto forzoso porque nuestra cabeza piensa que eso es no normal. Y no, amados caba-ñeros y caba-ñeras, será normal en el infierno tener clavada la axila de un reggaetonero en la nariz, o aguantarse un codazo en la nariz, o todo lo relacionado con la nariz como siempre me pasa. Uno no debe acomodarse en la mediocridad si lo que quiere es vivir el cielo.

Ese es mi caso. Todos los días me levanto con la intención de ser mejor persona, pero Transmilenio no me lo permite. Quiero simular sonrisas, posar de cristiano honorable y hasta hacer procesos de perdón a contrarreloj. Pero no lo logro. ¿Cómo ser mejor persona en medio de una caterva inadaptada que casi se chupa la poca humanidad que a uno le queda?

Lo triste de Transmilenio es que es como una novia de antaño: aunque quiero dejarla no me vería sin ella. Lo triste del oficinismo es usar Transmilenio. Lo triste es terminar revolcándose en su propia inmundicia, pateando ancianas, colando gente, leyendo Coelho y confirmando que todos estamos al borde del abismo cuando las situaciones extremas nos acorralan.


@benditoavila

jueves, 16 de agosto de 2012

El Regreso


Lo normal en un turista promedio es tomarle fotos clichezudas a todo lo que ve. Mientras pasa el tiempo del viaje uno se va haciendo vulnerable ante lo deslumbrante, así que deja de tomarle fotos a los taxis, a los edificios gigantes, a las calles pulcras y a los paisajes para sencillamente verlos o en su defecto no tomarle fotos a lo que para uno empieza a ser lo normal. Esta foto la tomé en el Aeropuerto Eldorado de Bogotá después de llegar. Es la bienvenida que el país me dio. Muy grata, por cierto.

Viajar es fácil, lo difícil es volver. Ahora entiendo a los que regresan del exterior hablando maravillas y se lamentan por la triste suerte de vivir en un país tercermundista. Como colombiano que solo conocía Melgar, debo confesar que esos comentarios me producían rabia e ira, pero ahora entiendo que lo mío era una envidia disfrazada al tener que conformarme con la réplica del Castillo azul de Cafalandia y no poder visitar el original en Orlando. Aunque no soy malagradecido ni niego mi esencia -recordemos que me he declarado un perro de parqueadero anteriormente-, en el viaje ya me estaba adecuado a una mentalidad y a una cultura que choca directamente con la mía. Y la verdad me gustó.

Allá el Metro Rail, donde uno puede recorrer la ciudad entera sin límite de entradas al sistema y sin miedo al cosquilleo, pues la gente se ocupa de su vida sin involucrarse en la de uno. Acá Transmilenio, donde las largas filas y el ambiente discotequero por omisión llevan al roce, al robo, al contacto innecesario y además al terror de sacar una cámara fotográfica. Empiezo a pensar que necesitamos un cambio fuerte, tan radical que de solo pensarlo ya me dan ganas de agarrar un avión, dedicarme a escribir copies publicitarios y casarme con una guatemalteca que sueñe con ser actriz hollywoodense. Eso sí, cristiana.

Yo amo Colombia, pero aborrezco al colombiano promedio. Me gusta este país y con orgullo sostuve que nací en él cuando pasaba por la aduana gringa y veía cómo me revisaban el equipaje de mano con recelo. Nunca negaría que soy bogotano de clase media aún si tuviera que volver a encontrar mi maleta abierta con una nota donde el Gobierno Americano se disculpa por romperme los candados para inspeccionarme el equipaje "por su seguridad y la mía". Dejaría que una vez más maceraran las arepas y los bocadillos veleños que llevo de regalo, porque no temo volver a confesar que soy paisano de Pablo Escobar, a quien casiñosamente le llaman el patrón del mal.

Empiezo a pensar que hay algo más que estudiar, conseguir un trabajo oficinista y miserable, casarse, tener hijos e ir pagando la casa a cuotas. Seguramente un viaje de dos semanas no construye una nueva vida, pero puede que sí siembre un nuevo punto de vista en el que concluyo que vivimos en una lenteja que se llama Colombia, en la que hay unos que quieren estar para siempre y otros como yo, que al salir del acuario vemos que en el mar también hay peces, tan diferentes, tan coloridos, pintorescos y curiosos. Regresar es difícil, pero es mejor regresar que nunca haberse ido.

Es común que al volver al oficinismo uno se encuentre con gente que lo envidia, otros que lo admiran y una pequeña minoría que lo aprueba. Esta última suele ser la clase ejecutiva, donde están los jefes que ya han viajado y saben de lo que uno les habla cuando cuenta las aventuras en un estadio de Béisbol o en un museo. Debe ser por eso que al regresar me impactó encontrar una postal que mi jefe me dejó con un texto de José Saramago: "El viaje no termina jamás. Solo los viajeros terminan. (...) El objetivo de un viaje es solo el inicio de otro viaje".

Si alguien me pidiera un consejo le diría que dejara de ponerse metas cortas y fáciles de cumplir, porque suelen ser esas las que nos vuelven mediocres. Ahora me dedicaré a ser un apóstol aduanero que además de conocer todos los países que menciona esta canción -y los que falten-, seguirá soñando en grande, con mentalidad de rico y de creyente a la vez.


@benditoavila

viernes, 10 de agosto de 2012

Welcome to Hell-A

Lo malo de tener mentalidad de turista es que cualquier pendejada que uno no conozca ya es digna de foto. Tal vez por eso es que en estos recorridos he visto más cosas de las que pude siquiera llegar a pensar, y tal vez por eso tomé más de 4 000 fotos sin saber por qué. Uno va tomando fotos para llegar a mostrarlas como trofeos de gloria, mucho más si uno sale en ellas. A mí no es que me mate salir en las fotos, me interesa es que las fotos sean bonitas y capturen un punto de vista mío, no que se vea que estuve en tal o tal otro lugar.

Como sé que la gente no quiere creer sino sentir, no quieren arriesgarse sino confiarse, no quieren leer sino ver, he decidido recopilar algunos momentos parar que la imagen hable por sí sola y no tenga que buscar la forma de escribir más. Por lo menos no por ahora.

Una típica comida americana, muchas calorías y poco remordimiento. El lugar se llama Johnny Rockets y visitarlo es un completo viaje a los años 50.

Anakin dio la cara una vez más. Resultó que la voz no era de James Earl Jones sino de un pitico bastante inofensivo.

Le pedí a esta mujer que posara para la foto, como un homenaje a mi mamá y su devoción juvenil por el susodicho.

La Biblia: miles de años haciendo parte de cualquier itinerario de viaje.

Los asiáticos parecen haber nacido con la cámara debajo del brazo. Todos andaban tomándoles fotos a cualquier cosa medio desconocida, tal cual como lo haría un oficinista, tal cual como lo hice yo.

The J. Paul Getty Museum, una joya en todo sentido. Esta es su cafetería.

Es común ver al turista observar todo con actitud reflexiva aunque no tenga ni idea de por qué lo hace. Para la muestra un par de botones.

Al fondo se ve UCLA y en primer plano la parrilla para montar las bicicletas. El sistema de transporte de Los Angeles nos lleva varios años de ventaja y evolución.

"Y el Dios de paz aplastará a Satanás bajo nuestros pies" Romanos 16:20

Las estaciones de Metro Rail suelen estar ambientadas según el sector de la ciudad. Para la muestra, Hollywood Vine Station. 

Don Francisco Ávila construyó una de las primeras casas de El Pueblo de Los Angeles, que ahora es un destino obligado allí. Como buen Ávila, me monto en el bus de la victoria y celebro lo que hizo mi nuevo tatarabuelo.

Los Angeles es una ciudad con inmigrantes de todo tipo, quienes han asentado sus barrios propios donde reviven sus culturas y las siguen impartiendo. Hay Little Tokyo, Koreatown y Chinatown, en donde se tomó esta foto.

Después de toda comida china, la costumbre es recibir la galleta de la fortuna. Este fue mi mensaje, el cual sigo sin entender.

Una flor bonita.  Con el tiempo he ido cayendo en la sensibilidad que tanto reprocho. 

Una calle en Burbank. En toda la ciudad hay palmeras así.

Writer's store, una tienda para escritores en Burbank. De lo mejor que he visitado.

The Griffith Observatory. Con una cúpula gigante y muchas exposiciones, recibe a turistas de todo el mundo a diario.

 En Hollywood se respira amor. Aquí un par de turistas con la ciudad de fondo.

Allá The Griffith Observatory. Aquí ni la fusión entre el Planetario y el Museo de los niños podría siquiera igualarlo.

 Desde el Griffith se puede ver el downtown de Los Angeles, West Hollywood y otras zonas aledañas.

 Esta nota la encontré en el Aeropuerto Internacional de Los Angeles LAX. Casualidades que uno llama.

 Un festival japonés en Little Tokyo.

Lo más importante en las grandes ciudades es el peatón. Cada cruce tiene botones como estos, donde uno puede solicitar el cambio de luz para pasar. Y lo mejor de todo es que los conductores lo respetan.

Diga adiós al chinomático y al satélite. Aquí nadie le roba a uno nada, pues basta con buscar una de estas pilas de parqueo y ubicar el carro al pie.

 El amor está en el aire, y al parecer el desamor viene detrás. 

Hay gente que lo ama, otros que lo detestan. Aquí lo tengo a mis pies.

 El colombiano que reside allá ve esto como un adefesio, los otros latinos lo aman y los gringos nos requisan de más en las aduanas. Todos perdemos. 

Santa Monica Beach.  Locaciones totalmente vendidas.

Santa Monica Pier. Un muelle atiborrado de gente, tiendas y turistas, que no son lo mismo que ser gente.

Allá la plata se va en un abrir y cerrar de ojos. Claro, con cosas como esta uno hasta entiende.

Aquí, despilfarrando los ingresos en un juego invencible.

Esto es una suerte de mercado de las pulgas en Venice Beach.

 Este fue el letrero que pusieron tan pronto llegué.

  Iglesias de todo tipo. Lo que importa es que uno la tenga clara.

En el Metro nadie habla con nadie, nadie quiere intimar. Todos en su rollo y uno con ganas de preguntar cosas.

 Turistas latinos en la entrada de Universal. La foto más cliché después de la de Tiburón.

En la fila de 70 minutos para el tour por Universal Studios Hollywood uno tiene que buscar no aburrirse. Aquí la mano de una francesa que sin saber posó. 

Universal Studios Hollywood y sus ciudades enteras para recrear sets reales.

Desde pequeñitos los entrenan para tomar fotos. Asia, Asia mía.

 Esto pagó la ida y la venida. Adentro es una tienda de souvenires en la cual no compré nada lastimosamente.

 NBCUniversal, Warner Studios, CNN y demás empresas televisivas con locaciones en Los Angeles.

 Aquí mi lado más poético. Puesta de sol sobre Universal Studios Hollywood.

¿No le digo? el turista y su falta de creatividad por delante.

Un carro de tacos en Pasadena. Recomendada el agua de Horchata, una mezcla entre arroz, leche y avena.

 Fillmore Station. 
Hollywood Blvd.


@benditoavila

lunes, 6 de agosto de 2012

Jet Lag

Todo en la vida se devuelve, o por lo menos eso es lo que he experimentado desde siempre. No soy vengativo, pero sí sentiría un fresquito al ver a más de un gringo tragándose sus prejuiciosas palabras de prevención ante el colombiano promedio. Uno no sabe lo que es es ser tildado de periquero o cocainómano hasta que visita alguna ciudad de Estados Unidos, donde los habitantes nos apellidan Escobar, o en el mejor de los casos Valderrama o Asprilla.

Más que venganza, mi sensación al ver mi maleta abierta y con marcas de haber sido inspeccionada en el Aeropuerto Internacional de Los Angeles me generó sorpresa. Parece que a las aduanas no les convence con la entrevista y revisión que hacen cuando uno está presente, sino que deben forzar la maleta sin que uno lo sepa para luego disculparse con una nota, donde aseguran que lo hicieron por mi propia seguridad y la de ellos, esto en letra menuda como los buenos contratos engañosos.

La diferencia horaria entre Los Angeles y Bogotá es de dos horas solamente, tiempo que produciría Jet Lag en alguien enfermo o decadente pero no en un colombiano promedio. Ahora entiendo que el Jet Lag, esa descompensación y malestar del viajero, no solamente es producto de estar sentado por horas en un avión, sino que aumenta cuando se descubre que ya ni en el oficinista-colombiano promedio se puede confiar a la hora de viajar, pues son muchos casos de ambición traficante los que confirman que Charly García no se equivocaba al llamarnos Coca-lombia.

Arranco con esta expulsión voluntaria de veneno, oh amados caba-ñeros y caba-ñeras, pues prefiero que se empapen de lo amargo para proceder a escribir el bocado dulce y sublime de estar en esta gran ciudad, epicentro de la cultura pop y además casa de dos grandes amigos que desinteresadamente me reciben, hospedan y alojan mientras me alejo de la cruda rutina. Los Angeles es una ciudad muy limpia, ordenada y absolutamente pluricultural. Si quieren saber de cifras y todas esas liviandades, consulten Wikipedia, porque de lo que quiero hablar es de mi experiencia aquí y no de las exactitudes tropipoperas que reportaría un periodista.

Todo en la vida se devuelve, eso parece. Lo que no vuelven son los dólares que uno gasta aquí. Este es el país del consumo cultural en todo su esplendor. Por alguna extraña razón dejé de ahorrar en COP y empecé a gastar en USD, lo cual sería mi primer consejo a quien visite Estados Unidos por primera vez. No traduzca pesos a dólares, ni kilómetros a millas, ni modismos a phrasal verbs; viva su experiencia desde la diferencia y no desde lo que ya conoce, porque eso puede predisponerlo a lo peor que un turista puede hacer: comparar y buscar su versión colombiana de todo.

Aquí el sistema de transporte público supera cualquier idea que en Colombia se nos pueda ocurrir. Los Angeles tiene un sistema llamado Metro Rail que interconecta varios servicios de movilidad para que uno recorra la ciudad y sus condados aledaños si lo desea. Un ticket para pasear en Metro todo el día vale 5 dólares y permite además usar los buses que uno quiera sin pagar de más. Es un error comparar, pero el transporte aquí es algo mil veces mejor que un Transmilenio en el que uno se puede bajar y montar las veces que quiera y que además no está regulado por las autoridades: como las estaciones están abiertas, si uno quiere puede montarse sin pagar y nadie va a venir a pedir cuentas, pues la cabeza del americano pareciera trabajar en función de un status quo de bienestar y orden.

Los gringos son ordenados y eso es bueno, ya que hay procesos morales en todo movimiento en la calle. La gente no comete faltas no tanto porque le acarreen multas, pues pareciera que existe una ética de semáforo donde la gente obedece a lo kantiano, por el deber moral más que por el castigo. El colombiano promedio, típico avivato que comete perjuicios como un proceso natural, aquí es moldeado por la multa y por la exposición pública a desencajar ante un sistema que pareciera honrar su base protestante. Uno no ve a un gringo pasándose la calle por la mitad, ni pisando el acelerador en amarillo, todo aquí funciona como en Ciudad Gótica cuando Batman está retirado.

Me gusta que una ciudad funcione así, pero empiezo a extrañar el desparpajo, las colombianadas y mi cuna social, pues cuando las cosas son tan perfectas hay una suerte de insatisfacción y ausencia de conflicto demasiado cómoda para mi gusto. Sí, es buenísimo poder salir a caminar por el Downtown con la cámara al hombro y no temer un atraco, o tomar fotos a todos los lugares y personajes sin ser reprochado o tildado de guerrillero -como me ha pasado en Colombia-, pero esa perfección parece tener  sus propias reglas absorbentes.

Todo parece estar pensado para un uso específico. Por ejemplo, tuve que buscar un baño en Hollywood y me encontré que además del papel higiénico tienen un dispensador de papeles con forma de bizcocho por si uno necesita sentarse. Yo, de cabeza y cuna latinoamericana, recordé a mi mamá cuando me enseñó que si iba a hacer popó debía tomar tres trozos de papel y cubrir donde me iba a sentar, pero esto reemplazó y superó mi educación casera.

Aquí hay dispositivos para todo: no hay chinomáticos sino máquinas pequeñas a las cuales uno les paga el parking, no hay vendedores callejeros sino máquinas dispensadoras de cuanta vaina se necesite. Ahora entiendo a Phillip K. Dick cuando escribió uno de mis libros favoritos: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que inspiró una de mis películas favoritas: Blade Runner, cuando pronosticaban que el mundo en 2019 -y Los Angeles por supuesto- sería un terreno donde los droids serían más humanos que los humanos. Vamos en 2012 y lo que se ve en la actualidad no es para nada descabellado de lo que Scott propuso en su película.

Decía que esta es una nación de consumo y lo sostengo. Uno intenta comprar cosas de contado y con cash pero hay lugares donde solo reciben tarjeta de crédito, como una forma de amarre que genera reputación crediticia, algo clave para los gringos. Me explicaban que uno debe endeudarse como una forma de sobrevivencia, pues a la hora de pagar un carro o una casa no confian en quien tiene el dinero ahorrado y a punto de debitarse, sino en quien se ha endeudado para pagarlo.

No quiero sonar ingrato o malagradecido con este país, pues han sido más las cosas buenas por contar que las malas, pero de eso hablaré después de llegar de Santa Monica, Venice y demás playas que esperan y divierten más que estar encerrado escribiendo mientras el clima afuera está por los 28ºC.


@benditoavila

viernes, 3 de agosto de 2012

Aire

Voy montado en un avión de American Airlines con destino a Miami, porque como desde Bogotá no hay vuelos directos hacia Los Angeles debí hacer conexión ahí. No soy de la clase de personas que salen del país con frecuencia, de hecho esta es mi segunda vez. Lo cierto es que con la primera bastó para darme cuenta de lo que viajar implica en mi vida. Viajar es renacer, es abrir la cabeza para cosas nuevas, es respirar un poco el aire del jardín vecino, no para ver si tiene el pasto más verde, pero sí para preguntarle cómo lo logró.

Como buen oficinista que además le da su sangre al Icetex, ahorré comidas, salidas y hasta lujos para poder venir a gastar aquí hasta lo que no tengo. Aún sigo pagándole a un par de mecenas, pero vale la pena cuando se ve el nombre de uno en el tiquete. Los expertos en viajes sugieren comprar tiquetes por lo menos con dos meses de anticipación, pues esto permite acceder a buenos precios y además a ciertos privilegios por si se liberan cupos. No tuve ningún privilegio aparte de poder escoger mi silla, algo que las aerolíneas ni al más rastrero de los oficinistas.

Lo único que Andrés López y yo tenemos además de la colombianidad es que ambos pedimos la ventana.  Él para meter sus discursos de cienciología, yo para que nadie me joda cuando esté viendo la película y además para poder tomarle fotos a las alas del avión, por si pasa algo para quede el registro del imperfecto. Lo triste es que el cálculo me falló y este avión tiene la estructura de una flota: pantallas en el centro, baño al final y mucha gente usando sombreros con ganas de conversar. Sí, los sombreros conversan con tanto color y rechinancia. Hasta ahora American Airlines y el Bolivariano se dan parejo.

Hay de todo aquí, pero me causa curiosidad una pareja americana que parece montar en aviones como yo en Transmilenios: con propiedad porque no hay nada más. Las azafatas los saludan de beso, les hacen notar que hasta han bajado de peso desde la última vez que viajaron con algunas de ellas. Se abrazan y sonríen en un acto que para mí no es gratuito, pues ya me imagino a quiénes les servirán primero el Omelette.

Viene el despegue y con él se activa mi sirena espiritual, aquella cómoda alarma que tengo en el pecho a la que le digo Espíritu Santo. Esa sirena suena y vibra no para alertarme, sino para darme green light, all access o como se le llame al sentir de que todo va a estar mejor que bien.


@benditoavila