miércoles, 27 de junio de 2012

Rewind

Estos días he estado haciéndome un sinfín de preguntas acerca de mi vida actual, de mis sueños, percepciones, pero sobre todo de cómo imaginaba todo esto hace aproximadamente diez años. Lo único que he podido concluir es que definitivamente las primeras pasiones no se deben ocultar. Las bajas tal vez sí, porque a la luz de lo espiritual lo instintivo no tiene lugar. Me di cuenta de que lo más nocivo que alguien puede hacerse a sí mismo es enterrar sus sueños de infancia, pues aunque detrás de ellos no haya mucha plata o aparente alcurnia, generalmente es en el momento de perseguirlos donde está la pasión y el gusto, y en el encontrarlos la más grande de las realizaciones personales.

Hace diez años quería dedicarme a la música. Recuerdo pasar los días oyendo todo tipo de sonidos, escarbando en el por qué de cada nota, armonía, ritmo y demás. Lo curioso es que lo disfrutaba mucho y además tenía una extraña habilidad: podía identificar la tonalidad de cualquier sonido que oyera, razón por la que deducía con unas pocas notas en qué tonalidad estaban las canciones y así mismo cuáles notas venían en camino. Empecé en la música como el cúmulo de la prole, es decir, tocando el cumpleaños feliz en flauta dulce. De ahí pasé a recibir una organeta Yamaha en la navidad del 98', con la que interpelé a sacar a oído melodías de The Beatles. Eran días muy diferentes.

El primer escenario donde alguien puede darle rienda suelta a una habilidad es el colegio. Es aquí donde se reafirman, enfocan o eliminan los talentos de las personas. De ahí que me oponga tanto a aquellos colegios que en su corte tradicional no saben leer otro tipo de habilidades más allá de saber factorizar o entender principios de la termodinámica de manera temprana. No es mi caso, pues aunque estudié en un colegio de curas dominicos -de los más godos posibles-, no pasó mucho tiempo para que estuviera distinguiéndome por tocar las congas en la orquesta escolar. Resulta más curioso que el día que decidimos emanciparnos del tropicalismo y darle la bienvenida al rock,  por alguna extraña razón nadie daba con el chiste métrico de la batería. Así que sin entender lo que hacía me senté a explicarle al baterista de turno cómo yo oía que sonaba y cómo creía que debía tocarse. Pasaron dos semanas y este baterista se dedicó al fútbol, dejándome el banquillo vacío.

Tuve entonces una banda de rock llamada Caos. El nombre no era gratuito, pues lo único que teníamos era dones innatos que tristemente sin disciplina no son suficientes para avanzar en nada en la vida. Tocábamos selecto rock en español, canciones sueltas que nos gustaban, o que veíamos como retos sonoros y así. Era un caos ecléctico, pero era nuestro terruño y lo que nos daba inmunidad ante los curas y sus deseos de hacernos ingenieros a toda costa. Lo malo era que de Caos todos siguieron ese llamado profesional y yo, como solía suceder antes de 2002, veía desplomarse todo en lo que creía.

En 2002 mi vida se partió en dos. Es el año de mi a.C. - d.C., porque efectivamente conocí de Jesús y eso pone sobre el tapete una urdimbre enmarañada que va uno a ver y es la propia existencia. Entendí que necesitaba un salvador personal, así que mi vida encontró sentido incluyendo en lo musical: tuve una conversión divertida que me llevó a dejar de tocarle el órgano al diablo y me llevó a caminar en calles de oro, cargando un bajo de cuatro cuerdas que accedí a estudiar por curiosidad y porque no había bajista en la Iglesia local de la época. Ahí supe que Dios ama el bajo, es decir el instrumento, porque a mí me ha amado desde antes.

Toda esta parafernalia melosa pasó por mi cabeza por estos días, tiempo en el que entre chiste y chanza ese don ha salido a flote ante el asombro de la gente, quienes todavía no entienden por qué no he tocado en público, o por qué no he vuelto a grabar bajos como en las viejas épocas, o por qué no he intentado tocar en la Iglesia y así. A todos les explico que la música sigue corriendo por mis venas, que está en mi top tres de intereses y que tengo claro que rendiré cuentas de lo que hice con mi don, así que es cuestión de tomar en serio a Cerati cuando decía "Me verás volver" y pensar que soy yo diciéndolo lejos de un estado vegetal.


@benditoavila

jueves, 14 de junio de 2012

México lindo y querido

La vida está llena de decisiones que uno toma en caliente, sin pensarse mucho y producto de impulsos instintivos. También hay decisiones que uno suele meditar un poco más detenidamente, pero esas a veces carecen de emoción. He tomado de ambas, pero sobretodo he tomado gaseosa de toronja para suavizar el picante de unos tacos al pastor en la Ciudad de México. No me piqué mucho porque también tengo un buen olfato de supervivencia ante la comida desconocida.

Después de la primera mordida uno siempre debe inhalar un poco de aire, como si fuera un cigarrillo alimenticio relleno de carne con cebolla. Pero más aire tuve que inhalar y exhalar en señal pacifista tras recibir el regaño por parte de la producción del evento, quienes no vieron con buenos ojos que me bajara de la camioneta que nos llevaría al Royal Pedregal tan solo para comer tacos callejeros, cuando en dicho hotel contábamos con 580 pesos de viáticos diarios. Yo no podía engañarme: para conocer realmente una ciudad uno debe recorrerla, comer en sus calles y oír a sus habitantes. Siempre supe que si tenía la oportunidad de viajar no me encerraría en una habitación, ni esperaría cumplir con lo políticamente correcto.

No fue el primer roce que tuve con los de Televisa, pues la primera noche también me amonestaron por llevarme a turistiar conmigo a una parte del grupo de expertos que íbamos a la grabación del homenaje a Chespirito. En mi defensa, puedo alegar que fue sin querer queriendo: primero nos dijeron que teníamos el resto de la noche libre, y yo obedecí gustoso. Y sí que valió la pena, pues aparte de comprar los respectivos souvenirs en La Meca del chespiritismo, conocimos varios centros comerciales, calles, estadios aztecas, avenidas Insurgentes y así.

La verdad es que tan solo fueron ese par de insignificantes impases, porque el resto de la semana la estupenda producción encabezada por Rubén Galindo hizo que todos nos sintiéramos locales y unidos como un mismo país. Compartí con personas de toda América Latina, todos con experiencias propias y locales que se reflejaban en la universalización de un fanatismo por los programas de Chespirito. Todos de diferentes contextos pero tan cercanos, de diferentes edades y generaciones, pero a la vez tan unidos por el poder de la televisión, de un programa y unos personajes emblemáticos y casi rituales.

He vivido toda mi vida en Bogotá,  y desde que tengo memoria he visto cómo mi ciudad ha sufrido por culpa de los múltiples problemas de movilidad. Viajar a otra ciudad me hace pensar que allá todo será diferente: y sí, todo fue peor: el problema de movilidad de Ciudad de México es proporcional a su desfasado tamaño. Si aquí lloran por el pico y placa aritmético ininteligible, allá no saben siquiera de soluciones. Debíamos llegar a las 8am hora mexicana al Auditorio Nacional, que queda a escasos 20 minutos del Perisur, pero tal parece que todo lo malo que pueda pasar en Ciudad de México es en parte culpa del tráfico, así que nadie objetó regañarnos por llegar una hora después. En México la costumbre es posponer todas las citas, pues no hay compromiso que se programe sin tener en cuenta el tráfico.

Aquí sufrimos con el millón y medio de vehículos que circulan entre los casi nueve millones de habitantes. Allá un taco de autos no es fácil de tragar, pues por más picante que tenga, un trancón bogotano no se le compara a uno integrado por los casi cuatro millones de autos repartidos en 24 millones de habitantes, sin contar con los seis tipos de taxis que circulan a diario.

Como las ciudades también se conocen recorriéndolas a través de sus sistemas de transporte, estuve en el Metrobús mexicano, que es como un Transmilenio pero notablemente más barato. Los mexicanos, y en general los latinoamericanos que conocí, no podían creer que en Bogotá se pagara casi un dólar por solo un trayecto de bus cuando allí se podía con 5 pesos mexicanos (600 COP) interconectar Metrobús, Subte y recorrer la ciudad a través de la Avenida Indios Verdes o la Insurgentes. Allí la cosa parece estar mejor armada, pues lo primero que tuve que aprender es que hay puertas a las que no debo acercarme, mucho más cuando son exclusivas para mujeres. Allá sí se respetan y se hacen respetar los espacios exclusivos para mujeres o discapacitados. Recuerdo que el bus se detuvo y hasta llegó un policía a sacarme para que entrara por la puerta de hombres, pues estando adentro tampoco permiten desplazarse a otra zona del bus.


Tenía este texto enlatado, pero esta mañana vi un pedazo de María la del barrio y me di cuenta de que gracias a la televisión mexicana todos hemos osado llamarle a la Ciudad de México el DF, así como logramos aprehender expresiones como la prepa, chido, et al. Eso me confirmó que sin importar el tiempo que haya pasado desde aquel viaje, mi responsabilidad es dejar claro que como turistas colombianos creemos ingenuamente que afuera las cosas sean mejor, que creemos que nuestro país es una vergüenza y que nuestros problemas citadinos deben enmarcarse; pero no del todo, hay países que también se rajan en lo que nosotros ya tenemos colonizado. No tengo claro en qué, pero lo cierto es que es tarea del colombiano encontrarlo.


A mí, un admirador a ultranza de Chespirito no hubo algo que me emocionara más de mi viaje a México que ver a un mexicano radicado en Guatemala cantar con los ojos emparamados esta canción, que a mi modo de ver resume el amplio patriotismo que sienten los manitos por sus tierras. Si tuviéramos que profesar el amor por Colombia, por Bogotá, no tengo claro qué sonaría, pero estoy seguro de que la cantaría con fuerza.



@benditoavila

jueves, 7 de junio de 2012

Estandapero

Uno pasa toda su vida siendo uno mismo y resulta que es chistoso. Eso me gusta del comediante, que ve la vida con una mirada un tanto más retorcida y gozosa que el resto del vulgo. La gente cree que ser comediante es vivir feliz, dárselas del gracioso, disfrutar la vida, entre otras cosas más rococó que Disney y el rosado sabor del cliché. Resulta que no, hacer comedia es pillarse la falla del sistema, es vivir con la cabeza a mil de pensar cómo la humanidad puede proceder como procede y desde ahí proponer y señalar algo. Esto no es solo decir lo chistoso, también implica agregarle la lectura propia de la realidad porque ahí está el chiste, en el punto de vista agudo.

Hace más o menos dos años tomé un taller de stand-up comedy con uno de los pioneros del movimiento en Colombia, el gran Gonzalo Valderrama, quien además de estupendo comediante, es a mi modo de ver un teórico del asunto. Nada más grato para mí que recibir no solo práctica, sino teoría de comedia desde la experiencia de uno de los grandes. Gonzalo me enseñó que lo primero era dejar de decirle "el stand-up", porque en realidad es una técnica de comedia, y en su facultad de hembra debía tener un artículo femenino distintivo, la stand-up comedy.

Lo otro es entender que stand-up no es lo mismo que stand up. Así que el chistesito de "¿Uy, y voy va a hacer comedia de pie?" está mandado a recoger cuando se entiende que el primer término es un phrasal verb, o verbo compuesto del inglés que quiere decir "sin adornos". La stand-up comedy es un formato de comedia en donde sin adornos, con el mínimo de recursos y con el máximo de talento se busca comunicar una idea, no contar una historia.

Aquí en Colombia eso empezó más o menos en 1999, y casi un siglo después de que los maestros de esto lo vieran consolidarse en bares, burlesques y demás espacios de ambiente cabaretero: los gringos. Llegó y con su entrada agobió a uno de los nichos mamertos con los que más he tenido que lidiar: los hippies cuenteros. No voy en contra de la narración oral, pero sí con todo el contexto mugroso y chabacano que se tejió alrededor de la experiencia desarrollada en las universidades. Stand-up es reflexionar y lanzar críticas sociales, mientras que cuentería es narrar historias que dejen moraleja. Lástima que los hippies hayan creído que no bañarse y vender incienso sea ser narrador oral, porque una cosa no tiene que ver con la otra.

Robert McKee dice que la comedia es un acto rabioso. Yo añadiría que la comedia es una guerra entre el comediante y el público, donde el botín es la risa. Uno se monta en una tarima y se vuelve adicto a la adrenalina que le produce tener que luchar contra esas caras que desde arriba no se descifran del todo, pero que parecen inconscientemente opuestas al sujeto que se para a pelear contra su razón y a desatar sus emociones para bajarse con sus carcajadas entre el bolsillo.

Como esto no es hablando sino criticando y viviendo, he aquí mi debut en la comedia malparada, como le dice el mismo Gonzalo. Lo hice tan mal-parado que solo por eso me gustaría volver a treparme a seguir diciendo cosas que me importan solo a mí, pero a muchos les hacen reír.





@benditoavila