martes, 26 de julio de 2011

El Arroyo

No se puede pasar derecho sin hablar de lo próximo, de lo local que se vuelve global, de lo que sucede en el día a día y no da espera. Aunque es una frase aparentemente producida por Jorge Alfredo Vargas o la Guri Guri, no quiero sonar a periodista junior. De hecho, muchas veces me he matado aclarando que estudiar Comunicación Social no es ser Periodista, así que esta no será una de esas clásicas diatribas bloggeras.

Hoy escribo desde las entrañas, desde el corazón, desde los pies y los oídos que tantas veces vibraron con la voz, la poesía y el sonido de uno de los grandes; uno al que coronaron con Súper Congos miles de veces y que me remonta a los inicios de mi vida real y laboral. Con la prematura muerte de Álvaro José Arroyo González, mejor conocido como Joe, se completa un triste ciclo de desgracias interconectadas esta semana, todas ellas relacionadas con la música, la muerte y los excesos.

¡Pausa! ¿Por qué lo que escribo parece una estela amarillista recién salida de la boca de Manuel Teodoro? No quiero sonar sensacionalísticamente periodista, así que solamente me referiré a El Joe como alguien a quien admiré por ser el reflejo de la cruda vida social de nuestro país: él representa la utopía del niño pobre de barrio que gracias a la fortuna de tener un don innato avanzará por la vida. Además de crecer sin su padre, ser un apasionado por la música y contar con una increíble gracia con las mujeres, El Joe se parece a mí -o yo me parezco al Joe- por el hecho de concebir a Dios de una manera muy especial: ambos pensamos en él como un Papá bueno.

No he sido ni su biógrafo ni el libretista que llevó su vida a la pantalla chica, pero sí he estado cerca de ellos, de sus hallazgos y de todo lo que este personaje representa para un país como el nuestro. Para mí, el Joe es gozadera, es pasión, es caribe: es que cómo no admirar a un sujeto que desde los 14 años ya grababa canciones a nivel profesional, que cuando joven admiraba a Richie Ray y Bobby Cruz sin saber que unos cuántos años más adelante ellos mismos le rendirían homenaje. Este mismo Señor compuso una canción llamada Tania varios años antes de que naciera su primogénita a quien llamaría de la misma forma.

Son tantas las anécdotas del Joe Arroyo que no cabrían todas aquí, y como no soy proselitista ni oportunista no diré que el camino para conocer el personaje es ver la novela -aunque va uno a ver y sí-: simplemente me gustaría homenajear desde mis letras a un virtuoso, uno que admiré a pesar de sus múltiples desaveniencias y contradicciones y que me demuestra que la misericordia de parte de Dios se extiende con quien no lo merece inclusive.

Se muere Arroyo, pero sigue su música. Ojalá las voces que tanto pregonan frases como: Quién lo manda, Ya para que decir algo si los homenajes se hacen en vida, y hasta Ya dejen la bobada, no es para tanto aprendan a respetar el dolor ajeno y medianamente entiendan que detrás de algunas manifestaciones de condolencia -que es verdad, a veces son por miserable protocolo- hay unas muy sinceras muestras de admiración también dichas y hechas en vida.

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