martes, 28 de septiembre de 2010

Bancamente

No tener empleo tiene sus ventajas. Ayer pasé la tarde como lo había querido cuando tenía trabajo. En aquellos días soñaba con un descanso prolongado en el que pudiera dedicarme a ver televisión toda la tarde, analizar la evolución de las parrillas colombianas y proponer cambios que se quedarían solamente en mi cabeza. Ayer liberé mis ideas mientras veía qué flojo es ver televisión nacional por las tardes.

Así que como buen colombiano, me fui a la ver televisión internacional. Me encanta ver Sitcoms, y me encanta ver Seinfeld. Vi un capítulo magistral (en realidad me dediqué a ver muchos), pero en uno que me marcó se reflexionaba sobre el tema del desempleo. George Constanza, ese héroe neurótico que tanto se parece a mi papá, encarna mi momento de vida. Si la gente supiera con cuánto esfuerzo el desempleado debe sustentar que ha buscado trabajo, si se le reconociera esto como un trabajo ya merecería vacaciones de desempleado. Y es verdad, porque la gente cree que no estar trabajando es quedarse sin hacer nada. Yo por ejemplo, me dediqué a alimentar a este hijo, el blog, que espero en algún punto tome atenta nota de este proceso de espera.

Uno debe dedicarse a otro tipo de cosas igualmente formativas: leer sobre Piedad Córdoba, cerrar las ventanas para que no se entre el chubasco bogotano, cerciorarse de que la comida y los baños estén (no limpios, simplemente que sigan existiendo), escuchar radio y enviar hojas de vida estratégicamente. Además de comprobar que la propia vida ya ofrece bastante tela para cortar en las páginas de alguna publicación.

El viernes tengo un matrimonio y decido precipitadamente probarme la pinta para la ocasión. Será Lluvia de sobres aunque yo propuse Lluvia de abrazos, porque ya me gasté la plata del regalo. Alguien me dijo que para ser algo simplemente tocaba creérselo, así que salgo de mi casa con la ropa de ejecutivo de cuenta, o de periodista, o de simplemente empleado. Me disfrazo con opulencia y con corbata.

Salgo a pagar las cuotas del crédito del Icetex (persignación y toque de madera al solo combinar esas letras) con los ahorros que me quedan. En el banco me asombra la figura de una cajera, no porque me guste, señor fisgón morbosón que lee esto, sino porque es poco usual que sean los clientes quienes la tratan por nombre propio: Rosita. El gordo de pesada papada hasta le pica el ojo mientras le entrega las cuentas de su nuevo negocio de flores, Rosita simplemente le desea lo mejor y le entrega los papeles debidamente procesados. Rosita no es vieja ni es joven, es cajera.

Rosita no me atiende, me atiende otro cajero. Pero no puedo evitar preguntarle por ella, porque "uno no ve eso en ningún lado: ¿Que los clientes sean quienes la tratan por nombre propio?". El cajero me dice que es porque lleva varios años allí y los vecinos ya la reconocen. Rosita se timbra al ver que hablamos de ella y acerca su cabeza a nuestra ventanilla: "Mucho gusto, soy Rosita". Ella parece un objeto de utilería de la sucursal bancaria, se nota que lleva años porque se mueve como pez en el agua en esa pecera de dinero. Yo la saludo y ella me ofrece un seguro de vida. Ahí entiendo por qué el banco parece una pecera: esas cajitas con su vidriecito esperan que uno muerda el anzuelo.

Solo por hoy valió la pena no tener empleo, porque conocí a Rosita y me di cuenta de cuánto me puedo parecer a Constanza si no empleo mi tiempo en algo de ejercicio físico. Además, espero que en el matrimonio del viernes pase algo que rompa la tibia cotidianidad de no salir de casa.

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